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Pérdida de humanidad

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Manfred Svensson
Por : Manfred Svensson Profesor de Filosofía
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La historia del niño torturado hasta la muerte por cuatro adultos –una historia que en Chile importa menos que la muñeca inflable regalada al ministro– ha vuelto a poner sobre la mesa la pregunta respecto de cómo lidiamos con el mal. La cuestión de si él antes violó o no a otra niña –como si eso pudiese volver justo lo que padeció– es en realidad secundaria. Lo que la historia ha sacado a la luz es a lo que estamos dispuestos si es que lo hizo, si es que pertenece a la categoría de los monstruos. Quien no haya leído el notable ensayo de Rafael Gumucio sobre la inocencia –escrito tras la ejecución de los leones del zoológico de Santiago– debe correr a hacerlo: en nuestra fascinación con la inocencia ya no sabemos cómo lidiar con quienes se han situado más allá de ella. “Que caiga sobre ellos todo el peso de la ley”, es solo el primer paso; la detención ciudadana es el segundo; en el tercero, que ahora presenciamos, la pérdida de toda humanidad ya está completamente a la vista, de modo palpable ante nuestros ojos.

Un mundo de inocentes por un lado y monstruos por el otro, eso es lo que imaginamos. Por un lado, está esa porción de la humanidad sobre la que no nos atrevemos a juzgar; por otro, los que reconocemos como malos tienen que ser totalmente malos. ¿Quién pertenece a esta segunda categoría? Hace unas décadas solo sabíamos decir “Hitler” al ser interrogados por alguien malo. Algo hemos expandido ahora nuestra lista de monstruos: para algunos se trata de la humanidad completa, para otros de una sección de ella –el violador, el torturador, el pedófilo, esos son los que se han puesto más allá de la humanidad–. También los enfermos terminales encerrados por crímenes de lesa humanidad ilustran bien la situación: si los tratáramos humanamente, ¿no corremos el riesgo de sacarlos del grupo de los monstruos? Antes que eso preferimos convertirnos en monstruos nosotros mismos.

[cita tipo= «destaque»]Así en realidad nunca hay que hacerse cargo del mal: si es real, está totalmente fuera de nosotros, en personajes monstruosos e incomprensibles con los que nosotros, comunes mortales, no tenemos nada que ver. Maniqueísmo puro y duro. Y hay que pensar en lo que esto significa para la práctica de la tolerancia.[/cita]

Así en realidad nunca hay que hacerse cargo del mal: si es real, está totalmente fuera de nosotros, en personajes monstruosos e incomprensibles con los que nosotros, comunes mortales, no tenemos nada que ver. Maniqueísmo puro y duro. Y hay que pensar en lo que esto significa para la práctica de la tolerancia. Como los males de tamaño menor ya no nos atrevemos a tratarlos como males, son objeto de indiferencia en lugar de tolerancia; los males grandes, en cambio, son tan enormes que solo pueden ser tratados como objeto de repulsión o indignación, nuestra justa indignación. Quien quiere conocer la inhumanidad que brota desde esa perspectiva, solo tiene que leer la sección de comentarios de cualquier medio de prensa. Otros, como el niño torturado por doce horas, la conocen en carne propia.

Desde luego que mil y una aristas se cruzan en estas materias, desde el descontento con las instituciones que imparten justicia hasta el derrumbe de los hogares en los que se debe educar en humanidad. Pero una dimensión que lo atraviesa todo es el modo en que queramos lidiar con el mal, en las variadas formas, desde la paciencia y el reproche hasta el castigo. ¿Que hay grados de maldad y que eso justifica tratos distintos? De eso no cabe duda; pero lo que hay que recuperar es precisamente esa mirada gradual del mal, contra nuestra división entre inocentes y monstruos. Una buena dosis de enseñanza calvinista sobre la depravación del hombre no le haría mal a nuestro país: entender que no hay abismo alguno que nos separe de los otros hombres, que siempre se trata de la convivencia entre personas con manos sucias.

Nuestra situación clama al cielo por una adecuada mirada al mal, por un trato humano entre los que no somos inocentes. Es una mirada que inevitablemente tiene que ser también, y antes, una mirada al  bien. Tal vez no se pueda dar tal paso sin volver a aprender a mirar al pedófilo, al torturador y al violador como imagen de Dios. Pues si vamos a lidiar humanamente como el mal, tenemos que ser capaces de abrir la mirada al bien en el que reside. De lo contrario, ya está a la vista a qué punto podemos llegar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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