Los últimos acontecimientos de la política nacional recuerdan la reflexión de una brillante columna de Ariel Dorfman, publicada por el Diario El País (2013). En ella, el escritor señalaba lo delirante que le parecía la competencia electoral entre Matthei y Bachelet, las hijas de los generales que se vuelven enemigos en la guerra interna y; Marco Enríquez, el hijo del mártir revolucionario derrotado en esa misma guerra. El destino parecía estar cobrando una suerte de justicia divina en la escena teatral de la conquista del poder.
Ahora, que sabemos de los escándalos de Caval, Penta y SQM; de los financiamientos irregulares de las campañas políticas de candidatos de todo el espectro político; de la corrupción de las FF.AA en democracia y; de las inversiones del Partido Socialista con los dineros que le retribuyó el Estado chileno en compensación por los bienes confiscados en dictadura, es imposible no recordar la escena trágica de Allende, cuyo sacrificio fue definido por él mismo como el ejemplo moral ante la traición de las Fuerzas Armadas. Con la misma lucidez que Dorfman, Moulian (2008) señala el martirio de Allende como un límite ético de la política. Cuando los golpistas civiles y militares pensaron que Allende negociaría un exilio conveniente y que sería muy fácil sacarlo a empujones de La Moneda, éste decide pagar con su vida la lealtad del pueblo. En ese acto y tal como lo mostró la película de Littín (2014); muere el hombre, pero sobrevive el Presidente para para dar testimonio de lo que se puede y no se puede negociar en política.
[cita tipo=»destaque»]Chile es la imagen delirante de los vencidos defendiendo la victoria económica de sus opresores; de sus hijos, haciendo negocios con quienes traicionaron y delataron a sus padres y abuelos o; financiado sus campañas con el mismo dinero mal habido de la guerra sucia; el país de los nietos levantando un pre candidato de izquierda que es hijo de un cómplice civil de los crímenes guerra.[/cita]
Es esta misma relación entre guerra y política lo que permite reflexionar a Chile como un país todavía más delirante; un país que peleó una guerra larga que nunca tuvo dos ejércitos en igualdad de condiciones; un país en el que amigos y enemigos quieren repartirse el botín de la guerra, sin importar que los muertos no estén enterrados y, aunque el dinero salga de las arcas de los vencedores, quienes se enriquecieron gracias a ella. Chile es la imagen delirante de los vencidos defendiendo la victoria económica de sus opresores; de sus hijos, haciendo negocios con quienes traicionaron y delataron a sus padres y abuelos o; financiado sus campañas con el mismo dinero mal habido de la guerra sucia; el país de los nietos levantando un pre candidato de izquierda que es hijo de un cómplice civil de los crímenes guerra.
El problema no es que los vencidos no hayan podido y después no hayan querido terminar con el capitalismo. El problema es que un país que no entierra ni honra a sus muertos, los olvida. Y no sólo eso; forja el olvido en el poder del dinero del botín. Un país que pierde los límites éticos de la guerra y la política profana el panteón de sus mártires y lo que es todavía más triste: convierte el sacrificio de la vida de sus héroes públicos y anónimos en un sacrificio inútil y vacío de significado.