No se conoce muy claramente el diagnóstico que ha llevado a las autoridades nacionales de educación a recrear bajo una nueva categoría viejos cánones de discriminación ante las oportunidades que se proveen desde la educación pública a ciertos grupos de la población escolar, buscando legitimar un tratamiento privilegiado sobre la base de supuestos méritos que dichos estudiantes reunirían y que por cierto otros no cumplirían para acceder a una educación de mejor calidad.
Nuestro país, desde sus tempranos pasos independentistas, instaló procesos de selección escolar que han regido las oportunidades educativas de la población, ofreciendo a hijos e hijas de las élites políticas y sociales de cada época las mejores oportunidades educativas que por cierto no están disponibles para la gran mayoría de la población, cuestión que además de ser «chiste repetido», es más bien el testigo de visiones clasistas que deberían estar lejos de los principios del actual gobierno, al menos en sus propósitos declaradamente progresistas.
A falta de argumentos que justifiquen este trato inequitativo, y más allá de que una ley lo imponga o que ya existen estas instituciones y hay que «hacer algo por ellas», que no son suficientes para desatender la política educativa de la gran mayoría de los estudiantes de este país,
Es la ocasión propicia para profundizar en un tema importante del vivir juntos, preguntándonos cómo un tema como este, liceos para la elite, que referencialmente atienden a la población escolar menos vulnerable del sistema público, salvo excepciones, distraiga recurrentemente tantos esfuerzos públicos, en vez de destinarlos a resolver los problemas que aquejan a la gran mayoría de los estudiantes de enseñanza secundaria pública, que no se solucionan con 62, 80 o 100 establecimientos escolares de alta calidad, en un universo de más de 2.200 establecimientos, sino mediante una política de educación publica sólida, adecuada y pertinente con las oportunidades educativas de la población, algo más ausente que presente en esta ultima década en la políticas educativas implantadas en el país. Muestra de ello, el estancamiento de los resultados en las diversas pruebas nacionales e internacionales.
Antes que los partidarios del Gobierno salgan a defender «la obra gruesa», y argumenten acerca de lo inconducente de estas palabras o de la falta de comprensión de lo que se ha realizado, es bueno preguntarse porqué el Estado en forma sistemática trasgrede en su actuar, lo que por otra parte defiende con vehemencia. Es decir, tenemos un Estado que -a la vez- es defensor y trasgresor del derecho a educación de calidad, y sería bueno preguntarse ¿a qué responde este fenómeno?
No es sorpresa para nadie que el Estado recibe en forma permanente presiones de actores políticos, sociales, religioso, empresariales, etc., y que el «bien común» suponiendo que pudiese ser precisado como tal, no es razón suficiente para explicar sus decisiones. Las élites de distinto tipo se las han arreglado en forma recurrente para proteger sus intereses fundamentales y armonizarlos con las reformas que se han ido instalando.
Es bueno preguntarse también por qué se promuevan y aún más, se aprueben leyes que implican el cierre de establecimientos educacionales que no logren ciertos resultados, sin obligar en el mismo acto al Estado a proveer todos los recursos financieros suficientes y de manera oportuna, que sustenten la generación de oportunidades educacionales al más alto nivel para toda la población escolar según sus necesidades.
[cita tipo=»destaque»]El debate sobre qué establecimientos son de alto rendimiento, es una discusión para la élites que más que nada debería avergonzarnos como ciudadanos de un país democrático, por ofrecer solo a unos pocos y no a toda la población escolar, una educación de alta calidad, política que ciertamente sería positivo que lideraran nuestras autoridades sectoriales.[/cita]
Sin duda, más allá de los encendidos discursos que comparan la realidad de años precedentes con la situación actual, en los hechos, el Estado (nacional y subnacional) no ha implementado de manera sistemática políticas de equidad de oportunidades educativas.
Insólitamente en Chile no tenemos estudios de costos validados y generalizables que nos permitan definir cuál es el monto real de los recursos que deben proveerse a un establecimiento escolar, según el tipo de alumnado que atienden, traduciendo esto a un valor del subsidio por grado de vulnerabilidad del estudiante que permita garantizar los estándares escolares que se les exige alcanzar, Sin embargo, y de allí lo increíble, es que un establecimiento escolar al no logar los resultados demandados (aunque los recursos no alcancen objetivamente para ello) podría ser cerrado, lo que no solamente es un contrasentido ético, sino que además una irresponsabilidad social, ya que nada garantiza que un nuevo sostenedor escolar, de existir por cierto en ese territorio, podría obtener resultados mejores sino cuenta con los recursos adecuados para ello.
Por ende, sería razonable poner el debate en este contexto, entendiendo, como señaló Peña (2017), «que lo público es una esfera de asuntos que obliga a la imparcialidad, a cuidar todos los intereses y puntos de vista en juego, sin que quien adopta la decisión pueda esgrimir nada más que su voluntad como fundamento de la misma».
Adicionalmente podríamos señalar que de beneficiar expresa y tendenciosamente a alguien o aun grupo de personas, bajo el principio de lo público (de la diferencia siguiendo a Rawls), debería ser a aquel estudiante que de no contar con este apoyo del Estado no podrá superar su condición de vulnerabilidad (injusticia) y bajos resultados en la cual se encuentra. Esto es, de no mediar la afirmación (discriminación) positiva que se hace, este estudiante no podría por si mismo ni con los recursos de su familia alcanzar los resultados educativos esperados.
Atendiendo los principios de lo público y de la diferencia, tendría sentido hablar de una política de educación pública para quienes quieren ir más rápido o saber más, si efectivamente los resultados educativos fuesen causados en medida importante por el esfuerzo del estudiante, partiendo de la base que todos habrían tenido oportunidades educativas más menos similares, entonces las diferencias se deberían a ese factor, el esfuerzo del estuante, el que sería razonable premiar. Lo cual por cierto no ocurre, una de las principales características de la desigualdad en Chile es que la provisión de estas oportunidades es muy dispar en materia de calidad según en nivel socio económico de la familia, favoreciendo – huelga decir- a los más pudientes.
Los estudios en Chile sobre resultados escolares en las pruebas SIMCE, TIMSS, PISA y otras confirman que entre un 60 a 80% de los resultados son atribuibles al origen socioeconómico del estudiante y su familia (capital social y económico) y un porcentaje no superior al 20% al establecimiento escolar (es decir a la corrección que hace el sistema educativo de las diferencias sociales), y por ende muy poco se debería directamente al esfuerzo del estudiante. Por lo tanto, si hay algo claro en nuestro país, en esta serie de resultados escolares de 30 años, con regularidades que no pueden deberse al azar o la mala suerte u otros factores incidentales, es que el sistema educativo chileno en todos los rangos sociales -de pelucones a pipiolos, pasando por los proletarios- hace un aporte magro a la calidad de los resultados educativos del estudiante, correspondiendo en su gran mayoría los logros alcanzados al origen socioeconómico de su familia, de allí esta frase tan dura que dice. «dime donde naciste, al establecimiento escolar que fuiste y el nivel educacional de tus padres y podemos predecir, con bastante certeza hasta donde podrás llegar».
Ahora bien, esta discusión se da en un contexto país de una gran desigualdad de oportunidades en salud, educación, acceso al mercado laboral, etc., entre Santiago y las regiones, y luego entre las capitales regionales y provinciales, y entre las áreas urbanas y rurales. Desigualdad que tiene un correlato histórico tan potente que los santiaguinos suelen entender como «natural» estas diferencias, o sencillamente ni siquiera se preguntan por la «justicia» que representan, las que de hecho son provocadas esencialmente por el centralismo a ultranza de este país.
Por eso el debate sobre qué establecimientos son de alto rendimiento, es una discusión para la élites que más que nada debería avergonzarnos como ciudadanos de un país democrático, por ofrecer solo a unos pocos y no a toda la población escolar, una educación de alta calidad, política que ciertamente sería positivo que lideraran nuestras autoridades sectoriales.