La defensa de la república democrática, como consolidación institucional de la voluntad popular, es también fundamental para evitar la piedra de tope con la que parecen haber tropezado varias iniciativas de cambio desde la izquierda en América Latina: el abandono progresivo de los principios republicanos de difuminación institucional del poder. En una verdadera democracia republicana ningún interés privado, ya sea de una persona o un grupo de personas organizadas, debiese sentir que su proyecto político necesariamente se mantendrá en el tiempo. Solo el interés público tiene esa garantía.
El tercer cómputo del conteo de votos muestra una clara tendencia, anunció el Servel. En contra de los pronósticos de las encuestas y los vaticinios de los opinólogos de la plaza, el Frente Amplio sorprende y habría obtenido una inesperada victoria. Ya algunos lo empiezan a relacionar con el reciente surgimiento de nuevas fuerzas políticas en el mundo. Los adherentes del nuevo gobierno salen en masa a celebrar el inesperado resultado. A las entusiastas celebraciones durante la noche, les sigue un día que trae una gran y difícil pregunta: ¿ahora qué?
Obviamente, cuesta bastante imaginarse este escenario para el Frente Amplio un día de noviembre de este año, pero, sin caer en un voluntarismo optimista e ingenuo, vale la pena ponerse en este escenario para empezar a construir un relato coherente, no solo con ser una coalición que pueda ganar elecciones, sino que pueda gobernar exitosamente. Aunque sea, por ahora, con meros objetivos argumentativos, intentemos resolver programática y comunicacionalmente esta pregunta: ¿y si esta vez ganamos?
Este ejercicio es importante para poder construir un referente transformador con incidencia real, lo que requiere de alianzas amplias, pero con límites claros.
Por un lado, construir un referente que pueda avanzar decididamente hacia los cambios, sin tener fuerzas en su interior que empujen en la dirección contraria. Este es el problema que presenta hoy la Nueva Mayoría en varios de los partidos que la componen.
Por otro lado, y con igual importancia, es necesario superar otro aspecto: el gusto por la derrota, aspecto tan nocivo al interior de una alianza como el primero. Esto es, la existencia de grupos pequeños que, rodeando el poder, enfrentan los procesos electorales con la vocación del martirio. Y, aunque parezca extraño, en la derrota también se puede encontrar placer y la reconfortante conciencia del purismo. Ese gusto por la derrota para reivindicar el purismo, en alguna medida, existe en todos nosotros y es imperioso superarlo en nuestras iniciativas para que estas tengan verdadera vocación de mayorías.
¿Es el Frente Amplio un espacio de radicalidad o de transversalidad? ¿Es una reivindicación de una tradición de izquierda o una emergencia de nuevas fuerzas y sujetos políticos? Una y otra categoría del adversario es una trampa. La única respuesta que pudiera impugnar el tablero y darles posibilidad de victoria a estas fuerzas ante esas disyuntivas es responder con un “ninguna y ambas”.
Este rechazo a jugar en la cancha que delinean los conceptos del adversario ha nacido de un largo proceso de aprendizaje. Tenemos demasiadas experiencias poco exitosas de intentos de emergencia, como el caso del Juntos Podemos o Todos A La Moneda, al punto que podría parecer que la ley general de la política es que lo pequeño tiende a empequeñecerse y lo grande a mantenerse. La diferencia entre perder con un 3% o 5% es casi irrelevante, mientras que la diferencia entre perder con el 49% y ganar con el 51% es crucial. Las alianzas del 5% suelen ser, por lo mismo, bastante inestables, en términos relativos. La pregunta es cómo no nos quedamos entrampados en las interminables peripecias, con cíclicas uniones y quiebres, que suelen marcar la política del 3 al 5%. La pregunta es cómo transitamos hacia devenir mayoría.
El relato (y el programa) de una coalición que piensa en el triunfo electoral debe ser marcadamente diferente a aquel de una coalición testimonial, por varios elementos, pero uno de los más importantes es que debe pensar la política más allá del estado de excepción, para incorporar también estados de construcción. El poder para construir obliga a incorporar también una dimensión estable, de gestión e implementación, tan importante como aquella que consiste en imaginar el sentido del cambio, aun cuando, quizás, sea menos alegre y algo más aburrida.
[cita tipo=»destaque»]Al revés de lo que pretenden los conservadores de derecha y de la Tercera Vía, no hay contradicción entre más democracia y más orden republicano. Los que han consolidado una democracia de baja intensidad, con una enorme concentración del poder, son en realidad los que han puesto en riesgo el orden republicano, incentivando el descontento y el desorden.[/cita]
Si bien puede ser improbable que el Frente Amplio obtenga la victoria en estas elecciones, esta primera disputa podría marcar la naturaleza y las posibilidades de sus esfuerzos futuros. Entremos, pues, de lleno a confrontar los desafíos de la política de construcción. En esta columna, se abordarán dos de esos elementos: la tensión Estado-mercado y la tensión democracia-orden, pero obviamente hay muchos más que discutir.
En el posicionamiento habitual del tablero político los dos extremos se enfrentarían en el eje Estado-mercado con la izquierda en la polaridad de Estado, mientras la derecha se encontraría en la polaridad del mercado. Esta disposición de las fuerzas le permite al defensor de la Tercera Vía ubicarse cómodamente en un “punto medio” entre ambos extremos. Un punto medio que, en realidad, implica por un lado subsidiar por medio del Estado al mercado, haciendo rentables “soluciones privadas a problemas públicos” y, a la vez, tener un Estado que funcione a la usanza del mercado.
El resultado es que los derechos sociales básicos terminen funcionando con lógicas de mercado. Ya sea por proveedores privados de educación, vivienda o seguridad social, subvencionada por el Estado, o proveedores estatales como una AFP estatal o un canal estatal, obligados a autofinanciarse y comportarse con lógicas de mercado y competencia. La promesa de esta Tercera Vía es conjugar lo mejor del mercado, su capacidad de asignar eficientemente recursos, con el Estado, su control democrático.
En realidad, lo que ocurre es que, habiendo sustituido las contradicciones entre Estado y mercado, emerge el monstruo de un mercado sin las menores concesiones democráticas. En lugar de juntar lo mejor de ambos mundos, se termina con lo peor. Esto es cierto no solo para los derechos sociales, sino que se extiende al modelo productivo en su conjunto. Qué mejor ejemplo que el caso de la privatización de SQM para “evitar que se apoderen de ella operadores políticos”, como supuestamente ocurre con las empresas estatales y que es el tradicional argumento pro privatización y anti-Estado empresarial. La minería no metálica en Chile ha terminado con el peor de ambos mundos: ineficiencia sin control democrático. Un espacio plagado de operadores políticos, sin necesidad de política.
Ante eso nuestra apuesta debiese ser ni mercado lucrando con fondos estatales ni Estado funcionado con lógicas mercantiles. Lo importante es la sociedad, es la democracia, es lo público. Tanto para los derechos sociales como para el modelo productivo, lo relevante no solamente es la propiedad, sino también las lógicas de funcionamiento. Por ello debemos apuntar hacia un Estado garante de derechos, que se vea comprometido con el control democrático y la universalización de derechos y, a la vez, un Estado emprendedor con planificación de largo plazo, que se proyecte en una herramienta de desarrollo y superación de esquemas de dependencia y extractivismo sin valor agregado. Poner fin a la aberración de un crecimiento económico a costa de nuestros derechos y enraizado en el extractivismo improductivo.
Los que creemos en otra forma de alcanzar el desarrollo tenemos que dejar de tener miedo a hablar del modelo productivo. Por demasiado tiempo hemos reducido nuestras luchas al, relativamente cómodo, porque es inequívoco, espacio de la lucha por los derechos sociales. Es hora de que, junto con luchar por esos derechos, nos apropiemos también de conceptos como eficiencia y productividad. No solo nuestro camino es más democrático, sino que representa además un salto hacia un modelo de producción con un crecimiento más sostenible en el tiempo y, en el largo plazo, una economía más productiva.
Una fuerza de resistencia tal vez pueda obviar estos temas, pero una coalición que busque dotar de un rol protagónico a la propiedad colectiva y al Estado necesita preocuparse de que se haga con especial cuidado por una gestión eficaz y un Estado moderno. Un Estado que no sea botín de los intereses de turno, sino un verdadero motor de desarrollo.
En definitiva, no solo disputarles a los defensores de la Tercera Vía y la derecha ortodoxa el ámbito de la distribución de riquezas y acceso a los bienes, sino que también la forma de producir esos bienes. Nuestra propuesta es, en el sentido más amplio de la palabra, desarrollista. Los que han boicoteado la democratización de nuestra economía, anteponiendo los intereses de un élite extractivista e improductiva, ellos son los verdaderos partidarios del antidesarrollo.
En la conceptualización dominante, el “exceso” de democracia genera caos, y nuestras fuerzas se caracterizarían por un ciego intento de abrir los espacios del poder, sin consideración por los aspectos de la ponderación y el adecuado ordenamiento. Ante eso, nuestra apuesta debiese ser una difícil para algunos en la izquierda: recuperar y reivindicar la república para el pueblo.
Cuando algunos con cierta ingenuidad buscan atacar el adversario tildándolo de “partido del orden”, están cediendo la mitad de la batalla de antemano, regalando, sin ninguna razón, el atributo del orden. Lo cierto es que la república democrática y la ley son claves para el pobre. Las luchas de reivindicaciones de los trabajadores, a lo largo de nuestra historia, se han plasmado en nuestras leyes, al igual como lo han hecho los demás derechos sociales que se han ganado. La ley al servicio de las mayorías es una de las armas más importantes en la lucha por una sociedad más democrática. Al poderoso le basta con el orden que impone la ley del más fuerte.
La defensa de la república democrática, como consolidación institucional de la voluntad popular, es también fundamental para evitar la piedra de tope con la que parecen haber tropezado varias iniciativas de cambio desde la izquierda en América Latina: el abandono progresivo de los principios republicanos de difuminación institucional del poder. En una verdadera democracia republicana ningún interés privado, ya sea de una persona o un grupo de personas organizadas, debiese sentir que su proyecto político necesariamente se mantendrá en el tiempo. Solo el interés público tiene esa garantía.
Por eso el Frente Amplio, si quiere ser exitoso en su objetivo de radicalidad democrática, deberá ser respetuoso de la división de poderes en el Estado, de los espacios de expresión, representación y disputa con la oposición y las minorías, de la necesidad de desconcentrar liderazgos y evitar la permanencia prolongada de una persona en el cargo. Cuando se gana sin estos principios, más temprano que tarde se descubre que el poder concentrado siempre tiende a la corrupción y la decadencia.
Al revés de lo que pretenden los conservadores de derecha y de la Tercera Vía, no hay contradicción entre más democracia y más orden republicano. Los que han consolidado una democracia de baja intensidad, con una enorme concentración del poder, son en realidad los que han puesto en riesgo el orden republicano, incentivando el descontento y el desorden.
Este año 2017, que representará el primer desafío electoral del Frente Amplio, es una instancia de definiciones y precisiones para esta naciente coalición. Si bien es improbable en estas elecciones, corresponde ponerse en el escenario de un eventual triunfo, al momento de construir nuestro relato y programa. No para llenarnos de ingenuo optimismo o autoengaño, sino que en aras de un realismo de mediano y largo plazo que reconoce las restricciones de una movilización basada en la rabia y su tendencia a la marginalidad del 5%. Solo tornando plausible y factible la esperanza, se puede convencer y movilizar a las mayorías, incluidas algunas fuerzas progresistas, que hoy están aliadas con sectores continuistas. Si algo queda de esta columna, ojalá sea la defensa de la importancia de la “política aburrida”, la de la gestión, de la implementación eficaz.
La forma que está adoptando el incipiente trabajo programático del Frente Amplio es una buena señal que pareciera indicar el comienzo de un esfuerzo inédito para combinar profundos cambios con responsabilidad y aplicabilidad. Un programa sobre la base de una sólida soberanía popular y democrática, republicana y desarrollista. Un programa que da esperanza.