Durante la historia de Chile, los periodos en que con mayor auge se ha desarrollado el movimiento popular con proyecto y contenido clasista, han estado directamente vinculados a la centralidad, conducción o a lo menos una presencia protagónica de organizaciones de trabajadores. De ahí la rica historia del movimiento obrero chileno desde fines del siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX. Sin embargo, en la actualidad, este elemento no ha ocurrido. El desarrollo de la conflictividad y movimientos originados desde el 2006, y particularmente desde el 2011, ha estado dinamizado y protagonizado -principalmente- por sectores estudiantiles, ambientales y territoriales, quedando las organizaciones de trabajadores rezagadas y con un rol poco relevante en un movimiento popular germinal, fragmentado y heterogéneo.
Este elemento está relacionado con dos fenómenos: por un lado la desconstitución y descomposición del trabajador como sujeto, atravesado estructuralmente por procesos de individualismo, consumismo, apatía, identidades líquidas y despolitización; y por el otro, el tema central de esta columna, por organizaciones sindicales débiles, lo que ha sido provocado por un marco jurídico que fragmenta y un sindicalismo burocrático que captura a las organizaciones de trabajadores.
En primer lugar, respecto al marco jurídico, el plan laboral desarrollado en dictadura ha promovido la despolitización e inorganicidad en los trabajadores. Esto, por ejemplo, permitiendo que los beneficios de una negociación colectiva fueran para afiliados y no afiliados a un sindicato, perdiendo con ello «la utilidad» de asociarse. A su vez, a la desconstitución del sindicalismo aporta un régimen laboral que impide el encuentro de los trabajadores, sea porque los divide en pequeñas empresas (multirut); porque les asigna distintas categorías (planta- contrato indefinido, honorarios, contrata, subcontratados, partime); o porque les impide –legalmente- negociar por rama, haciendo que el trabajador y sus intereses se encapsulen en su empresa. El resultado de esto, es que Chile posee bajísimas tasas de sindicalización (14%), combinado con organizaciones pequeñas y desarticuladas: la mitad de los sindicatos no superan los 37 socios (Duran y Kremerman, 2015).
Como consecuencia de esto existe un sindicalismo fragmentado y despolitizado, que ha dejado –salvo excepciones- de ser el lugar de encuentro y discusión de los intereses generales de la clase en materias como pensión, salud y educación; abocándose, en el mejor de los casos, a una lucha económica en el proceso de negociación colectiva, o, transformándose en un aliado de “la unidad de gestión de personas” de la empresa para conseguir descuentos para los afiliados en farmacias, ópticas y gimnasios, o repartir canastas familiares en navidad y fiestas patrias.
En segundo lugar, además de un marco jurídico que estructura un sindicalismo débil. El estado actual de las organizaciones de trabajadores en Chile se explica a partir de la existencia de un sindicalismo burocrático, promovido principalmente en el seno de la Centra Unitaria de Trabajadores (CUT). Este nocivo sindicalismo burocrático se ha caracterizado por:
-Estar constituido como carcaza, en donde participan cúpulas dirigenciales, pero que no cuenta con inserción y despliegue de masas. Este elemento se ha corroborado cada vez que la CUT ha convocado a paros y jornadas de protestas, en las que, salvo por el sector público, no ha existido en años una capacidad real de movilización de los trabajadores. A su vez, este sindicalismo de cascaron, responde a una cultura política y a una forma de concebir a las organizaciones de trabajadores, tema que no se ha buscado revertir por las organizaciones y dirigentes que componen la central.
– Adolecer de independencia política de clase. La central ha estado conducida en los últimos 27 años por dirigentes que militan en los partidos políticos de gobierno, lo que favorece la cooptación, clientelismo y disciplinamiento de la lucha de los trabajadores. Por más obvio que parezca, las organizaciones sindicales debieran estar orientadas a maximizar las luchas y reivindicaciones de los trabajadores; objetivo que se contrapone al interés de los gobiernos por mantener la estabilidad y la gobernabilidad. Ser parte del gobierno y de quienes luchan -entre otras cosas- contra las políticas de gobierno resulta un poco inverosímil. Para ver ejemplos de cómo esto ha fracasado no es necesario ir tan lejos en la historia, basta ver como la presidenta de la CUT ha matizado sus posiciones respecto a No + AFP, marcando distancia con el movimiento y cuadrándose con el gobierno señalando: “el debate no es más o menos AFP, es cómo garantizamos pensiones justas”; también se podría mencionar el rol que cumplió la CUT en el reajuste del sector público o el apoyo a una reforma laboral fuertemente criticada y tildada de regresiva por distintos actores del sindicalismo ya que fortalece el plan laboral, consagrando el reemplazo en huelga a través de los servicios mínimos; permite planes de adaptabilidad que precarizan el empleo, y aumenta el quórum para la constitución de sindicatos.
– Finalmente, existe una concepción del sindicalismo gremial, afincado en sus luchas sectoriales por reajustes y bonos (legítima aspiración económica), y no una mirada amplia del sindicalismo anclado en las luchas generales del movimiento popular, es decir, una visión compleja del trabajador en sus distintas esferas: en salud, educación, vivienda, previsión, transporte, etc. Esto supondría comprender a la clase de modo integral, desde los múltiples problemas que le aquejan, vinculando por tanto las organizaciones de trabajadores con las distintas luchas y reivindicaciones.
La lenta y paulatina muerte de la CUT
Todos estos factores han ido acompañados además de históricos conflictos y escándalos por elecciones fraudulentas, padrones adulterados, sindicatos fantasmas y todo tipo de artimañas para mantener una central de trabajadores capturada por dirigentes burocráticos aliados del bloque en el poder. Así, a las acusaciones de fraude en las elecciones del 25 de agosto de 2016, se suman las denuncias de fraude y control de legalidad en tornos a las resoluciones del XI congreso de la CUT celebrado el 27 y 28 de enero de 2017. Entre las acusaciones destacan: A) que la definición de materias a reformar fue adoptada con infracción a las normas estatutarias, particularmente en lo referente a voto universal, habiéndose votado a mano alzada vulnerando los estatutos vigentes; B) poca claridad y ausencia de minutas sobre los temas sometidos a votación; C) los nuevos estatutos presentados a la Dirección del Trabajo omiten acuerdos tomados como el voto directo de cada afiliado en elecciones; D) incorporación de cláusulas que no fueron discutidas ni votadas; E) que se realizaron modificaciones de estatuto sin alcanzar el cuórum exigido de 60%.
[cita tipo=»destaque»]La reconfiguración del movimiento popular requiere de una central que dinamice, convoque y conecte los distintos campos multisectoriales en lucha; necesita de una central que vele por los intereses de los trabajadores, con independencia política de clase.[/cita]
En este escenario la CUT atraviesa una importante crisis de descomposición política, moral y orgánica; lo que ha ido acompañado de la salida o el congelamiento de importantes organizaciones de trabajadores afiliadas a la CUT.
El 31 de enero el colegio de profesores anunció congelar su participación en la CUT. El 5 de febrero la Confederación Nacional de Salud Municipal (CONFUSAM) declaró que decidirá en un evento nacional durante el 2017 su permanencia en la CUT. Por su parte, el 14 de febrero, la Federación de Trabajadores del Cobre también decidió suspender su participación en la Central; finalmente, el 15 de febrero la Confederación Nacional Unitaria de Trabajadores del Transporte (CONUTT) declaró su salida a través de una declaración que señalaba que la CUT “ya no volverá, la han matado una tropa de trepadores, dirigentes serviles a los partidos que solo velan por sus intereses personales…”
Caso aparte ocurrió en la ANEF, que si bien el 15 de febrero de 2017 congeló su participación, el lunes 10 de abril ratificó su permanencia en la central, lo que evidentemente está relacionado con la fuerte presencia que mantiene el PC en el espacio.
Es posible que el peso de la “institucionalidad” sea mayor, y que muchos de los que hoy evalúan su permanencia estén haciendo un “gallito” con el objetivo de tensionar ciertas modificaciones como el voto universal, o que como ocurrió con la ANEF, la hegemonía de los partidos de gobierno terminen imponiéndose en los espacios. Lo cierto es que, con o sin el regreso de los “congelados”, la CUT hace décadas no representa los intereses de la clase. Sus problemas, como fue señalado en la primera parte, no son únicamente elementos estatutarios, sino que están directamente vinculados con una concepción del sindicalismo y las organizaciones de trabajadores. Por eso convocatorias como el 1 de mayo clasista, en sus orígenes “alternativo”, hoy poseen mayor adhesión que la marcha oficial. Por ello, espacios como la UCT y otras organizaciones del CIUS o la AIT, han empezado a desarrollar procesos de discusión o directamente hecho llamados para construir una central clasista.
La reconfiguración del movimiento popular requiere de una central que dinamice, convoque y conecte los distintos campos multisectoriales en lucha; necesita de una central que vele por los intereses de los trabajadores, con independencia política de clase. Pero ojo, esto no se construye por arriba, esto se debe dinamizar y ser dinamizado por una nueva forma de sindicalismo: de base, de asamblea, de decisiones colectivas, politizado, con convocatoria y despliegue. No se trata de crear un acuerdo entre las principales federaciones y confederaciones para elaborar una nueva central, sin que ello esté enraizado en un cambio profundo sobre el tipo de sindicalismo que se quiere construir. De no ser así, una nueva central aun cuando tenga el apellido “clasista”, terminará siendo una cúpula dirigencial burocrática.