Pocos días después de su recordada llegada a Chile en noviembre de 1971, cuando aterrizó con una amplia delegación de autoridades cubanas con el objeto de evaluar en terreno la “vía chilena al socialismo”, Fidel Castro declaró, en una alocución optimista, que “si por muchos caminos se llega a Roma, ¡ojalá haya miles de caminos para llegar a la Roma revolucionaria!”. Al final de su estadía, en su discurso de despedida ante un Estadio Nacional menos repleto de lo que se esperaba, Castro anunció que luego de haber observado “la historia en acción, […] cuando veo hasta qué punto los reaccionarios tratan de desarmar moralmente al pueblo», ha llegado a la siguiente conclusión: “Regresaré a Cuba más revolucionario de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más radical de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más extremista de lo que vine!”.
Si sus primeras palabras reflejan un sincero entusiasmo hacia un proyecto revolucionario sin precedentes en la historia del siglo XX -el programa de la Unidad Popular liderado por su amigo de larga data Salvador Allende- sus últimas constataciones atestiguan la erosión de sus expectativas iniciales y el afianzamiento de sus convicciones más radicales, fundadas en el carácter ineludible de la “violencia revolucionaria” para defender un auténtico proceso de transformación social. Muchos podrían identificar en este cambio de tono un atisbo de “incoherencia ideológica” o de falta de compromiso, sin embargo, si analizamos el discurso de Fidel Castro desde los orígenes de la insurrección antibatistiana hasta el final de sus días, podríamos constatar que la naturaleza flexible de su análisis político no constituye automáticamente una prueba de volatilidad política, sino más bien un elemento definitorio de su larga e inacabada Revolución. Por más que queramos encasillar al difunto fundador de la Cuba contemporánea en una doctrina inmutable, heredada de los esquemas de la Guerra Fría (marxista, nacionalista, comunista, antiimperialista), si evaluamos su larga y desigual trayectoria nos enfrentaremos ineluctablemente a antecedentes contradictorios, que por momentos podrían reafirmar las apreciaciones iniciales, pero, por otros, las desmienten.
Desde su espectacular aparición en la vida de los cubanos a mediados de 1953, cuando con solo 26 años dirigió el famoso ataque al Cuartel Moncada, hito fundador de la saga revolucionaria, el “Líder Máximo” ha evitado totalizar su pensamiento, englobarlo en una fórmula estática. Por el contrario, como Fidel Castro lo reconociera en un discurso de 1961, recordado como “Palabras a los intelectuales”, los dirigentes revolucionarios carecían de suficiente madurez teórica, asumiendo que, “como la Revolución”, “nos hemos improvisado bastante. […] No nos creemos teóricos de las revoluciones […] En realidad nosotros todos tenemos mucho que aprender”. Tanto él como su séquito de ardientes e idealistas jóvenes rebeldes, incluido su hermano Raúl, que con no más de 27 años debió asumir un inextinguible liderazgo en el seno de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, se fueron formando como ideólogos en la práctica. Resulta, por ende, inexacto querer envolver la acción de Fidel Castro, su pensamiento, su retórica cautivante, su proyecto social, en una categoría inalterable; un ejercicio que, no obstante, ha sido abusivamente practicado por generaciones de especialistas, quienes de esa manera, en vez de ayudarnos a entender al personaje, contribuyen más bien a difuminar bajo una efigie poco fidedigna, la trascendencia de un individuo de abrumadora complejidad.
[cita tipo= «destaque»]Englobar la figura inabarcable y determinante de Fidel Castro en una categoría definida que dé sentido a su atormentada biografía no tiene, a nuestro juicio, mucho sentido. Innumerables conceptos han sido utilizados para entender el proyecto del “último de los revolucionarios”, como titulaba hace unos días el periódico El País: “antiimperialista”, “tercermundista”, “comunista”, “latinoamericanista”, “marxista”, “internacionalista”, “martiano”, “nacionalista”.[/cita]
Aunque algunos ex oficiales de la CIA quieren hacernos creer lo contrario, ya no caben dudas que Fidel Castro -así como la mayoría de sus compañeros de armas- no era un comunista convencido en los albores de 1959. Los miembros de Partido Socialista Popular (PSP), el partido más cercano a Moscú, se comprometieron tardíamente con el proyecto insurreccional de la Sierra Maestra, atacando a veces con dureza algunas decisiones tomadas por los “barbudos” y acusándolos de ser unos “aventuristas pequeñoburgueses”. Me atrevería a decir incluso que el supuestamente inflexible “antinorteamericanismo” del “Comandante” no fue siempre un principio obligado.
Al contraer matrimonio con su primera esposa, Mirta-Díaz Balart, Castro decidió que el mejor destino para su viaje de bodas era los Estados Unidos, aterrizando así en Nueva York, donde la joven pareja aprovechó de adquirir un automóvil para seguir recorriendo el país del “tío Sam”. El futuro dirigente de Cuba figuraría inclusive como extra en un par de filmes hollywoodense y, aparentemente, habría evaluado por un tiempo la posibilidad de establecerse en el país visitado. Al alba de la Revolución, en uno de sus primeros viajes como Jefe de Estado en abril 1959, puso nuevamente pie en territorio del “vecino del Norte”, reuniéndose con Richard Nixon, participando en charlas y conferencias con el objeto de insistir en la necesidad de fortalecer la cooperación recíproca y negando terminantemente los rumores sobre una supuesta infiltración comunista en la Isla. En cuanto a la tan aludida complicidad de EE.UU. con los horrores del régimen batistiano, también habría que matizar ciertos prejuicios: preocupada por su imagen internacional ante la creciente represión en la Isla del Caribe, la Casa Blanca, dejó de suministrar armas al ejército de Batista a partir de marzo de 1958, asestando un golpe irremediable a la estabilidad de la dictadura caribeña.
La alianza que Fidel Castro terminó estableciendo con la URSS se consolidó a mediados de 1961, cuando la reacción internacional ante las avanzadas reformas sociales de la Revolución y la agresiva hostilidad de Washington no dejaban mucho margen para una relación fructífera con el mundo occidental. Cierto es que en los años 70 Cuba se insertó de lleno y con ostentosa fidelidad en el campo socialista, integrando incluso los rangos del COMECON (aunque jamás sería aceptada, ante la frustración de Fidel Castro, en el Pacto de Varsovia). Pero antes de eso, los vínculos con el Kremlin tuvieron que atravesar una fase de agudas tensiones políticas, que alcanzaron su paroxismo en 1967, durante la efímera conferencia de las OLAS, ocasión en la que el “Líder Máximo” defendió con fulgor la vía armada hacia el socialismo, en oposición a los principios de la “coexistencia pacífica” reiterados incansablemente por Moscú, y acusó a “algunos partidos socialistas” de mantener lazos indebidos con gobiernos “contrarrevolucionarios”, lo que constituía una no tan velada alusión a la URSS, que había estrechado sus nexos con la administración de Eduardo Frei Montalva en Chile.
Múltiples índices comprueban el carácter moldeable del pensamiento castrista, así como su constante replanteamiento. Educado en un colegio jesuita, lo que sin duda dejó una profunda impronta en la personalidad del “Comandante”, nadie puede negar que a comienzos de los 60 Fidel Castro avaló que muchos religiosos sufrieran los embates de la radicalización revolucionaria. Cerca de 130 prelados debieron abandonar la Isla en 1961, aunque este tipo de medidas no fueron necesariamente azuzadas por una hostilidad de principio hacia la religión, sino más bien por la actitud, considerada “antirrevolucionaria”, que mantuvieron muchos hombres de Iglesia. No obstante, como en otros aspectos, la actitud de Castro evolucionaría con el tiempo. Frente a la difusión de las influencia de la Teología de la Liberación y a las conclusiones de la Conferencia de Medellín de 1968, la mirada, antes tan reacia, hacia la función social del cristianismo se alteraría.
En su largo periplo chileno de finales de 1971, Fidel Castro no solo se dio el tiempo de conversar largamente con los llamados “Cristianos por el Socialismo”, sino que se reunió incluso con el Arzobispo Raúl Silva Henríquez, de cuyas manos recibió un conjunto nada despreciable de biblias destinadas a ser repartidas entre la población cubana. En la década de 1970, no era inusual oír de los labios del Primer Secretario del Partido Comunista Cubano alambicadas elucubraciones sobre la significación ideológica del mensaje de Cristo. En la actualidad, contrariamente a las constataciones oportunistas de Donald Trump, la libertad religiosa ya no constituye un real problema en la Isla.
Las características de la vida privada de quien fuera uno de los grandes protagonistas del siglo XX reflejan igualmente sus constantes vaivenes y el inconformismo latente ante una determinada condición. Progenitor de un número aún impreciso de hijos, concebidos por diversas compañeras todas ellas opacadas por la figura imponente del amante, Fidel Castro siempre escondió minuciosamente las escenas de su vida doméstica (que, frente a la incansable dedicación consagrada a su actividad pública, no debieron haber sido tan frecuentes).
Lo que sí sabemos es que cinco de sus hijos nacieron producto de su larga relación con Dalia Soto, a quien conoció siendo una joven alfabetizadora en los años 60, pero con quien solo se atrevió a formalizar su relación luego del fallecimiento anticipado de su eternamente leal secretaria, Celia Sánchez. De su obsesivo amor por esta última, camarada ineludible desde los tiempos de la Sierra Maestra, mucho se ha especulado; es probable que la fidelidad que los ataba tan profundamente no estuviera ni siquiera basada en una sistemática actividad sexual, pero de lo que no cabe duda es que la esmerada Dalia Soto tuvo que esperar la desaparición de quien fue probablemente la mujer más importante en la vida de Fidel Castro para normalizar su vínculo con el que muchos llamaban “el Caballo”, por su ímpetu arrogante ante la vida. Los cinco hijos que tuvieron juntos llevan todos un nombre iniciado por la letra A, como el propio padre de Fidel y Raúl, Don Ángel, un terrateniente español de quien el “Líder Máximo” solía renegar en un principio, pero cuya figura tendió a ser progresivamente reivindicada en sus entrevistas posteriores (otro signo de inestabilidad asociado, esta vez, a su relación familiar, complejizada aún más por las exaltadas declaraciones efectuadas desde Miami de su hermana Juanita, acérrima opositora del proyecto castrista).
En fin, englobar la figura inabarcable y determinante de Fidel Castro en una categoría definida que dé sentido a su atormentada biografía no tiene a nuestro juicio mucho sentido. Innumerables conceptos han sido utilizados para entender el proyecto del “último de los revolucionarios”, como titulaba hace unos días el periódico El País: “antiimperialista”, “tercermundista”, “comunista”, “latinoamericanista”, “marxista”, “internacionalista”, “martiano”, “nacionalista”, son todas nociones que explican parte del carácter de Fidel Castro, pero que no dan perfectamente cuenta del conjunto de su larga evolución. Interrogarnos sobre la figura del líder latinoamericano más relevante e influyente de la segunda mitad del siglo XX es hoy en día indispensable.
Creemos, sin embargo, que para intentar adentrarnos en su compleja personalidad y proyecto ideológico debemos evitar identificarlo a una idea absoluta y totalizante -como tan obsesivamente muchos historiadores han intentado, aunque en vano-. Cada uno de estos posibles conceptos, muchos de los cuales eran referencia obligada en el clima anacrónico de la Guerra Fría, iluminan facetas del fallecido líder, pero ensombrecen otras. Incalculables biografías y estudios de todo tipo han sido dedicados a analizar el proyecto castrista. Superar el lugar común, ir más allá del prejuicio reiterado o del cliché que no conduce a nada, constituye la mejor contribución que podemos hacer al entendimiento de la historia del siglo XX cubano y universal. Debemos pensar a Fidel Castro sin esquemas, porque él no actuaba en esos términos, con sus ambigüedades, repliegues y evoluciones. Fidel Castro como era, un “fidelista”.