La inquietud de Rivera parece ser esta: cuando la participación democrática resulta ordenada según el principio republicano y sus instituciones, entonces el riesgo consiste en que surjan formas de populismo reaccionario. No nos explica cómo algo así puede ocurrir. El nexo causal es dudoso. Ni en Alemania ni en España, por ejemplo, han ocurrido fenómenos similares, y los sistemas de participación y república son bastante parecidos a los que rigen en el Reino Unido y Estados Unidos.
En una reciente columna, Eugenio Rivera comenta el “Manifiesto republicano”. Más allá de sus críticas a la derecha chilena (economicismo, ligazón a la dictadura y al gran empresariado, énfasis en la gestión), que en parte comparto, creo que su diagnóstico respecto del texto –“preocupante”, lo llama– incurre en errores de apreciación que impiden atender a su intención y significado.
Lo que proponemos en el “Manifiesto” –y de lo que Rivera no parece percatarse– es esto: alcanzar un punto medio entre, de un lado, el populismo asambleísta que termina corroyendo a la república por la vía de saltarse o capturar los mecanismos institucionales, y, del otro, la tecnocracia economicista, que acaba exacerbando el individualismo, apoyada en institucionalidades que constriñen la participación popular.
Se trata de recuperar la consciencia sobre la insoslayable tarea de la comprensión política. Ella se encuentra ante una comunidad previa, la nación o el pueblo, como punto de partida de cualquier ejercicio de articulación. El elemento popular y telúrico, dotado de una historia y de un destino compartido, una cierta identidad en los cambios, que se va nutriendo de lo diverso (de olas inmigratorias, de mutaciones en los modos de vida), es el substrato inicial al cual la política debe atender. Puesto el hecho de que ese pueblo se encuentra enfrentado a un contexto y afectado por tensiones internas, es menester darle una forma de expresión organizada e institucional.
Entonces, el desafío de una comprensión política pertinente consiste en algo así como, considerando el elemento popular, sus pulsiones y anhelos, ofrecerle cauce en una institucionalidad dotada de ciertos grados de permanencia.
Dos son, así, los principios en tensión en una comprensión política pertinente: el nacional-popular y el republicano.
El principio nacional vela por que efectivamente las pulsiones y anhelos populares encuentren reconocimiento. Para eso se requiere de espacios de encuentro y de participación, tanto en el poder en un sentido funcional como territorialmente. También se necesita contar con autoridades comprometidas con visiones y discursos atentos y sofisticados, a tal punto que sean capaces de dar caminos de sentido a esas pulsiones y anhelos.
Sin embargo, si la convivencia ha de ser algo distinto a un asambleísmo y una movilización desbordantes o al caudillismo, es menester organizar la vida política según el principio republicano de la distribución del poder: en el Estado, en la sociedad civil, entre el Estado y la sociedad civil.
Pueblo sin institucionalidad fuerte deviene populismo ciego; institucionalidad sin capacidad de dar cauce efectivo a las pulsiones y anhelos populares, vacías fórmulas de imposición subsumidora y, en último término, opresiva. Me parece que ahí están los dos extremos entre los que toda política republicana y democrática debe mediar, y de los cuales, también, debe intentar distanciarse. Este es el núcleo, por llamarlo de algún modo, hermenéutico del “Manifiesto”.
[cita tipo=»destaque»]Rivera nada dice del otro riesgo: que, debido a la fragilidad de las instituciones, la vía del asambleísmo democrático termine pasando por sobre el marco republicano, sin el cual se puede caer en regímenes quizás menos deseables aún, como los de Venezuela o Ecuador. La alternativa que sugiere Rivera no es pertinente, pues, en su temor al extremo institucionalista, tiende a caer en el otro término de la tensión.[/cita]
Rivera reconoce acertadamente la acentuada importancia que se le atribuye en el documento a la política respecto de la economía (y en esto el “Manifiesto” viene a replicar lo que se indica en un texto previo, a saber: la “Convocatoria política”, aprobado a comienzos de 2016 por el Consejo Político y las directivas de Chile Vamos). Pero le formula una crítica de fondo, que podría describirse como sigue: el “Manifiesto” destaca la idea de república, mas soslaya la de democracia.
La democracia quedaría, a su juicio, preterida de varias formas:
1) Porque se la concebiría “como un sistema desvalido”, cuando no hay “instituciones que la impulsen y la aseguren”. Ello obstaría –de una misteriosa manera, hay que decirlo– la “capacidad” del pueblo de adoptar sus propias decisiones.
2) El documento no indagaría en modos de perfeccionar “los mecanismos representativos”. Tampoco en la forma de complementarlos mediante dispositivos de “democracia directa”; rechazaría “la idea de que el país se dé una Constitución en forma democrática”.
3) El “Manifiesto” criticaría a los movimientos sociales (“medio de expresión” –plantea Rivera– “de quienes carecen del poder económico o comunicacional para incidir directamente en las autoridades y compensar la incidencia de los grandes grupos económicos”). Esta crítica sería inconsistente “con el llamado a la participación ciudadana”.
4) El documento distingue entre “Gobierno y Estado” y aboga por una burocracia profesional antes que por una burocracia partidista, lo que desconocería que el “Gobierno” y sus funcionarios partisanos son “el resultado de la decisión democrática”. Esta atadura republicana de la democracia podría terminar deviniendo en fenómenos del tipo Trump o el Brexit.
La inquietud de Rivera parece ser esta: cuando la participación democrática resulta ordenada según el principio republicano y sus instituciones, entonces el riesgo consiste en que surjan formas de populismo reaccionario. No nos explica cómo algo así puede ocurrir. El nexo causal es dudoso. Ni en Alemania ni en España, por ejemplo, han ocurrido fenómenos similares, y los sistemas de participación y república son bastante parecidos a los que rigen en el Reino Unido y Estados Unidos.
Pero además Rivera nada dice del otro riesgo: que, debido a la fragilidad de las instituciones, la vía del asambleísmo democrático termine pasando por sobre el marco republicano, sin el cual se puede caer en regímenes quizás menos deseables aún, como los de Venezuela o Ecuador. La alternativa que sugiere Rivera no es pertinente, pues, en su temor al extremo institucionalista, tiende a caer en el otro término de la tensión.
Respecto a sus críticas, y a la luz de lo señalado, debo indicar:
(1) Efectivamente, entendemos que la democracia, sin instituciones que la impulsen y aseguren, es un mecanismo vulnerable. Es de la mayor necesidad que la democracia sea articulada en una institucionalidad legítima, que se afirme más allá de los vaivenes del día a día y ofrezca cauce y reconocimiento ordenado a los anhelos populares. De lo contrario, puede debilitarse, pervertirse o el pueblo devenir masa aclamatoria. ¿No nos enseña algo así la historia? Él mismo cita un caso paradigmático: reconoce que Hitler llegó al poder democráticamente. ¿No incidió en el ascenso del “führer” y en su consolidación en el mando, también, la debilidad de la institucionalidad del régimen de Weimar?
(2) La perfección de los mecanismos representativos, a diferencia de lo que Rivera indica, sí es tratada en el “Manifiesto”. ¿No lo es, acaso –salvo para mentes encerradas en Santiago– la regionalización política, la idea de acercar el poder a las comunidades territoriales? ¿O la importancia de contar con partidos políticos renovados por un espíritu nacional, con prestancia, independientes del poder económico? ¿O de tener una división clara del poder al interior del mercado? Si bien los mecanismos de democracia directa que propone Rivera pueden ser un buen complemento de los representativos, él no tematiza el riesgo de las democracias cesaristas o populistas de tipo plebiscitario.
Respecto a darnos una Constitución en forma democrática, sabemos que eso, para el actual Gobierno, puede significar muchas cosas y a veces no significa nada. El tema no fue asunto del «Manifiesto», entre otras razones, porque nuestras posiciones son divergentes. Pero cuando ni en la coalición gobernante hay coincidencia sobre qué hacer con la Constitución, ni Bachelet parece saberlo, criticar la ausencia de tratamiento del asunto en el documento puede ser algo forzado.
(3) La consideración que hacemos de los movimientos sociales, antes que pretender ser una mera crítica a ellos en sí mismos, atiende a que son el síntoma de un déficit de representación y legitimidad del sistema político. Precisamente en este diagnóstico se funda la importancia que le otorgamos a lograr mayores niveles de participación ciudadana. Transformar la movilización social en situación permanente, en cambio, no parece ser vía transitable. Las «secciones» parisinas y los soviets nos muestran hasta qué nivel de distorsión del principio democrático pueden conducir el asambleísmo y la movilización permanente.
(4) Nadie duda que el Gobierno tiende a ser la expresión de la voluntad democrática. Pero ¿se sigue de ahí que el aparato público deba llenarse de funcionarios partisanos, sin visión de Estado y muchas veces inexpertos en las labores que desarrollan? ¿Qué política seria, de largo plazo, salvo la de proponer algo así como un festín de cofradía, puede descansar en individuos que están con la vista puesta en intereses parciales o de grupos pequeños (tipo G-90), cuando no en la próxima elección? Abogar, sin más, por que la burocracia persista partisana, no solo importa no tener en cuenta la experiencia comparada de Estados más fuertes, prósperos e intensamente democráticos que el nuestro, sino que también significa encerrarse en una visión parcial, en la cual, salvo por la vía de la exclusión de la disidencia, ninguna comunidad nacional amplia y diversa podrá encontrar reconocimiento.