1313 niños fallecidos: dos veces trece (13), número de mala suerte en la tradición cristiana que arrancó desde el sacrificio de Cristo a manos de su apóstol 13: Judas, al igual que el capítulo 13 de la Biblia dedicado al anticristo. Coincidencia o no, el número maldito se repite dos veces y arma una cifra espeluznante y trágica durante los diez últimos años en la historia de una agencia estatal que a estas alturas aterra a cualquiera, el Servicio Nacional de Menores, más conocido por su fatídica sigla: el Sename que, como ayer ocurrió con la DINA o CNI, asociamos inmediatamente al horror.
En el espectáculo dantesco que ha ofrecido el Servicio Nacional de Menores, pareciera ser que lo único bueno que había allí eran, precisamente, los niños –y niñas, como a la retórica progre le encanta describir–, víctimas también de una doble maldición: la condición de pobreza que persigue a sus familias y que los condenó a ser entregados a un Estado criminal que terminó definitivamente asesinándolos. Porque, digámoslo con todas sus letras, a esos niños los mató una institución estatal que tenía la misión de protegerlos y sin que haya, hasta ahora, ningún responsable político por obra y gracia de un Gobierno (progre) que en campaña hizo gárgaras con los derechos, para dedicarse luego solo a repartir cargos entre sus amigos y de unos parlamentarios que no fueron capaces esta vez, única vez, de mirar más allá de su ombligo y su reelección.
El tema cala hondo entre varios de nosotros que, cada vez menos y por decisión propia, ya ni nos enteramos del show semanal de nuestros agentes públicos y de sus paseos, ya cotidianos, por Fiscalía y tribunales, para que luego sus delitos –invocándose, ahora sí, “razones de Estado”–queden libres de polvo y paja, mientras la muerte de 1313 niños continúa ahí, incólume y aún sin responsable político.
No solo es el fracaso de la derecha y la Concertación y su travestismo onomástico; tampoco es un forado más en el relato rosa que Tironi, Correa y otros quisieron institucionalizar sobre la transición; es, también, la gota que rebalsó el vaso del fracaso estrepitoso de la izquierda neoliberal que ni siquiera, ante el juicio de la historia, quiso por única vez defender al principal sujeto de sus discursos: los niños más pobres de este país. Y concluyó haciendo todo lo contrario: liberó a los principales responsables de este magnicidio y, como buena Burguesía Fiscal que es, solo se dedicó a crear redes de poder e influencias, para repartir subsidios a instituciones que colaborarían con el Estado en dicha función y que solamente institucionalizaron redes clientelares para dar una remuneración mensual a sus secuaces y lograr que el parlamentario de turno se reeligiera una y otra vez.
En muchas de las fotos en que aparece Allende, siempre hay niños revoloteando: descalzos sobre una baranda escuchando su discurso; en sus brazos recibiendo cariño; con sus mocos colgando riendo ante el eterno candidato; o en brazos de sus madres saludando al ídolo popular. Y es que Allende fue artífice y protagonista de la visibilización de los niños en las políticas públicas desde el impulso a la creación del Servicio Nacional de Salud, hasta el medio litro de leche y algunas de las recordadas 40 medidas que iban en beneficio directo o de sus familias. En ese contexto, no resultó casual que su lema sobre la infancia fuese “El niño nace para ser feliz”, donde se postuló hasta un Ministerio de Protección a la Familia que no alcanzó a concretarse, ya sabemos por qué.
[cita tipo=»destaque»]No solo es el fracaso de la derecha y la Concertación y su travestismo onomástico; tampoco es un forado más en el relato rosa que Tironi, Correa y otros quisieron institucionalizar sobre la transición; es, también, la gota que rebalsó el vaso del fracaso estrepitoso de la izquierda neoliberal que ni siquiera, ante el juicio de la historia, quiso por única vez defender al principal sujeto de sus discursos: los niños más pobres de este país. Y concluyó haciendo todo lo contrario: liberó a los principales responsables de este magnicidio y, como buena Burguesía Fiscal que es, solo se dedicó a crear redes de poder e influencias, para repartir subsidios a instituciones que colaborarían con el Estado en dicha función y que solamente institucionalizaron redes clientelares para dar una remuneración mensual a sus secuaces y lograr que el parlamentario de turno se reeligiera una y otra vez.[/cita]
Y si bien la Presidenta durante su primera administración dio un impulso tremendo a la protección de los infantes, en especial en sus primeros meses y años, lo cierto es que durante la segunda administración ellos se transformaron solo en objeto de discursos, mero argumento para repartir subsidios, bonos, aumentar la burocracia estatal o impulsar cambios de fachada, como la que se propone para el Sename, y que solo profundizan su abandono, como lo evidenciaron los parlamentarios que dejaron a 1313 niños muertos, queriendo con ello evitar hipotéticas acusaciones constitucionales futuras y salvando, de paso, a la ya “insalvable” Javiera Blanco, sea porque es su confidente, parte de su núcleo íntimo o qué sé yo.
La misma izquierda o gente progre de barrio alto que, como “el chaleco Andrade” y varios otros trasplantados –como en la clásica novela de Blest Gana, aunque no ya desde París– han mudado, por puro arribismo, de condición social, orígenes y amigos desde comunas pobres a barrios pijes.
Esa misma centroizquierda, ya sin alma y que dejó a esos niños pobres morir despiadadamente y los abandonó a su suerte, mientras sus operadores se repartían el dinero proveniente de los subsidios que hipotéticamente los protegerían y financiaban con ellos clientelas y campañas políticas, como seguramente sucederá con la fundación ligada a los Walker o la candidatura de Marcela Labraña.
Ese mismo mundo progre (ante todo metropolitano) que seguramente, si se tratara de niños del barrio alto, no escatimaría esfuerzos en perseguir responsabilidades políticas, armar comisiones y rezar para ejercer la presidencia de la misma, ganar así unos minutos de TV, desde donde poder lanzar unas cuñas para pasar a la posteridad y asegurar de esa forma su relección, y que esta vez, para salvarse a sí mismos, los abandonaron a su suerte, dejándolos morir en esas casas del horror.
Pues, en este caso, se trató de infantes sin padres ni apellidos, como “los niños huachos” de Gabriel Salazar que pululan y amenazan permanente la historia oficial de Chile, que no fueron jamás tocados por el halo de luz que irradia el poder y que, por lo mismo, murieron como vivieron: sin historia ni relato y abandonados, una vez más, como ocurrió con los campesinos en 1939, por sus defensores.
Como se sabe, mientras más decrecen aritméticamente los embarazos adolescentes no planificados en sectores medios y altos de este país, más aumentan geométricamente los mismos en los grupos populares y entre familias muy vulnerables, masificando aún más la vulnerabilidad de los niños que están por nacer. Eso lo sabe bastante bien el Frente Amplio Uruguayo, que ya desde hace años viene planteando medidas ante este problema creciente.
En Chile, en tanto, nuestros progres no solo continúan insensibles a ese sufrimiento, sino que además no son capaces de generar políticas públicas de largo aliento, condenándolos a morir de antemano en instituciones infernales del Estado o que dependen del mismo, dejando sin responsables políticos aquellas muertes de niños indefensos a los cuales dicho Estado tuvo el deber de otorgar no solo protección sino también afectos.
Las muertes de las niñas del Sename vacían por completo de contenido el discurso de género, levantado desde hace décadas por el mundo progre feminista que no escatima en hacer berrinches si se trata de aumentar cuotas de poder del género en el Estado, pero que esta vez ha guardado un silencio cómplice ante la tragedia de los niños (y también las niñas) del Sename, vaciando su discurso, además de contenido, también de épica y dejándolo como lo que es: mero artefacto o artilugio para construir poder.
Pues, en efecto, cuando se trata de defender la equidad de género (en especial si ello tiene relación con salvaguardar cuotas políticas o discriminaciones positivas), levantan banderas y proclaman a los cuatro vientos, y con justa razón, las inequidades de esta sociedad machista y patriarcal. Lo mismo ocurre (y nuevamente con razón) si se trata de la violencia intrafamiliar ejercida por hombres y que a veces concluyen en horrendos femicidios, sobre los cuales los chilenos ya dictamos cátedra a nivel mundial, siendo alumnos aventajados en una sociedad donde la violencia es una constante histórica.
El progresismo feminista también ha estado presente en cada documento o tesis política levantada en algún evento partidario en el arco de centroizquierda, que va desde sectores de la DC, pasando por el PS-PPD-PC y alcanza hasta el Frente Amplio, como lo ratifican las resoluciones de congresos, plenos, conferencias o consejos generales donde ha quedado grabada dicha impronta.
La fuerza de ese progresismo se constituyó a partir de los cambios en el mundo que pusieron en el tapete, por allá a finales de los 60, las inequidades de las sociedades occidentales y, en el caso particular de Chile, a partir del esfuerzo heroico de un puñado de mujeres que no dudaron en enfrentarse a una dictadura feroz y sucumbieron en esa epopeya. Allí están los testimonios, entre otras, de Lumi Videla, “la negrita”; Michelle Peña, en cuya memoria la sala de sesiones de la CP del PS lleva su nombre; Jacqueline Droully o Reinalda Pereira o Nalvia Mena, todas ellas embarazadas al momento de su detención.
Ese movimiento lo vimos surgir incipientemente en los 80, al calor del combate contra la Junta y se fortaleció en democracia: se concretizó el primer ministerio de género, luego en el ingreso creciente de mujeres a los gabinetes ministeriales, hasta alcanzar, con Michelle Bachelet, la ansiada equidad de género, al menos en el elenco de secretarios de Estado. Con ella, además, Chile erigió a su primera mujer Presidenta y no fueron pocas, al fragor de aquel entusiasmo –aún recuerdo a la actriz Malucha Pinto– las que llegaron a hablar de Chile como matria y ya no como patria.
Sin embargo, hoy, ese movimiento ha quedado en entredicho, al calor de lo sucedido con la muerte de más de 1313 niños y niñas en dependencias del Sename. La defensa por parte del Gobierno de Bachelet de la ex ministra Javiera Blanco evitó que esas muertes no solo escalaran hasta la misma Moneda y afectarán a una ya horadada figura presidencial, o que, una vez más, se montara un cordón de protección política sobre figuras públicas y partidos, en especial el PDC, que aparecen directamente involucrados en los hechos, sino, en especial, que esas 1313 muertes quedasen sin ningún responsable político, habiéndolos de sobra.
Guarda silencio Estela Ortiz. La Moneda luego de encabezar y liderar la oposición al fallido informe, como quien quiere expiar sus culpas, solicita a los mismos parlamentarios que humilló y expuso públicamente que agilicen las medidas para cambiar de nombre al Sename –como si eso o crear más ministerios y agencias estatales, como ya se ha vuelto costumbre con este Gobierno, fuesen la solución a problemas más bien estructurales–, mientras la coalición oficialista con sus votos concluyó encubriendo a los principales responsables de esos lamentables hechos.
Mientras, los 1313 niños vulnerables, que administra una coalición oficialista donde la ideología de género es muy importante, como fantasmas, como fueron sus vidas, vagan por nuestras conciencias solitarios y abandonados, esperando que se haga un mínimo de justicia.
Y ahí está lo que queda de la izquierda neoliberal, ayer marxista, hoy entregada sin ningún pudor al capital, viviendo bien materialmente, aunque solo sobreviviendo y exhalando sus últimos estertores.
Más bien está tumbada en el suelo, oliendo cada vez más a cadáver, la misma que ayer quiso tomar el cielo por asalto y que terminó coludida con el gran capital surgido de ese parto incestuoso y contranatura con la dictadura, negando, como ya lo hizo antes, al principal sujeto de su discurso político: los niños y niñas más vulnerables, asesinados por operadores suyos en recintos que dependen del Estado y, como en los regímenes totalitarios, invocando razones de Estado para encubrir a los responsables de tamaña tragedia. En tanto, siguen muriendo niños en el Sename.