Lo mismo es válido para la actitud de los parlamentarios de Chile Vamos. En su afán por bajar a Guillier de las encuestas, no se han percatado del alto precio que están pagando: ir en contra de las bases culturales del modelo de sociedad que ellos mismos pretenden sostener. Cuando la utopía neoliberal postula una sociedad constituida por un conjunto de unidades-empresa relacionadas entre sí, carece de lógica criticar a alguien por encarnar dichos postulados durante dos décadas.
Durante la semana pasada se dio a conocer una investigación que reveló que el senador Alejandro Guillier utilizó una figura tributaria que le permitió facturar como empresa en sus respectivos lugares de trabajo por más de 20 años, período en el cual hizo pasar rentas de trabajo como rentas de capital. Como era de esperar, al día siguiente un grupo de diputados de Chile Vamos solicitó al director del SII que se investigue el eventual ilícito asociado al no pago de impuestos. Lo increíble de esto último no es tanto el hecho de que la derecha aparezca como paladín de la justicia tributaria, sino que, aún más, la profunda contradicción cultural que subyace a su requerimiento.
Generalmente, cuando se analiza la transición chilena, el foco tiende a ponerse en tres aspectos fundamentales: en lo económico, la gestión y perfeccionamiento del modelo neoliberal heredado de la dictadura; en lo político, el carácter elitista de un pacto transicional que tendió a la desideologización y al “consensualismo”; y en lo cultural, el arribo del individualismo producto de una integración social estructurada sobre la base del mercado. A estos tópicos recurrentes que sintetizan las principales características del período se suma, sin duda, la centralidad de la figura del empresario.
Este último fenómeno ha estado asociado a un relato identitario que cobró fuerza gracias al éxito macroeconómico de los últimos años de la dictadura y la primera década de los gobiernos de la Concertación, y que, a grandes rasgos, postulaba que el carro de la modernización era tirado por los empresarios. En este contexto de alto crecimiento se vuelve posible la emergencia de una serie de construcciones simbólicas que relevan el presunto carácter excepcional de la modernización nacional, el rol de modelo para las economías de la región y el éxito indiscutido que, inevitablemente, llevaría al país al desarrollo. Como epítome de este espíritu, está la idea de Chile como “jaguar” de América Latina o, más recientemente, la existencia de un “Chilean way”.
[cita tipo= «destaque»]Quizás deban poner más atención al actual ministro de Hacienda, quien, el mismo día que se destapó lo de Guillier, sostenía lo siguiente: “Tenemos que trabajar para que ser empresario, ser emprendedor, (…) sea bien visto. (…) O sea, es muy difícil que un país se desarrolle si los que tienen que tirar el carro del crecimiento, que son gente que va a inventar negocios nuevos, no sea visto con respeto y con cariño por todos”.[/cita]
Independientemente de la etiqueta que se utilice, lo central en esta narrativa es que posibilitó el desplazamiento de la concepción tradicional del empresario como agente de explotación hacia una concepción del empresario como agente del bien común. Así, no solo el empresario era valorado positivamente, sino que se constituía en un modelo, en una fuente de identificación nacional. Sin embargo, se ha sostenido que esta narrativa ha perdido su eficacia debido a los casos de colusión y la concentración de la riqueza. No por nada, la reciente encuesta CEP muestra que solo un 15% de la población confía mucho o bastante en las empresas privadas. Pero ¿se puede simplemente decir que está narrativa ha caído? No, nada más lejos que eso.
Lo que ha venido ocurriendo, desde hace al menos una década, es la “democratización” de esta narrativa bajo la figura del emprendimiento. Esto implica que, si antes había un segmento de la población que tiraba el carro de la modernización, hoy todos pueden tirarlo, dado que todos somos empresarios. Y esto es así en tanto que la racionalidad empresarial funciona sobre el propio sujeto, independientemente de si este ha iniciado actividades o no, ya que, bajo el signo del emprendimiento, todo sujeto está permanentemente acumulando capital humano (ya sea en forma de salud, educación, etc.), vale decir, está gestionándose como si fuese una empresa. Este fenómeno ya estaba presente, por ejemplo, en el temprano análisis de Foucault, para quien el objetivo de la política neoliberal estaba en la multiplicación de la forma-empresa dentro del cuerpo social.
El peso cultural del emprendimiento es bastante manifiesto. Según el Reporte Nacional 2015 del Global Entrepreneurship Monitor, en Chile el 50% de la población no involucrada en actividades emprendedoras manifiesta interés por crear un nuevo negocio en los próximos tres años, mientras que el país destaca dentro de la OECD como la economía que presenta la mayor prevalencia de personas adultas que se declaran emprendedoras. Por otra parte, según el Ministerio de Economía, Fomento y Turismo, en Chile se crean 140 empresas al día y existen 1.865.860 emprendedores, de los cuales el 97% son microemprendedores, el 51% opera de manera informal, el 46% gana mensualmente entre $0 y $225.000 y el 74% corresponde a empresas unipersonales.
Ahora bien, dejando a un lado el escaso sustento material que posee el discurso del emprendimiento en nuestro país, parece evidente la contradicción cultural detrás de las críticas a Guillier. Por ejemplo, Michel Jorratt sostuvo que la figura tributaria utilizada por Guillier constituía evasión de impuestos, ya que “las rentas del trabajo se gravan con el impuesto de segunda categoría”, dado que estaríamos hablando de una persona que realiza un trabajo “que no requiere capital”. ¿No es esto acaso profundamente contradictorio con el discurso del emprendimiento? Bajo los postulados de este último, no existe nada parecido a un trabajo que no requiera capital, dado que para la racionalidad empresarial todo consumo es un input que posibilitará un determinado output. No digo que no exista infracción a la ley, que perfectamente puede haber, sino simplemente que Guillier se movía bajo los designios de lo socialmente esperable para todo sujeto-empresa, aquel sujeto cuyo cuerpo es inseparable del capital.
Lo mismo es válido para la actitud de los parlamentarios de Chile Vamos. En su afán por bajar a Guillier de las encuestas, no se han percatado del alto precio que están pagando: ir en contra de las bases culturales del modelo de sociedad que ellos mismos pretenden sostener. Cuando la utopía neoliberal postula una sociedad constituida por un conjunto de unidades-empresa relacionadas entre sí, carece de lógica criticar a alguien por encarnar dichos postulados durante dos décadas. Quizás deban poner más atención al actual ministro de Hacienda, quien, el mismo día que se destapó lo de Guillier, sostenía lo siguiente: “Tenemos que trabajar para que ser empresario, ser emprendedor, (…) sea bien visto. (…) O sea, es muy difícil que un país se desarrolle si los que tienen que tirar el carro del crecimiento, que son gente que va a inventar negocios nuevos, no sea visto con respeto y con cariño por todos”.