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Frente Amplio, pinochetismo y la herencia de los vetos en la joven izquierda Opinión

Frente Amplio, pinochetismo y la herencia de los vetos en la joven izquierda

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Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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El “dedazo” a favor de Beatriz Sánchez, previos vetos a Cuevas y Navarro y el portazo a Alberto Mayol –un hombre de su generación, pero al parecer un competidor no del gusto de los nuevos líderes–, así como la reiteración de frases autoritarias, van configurando una imagen muy distinta de la frescura inicial que acompañó al surgimiento de nuevos liderazgos: políticos personalistas y soberbios que poco se diferencian de quienes critican.


Si hay algún lastre sobre el cual se reconstruyó de mala manera nuestra alicaída democracia, fue el de los vetos de la minoría a la mayoría mediante reglas supramayoritarias en la formación de la ley, los famosos candados de la Constitución del 80. Esto, según testigos de la época, se aceptó temporalmente por necesidad del momento político, para recuperar un régimen de libertades y avanzar a la brevedad hacia una democracia en forma. Pero luego los Correa y otros les fueron encontrando virtudes a los “consensos” impuestos por reglas ilegítimas y la naciente transición se acomodó a la persistencia de los enclaves autoritarios.

La cultura política autoritaria, la ancestral y la reformulada por Jaime Guzmán en Chile, ha postulado históricamente que las mayorías son intrínsecamente irresponsables y veleidosas y que, por lo tanto, hay que ponerse a salvaguarda de ellas. De allí que la Constitución del 80 –la principal herencia política de Guzmán y de la dictadura pinochetista– hizo posible que 1/3 fuese igual a 2/3, bajo la lógica de cuestionar la legitimidad de las mayorías simples.

Para cumplir con tal propósito, se creó una serie de mecanismos –sistema electoral, bipartidismo, senadores designados, cuórums imposibles y, por último, el Tribunal Constitucional–, cuyo objetivo era anular, mediante un completo entramado institucional, la voluntad soberana de las mayorías.

A pesar de la desaparición de algunos enclaves, se ha mantenido el cerrojo fundamental constituido por el veto que consagran los altos cuórums en la formación de la ley, especialmente eficaz a la hora de mantener las bases del modelo económico ultraliberal instaurado por la dictadura, como respuesta a los sucesivos avances del Estado de Compromiso construido desde los años 20 en adelante.

El bloqueo fue reforzado por la captura de buena parte del espectro político por los intereses del gran empresariado y tiene hoy a nuestra democracia en un verdadero camino sin salida en su necesaria evolución hacia mecanismos que expresen plenamente la voluntad del pueblo. Lo que piensan las mayorías sobre diversos temas y lo que se legisla, están hoy separados por un abismo.

En esas condiciones, la neodemocracia chilena de los “acuerdos” ha perdido buena parte de su escasa legitimidad de origen.

“Como pez en el agua” del neoliberalismo

Michel Foucault, no sin provocación (como acostumbraba), aunque sin deslumbrarse, decía que “el marxismo, en el contexto del pensamiento económico del siglo XIX, se movía como pez en el agua”. Algo similar, a veces, se observa en las declaraciones y modus operandi de los nuevos referentes y liderazgos políticos en la izquierda chilena, que se mueven como pez en el agua en los equivocados códigos de la transición y en los sustratos autoritarios y caudillistas de la sociedad chilena, que constituyen un fenómeno históricamente situado y llamado a desaparecer, pero que toman como si fueran naturales y en algunos aspectos los llevan hasta su paroxismo.

Ejemplo: a la hora de dar lugar a un proceso de selección de candidatos presidenciales que expresen una voluntad de cambio, por sí y ante sí deciden suplantar la voluntad soberana de sus adherentes por la opción que a un par de dirigentes le parece apropiada. Luego, abruptamente y sin debate alguno, es sometida a la validación de las redes sociales, olvidando que la izquierda es pueblo y no grupos etarios o particulares, deliberación y no imposición, emancipación y no dominación, que las vanguardias –si acaso las hubiere– están para dirigir y nunca para sustituir al pueblo.

¡Claro!, a menos que una parte de la dirigencia nueva de izquierda piense que los principios democráticos son patrañas que no deben cultivarse por inútiles, haciendo una mala lectura del hecho de que en nombre de esos principios la transición terminó consolidando un sistema de representación en el que las minorías mandan y en el que el poder del dinero y el de las oligarquías políticas son los que predominan, en cuyo caso el proyecto no es insistir en los principios democráticos como horizonte irrenunciable sino construir un poder político identitario propio y punto.

En eso tienen razón: la identidad etaria y grupal se disuelve en procesos políticos basados en proyectos colectivos sustentados en valores sociales democráticos y en modelos de sociedad que se proponen transformar el orden desigual existente.

Los nuevos dirigentes parecen querer ponerse en el peor de los mundos posibles en la acción política con voluntad de cambio emancipador: sin otro proyecto que la mantención de la identidad grupal, con el solo afán de obtener poder para el grupo y, al parecer, los amigos incondicionales.

Porque, más allá de las declaraciones para construir “colectivamente”, se ha podido observar, en parte del Frente Amplio en construcción, conductas propias de un autoritarismo e individualismo que, pensábamos, comenzaban a ser extirpados de la izquierda chilena, especialmente por las nuevas organizaciones políticas.

Una de sus expresiones fue la reinstalación de una cultura del veto que suponíamos era propia de la derecha chilena.

La primera víctima implícita fue Cristián Cuevas y, luego, Boric y Depolo fueron más concretos y en enero explícitamente indicaron que ejercían un veto personal sobre Alejandro Navarro. Después fueron un poco menos explícitos con Alberto Mayol, pero con la misma voluntad de no poner por delante el principio democrático de que los adherentes a un proyecto decidan quiénes serán sus dirigentes y representantes, practicando el derecho a elegir y a ser elegido.

[cita tipo=»destaque»]Más allá de la errada y cuestionable fórmula mediante la cual se proclamó a Sánchez y se pretende imponerla como candidata única sin competencia, lo deseable es que al interior de la tercera fuerza política (ojalá aún en construcción) pueda abrirse una amplia discusión y proceso de participación que posibiliten que la periodista, Alberto Mayol, Alejandro Navarro, Carlos Ruiz, y quienquiera que se adhiera a sus cinco principios fundamentales –que incluyen la completa independencia del poder empresarial– y que desee participar de un proceso de primarias, pueda hacerlo.[/cita]

Y esta semana –ateniéndome a las declaraciones que aparecieron en los medios–, algunos de los protagonistas del Frente Amplio, además de comunicarnos que no serían capaces de realizar una primaria legal, al más viejo estilo de Jaime Guzmán, nos indican –sin el menor rubor– que las miniorganizaciones que lo constituyen tendrán poder de veto sobre la presentación de candidaturas, al estipular que cualquier presentación a una primaria requiere de la aprobación de 2/3 de ellos (ni más ni menos que el cuórum más alto de la Constitución de Pinochet), además de pasar por el filtro posterior de algún partido que haya logrado ser legalizado.

Más que hijos de Allende –quien nunca tuvo problemas en competir hasta en las peores condiciones, pues confiaba en que obtendría su triunfo con el apoyo del pueblo– o de Recabarren –quien sembró en el desierto–, están heredando la siembra antidemocrática de Jaime Guzmán.

El paso siguiente, sin duda, será invitar a Navarro y otros a participar de un método que se parece más a la consulta de Pinochet de 1980 que a una primaria entre fuerzas democráticas.

La democracia es ante todo el derecho a elegir y a ser elegido –principio básico que rompía con la idea vigente hasta la Revolución Francesa, respecto a que había unos privilegiados que, por su naturaleza social-patrimonial-hereditaria, debían gobernarnos–, del mismo modo que las primarias se crearon para permitir que quienquiera que adhiera a un proyecto pueda aspirar a dirigirlo y para que, así, las opciones de liderazgo se diriman de cara a la ciudadanía.

El principio democrático de la igualdad de sufragio, el gobierno de la mayoría respetando el derecho de las minorías a buscar transformarse en mayoría, y la participación popular periódica, han sido consustanciales a las luchas de la izquierda occidental.

Realmente no se entiende que, en especial en actores políticos que han aportado frescura y renovación al anquilosado sistema político, comiencen a reproducirse algunos de los peores males que han afectado a nuestra democracia: asegurar el triunfo de alguien en la esfera política por secretaría.

Lo anterior es algo en lo que debe reflexionarse, pues de lo contrario estaríamos ingresando a un nuevo tipo de gatopardismo que ya vimos a fines de los 80: “Cambiar todo para que nada cambie”.

Nuestra principal diferencia con la derecha y el segmento tradicional de la Nueva Mayoría, no es solo plástica, sino también de principios. De lo contrario, lo mejor sería simplemente realizar un casting, como lo hace cada vez más el duopolio, para que un pequeño grupo iluminado seleccione candidatos.

La candidatura de Sánchez: ¿más de lo viejo que de la nueva política?

Recibí, no sin sorpresa, el anuncio del dúo Boric-Jackson sobre su respaldo, de por sí y ante sí, a una candidatura presidencial de Beatriz Sánchez, la reconocida periodista de radio y televisión. Se trató de una notificación que no fue discutida colectivamente al interior de sus organizaciones –como estos líderes suelen justificar sus decisiones– y, luego, plebiscitada a la rápida por redes sociales sin opciones, con la idea de ser impuesta al Frente Amplio a partir de reglas basadas en el veto.

Y es que mi reparo a la proclamación de Sánchez no tiene nada ver con las competencias de la destacada profesional de los medios sino con la fórmula que se impuso al interior de este nuevo referente político, donde, al parecer, vuelve a reproducirse el mismo síndrome que hoy tiene hechos pedazos al PS y al PPD: el secuestro de la soberanía colectiva por sus líderes y grupos de poder.

Si algo necesita la izquierda es precisamente salvaguardar su institucionalidad y las decisiones colectivas para que no vuelva a ocurrir lo de Lagos y Bachelet, que hoy –entre otras cosas– tiene a ambas figuras por el suelo: la tentación de suplantar lo colectivo en función de la discrecionalidad personal.

El dedazo a favor de Beatriz Sánchez, previos vetos a Cuevas y Navarro y el portazo a Alberto Mayol –un hombre de su generación, pero al parecer un competidor no del gusto de los nuevos líderes–, así como la reiteración de frases autoritarias, van configurando una imagen muy distinta de la frescura inicial que acompañó al surgimiento de nuevos liderazgos: políticos personalistas y soberbios que poco se diferencian de quienes critican.

Más allá de la errada y cuestionable fórmula mediante la cual se proclamó a Sánchez y se pretende imponerla como candidata única sin competencia, lo deseable es que al interior de la tercera fuerza política (ojalá aún en construcción) pueda abrirse una amplia discusión y proceso de participación que posibiliten que la periodista, Alberto Mayol, Alejandro Navarro, Carlos Ruiz, y quienquiera que se adhiera a sus cinco principios fundamentales –que incluyen la completa independencia del poder empresarial– y que desee participar de un proceso de primarias, pueda hacerlo. Y que ese proceso transforme, efectivamente, a esta fuerza política en un competidor relevante en la próxima contienda presidencial.

Lo peor sería que, por personalismos y conceptos políticos de matriz autoritaria, se eche por la borda la magnífica oportunidad para que esta tercera fuerza política pueda irrumpir como un actor relevante en la política nacional y ser una auténtica alternativa a los métodos y contenidos de defensa del orden existente del duopolio que domina a la política chilena y cuyo rechazo la ciudadanía volvió a reiterar en la gran marcha del domingo pasado.

La política debiera estar hecha de principios y deliberación sobre proyectos de sociedad que representen a intereses colectivos, pero también lo está de ripios y errores humanos y grupales, así como de amplios conflictos de interés, a veces subalternos, a veces legítimos, por lo que no hay nadie que pueda decir “yo de esta agua no beberé” y que esté inmune al error, al conflicto y al arbitraje incierto de intereses y principios. Lo realmente significativo es que de los desaciertos se aprenda y que los nuevos liderazgos puedan extraer sus propias lecciones, que les permitan enmendar el rumbo y distanciarse de la herencia y de los reflejos autoritarios y caudillistas.

No basta con ser la novedad, hay que ser también el cambio (o la diferencia solo es plástica).

Y si bien es cierto que el recambio debe ser también “plástico” –estético–, aquello lo deben decidir a la postre los ciudadanos. No se debe incurrir en el mismo error de la vieja Concertación –primarias truchas entre Frei y Lagos y después entre Frei y Gómez–, pues una nueva política debe alejarse de la lógica de los “cerrojos” para asegurar triunfos por secretaría o, bien, mediante manipulación, al margen de la deliberación y la participación, que deben ser el sello de la construcción de una nueva fuerza política.

De lo contrario, si continúa primando el individualismo y la cultura del veto, que terminará por erosionar el surgimiento de una alternativa real de Gobierno al duopolio, lo más probable que suceda en Chile es que triunfe nuevamente Piñera, con todo su prontuario (y el de sus compañeros de viaje), a pesar de la tonelada de evidencia negativa que se cierne sobre ellos.

Es nuestra izquierda, tan llena de profetas, relatos y egoísmos y, a veces, tan falta de sentido común, fraternidad y compañerismo.

 

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