En países como el nuestro, donde el nivel de automatización no ha llegado al grado de naciones más industrializadas, muchas actividades continúan siendo realizadas por seres humanos. Personas de carne y hueso como usted, como yo, podría decir alguien en un sublime acto de obviedad.
De estas acciones, existen las que evitamos por los más disímiles motivos. Uno de ellos, porque nos son culturalmente indeseables. Tanto así que la lógica de mercado oferta/demanda no opera y aunque hay menos trabajadores interesados en ejercerlas los sueldos o ingresos asociados no son, precisamente, los más altos. Al contrario, son bajos. Y socialmente son vistas como labores para personas en situación social de vulnerabilidad.
Una de ellas es la recolección de residuos. Tanto la que es realizada a través de empresas como por emprendedores particulares, conocidos como recolectores.
Previo a que iniciemos un proceso de estandarización y profesionalización de la actividad, hay mucho que es posible hacer para aportar al mejoramiento de las condiciones en que las personas ejercen esta actividad.
En el caso del Estado, un avance significará la recientemente vigente Ley de Responsabilidad Extendida del Productor. Mediante mecanismos de mercado, incentivará la formalización de quienes son conocidos genéricamente como cartoneros ahora como “recicladores de base”. Y no son pocos, se calculan en unas 60 mil personas en todo el país. Muchas veces familias completas que recorren las calles de las ciudades retirando lo que ya no necesitamos.
También están las empresas de recolección de basura, que entregan implementos de diverso tipo a sus trabajadores en materia de seguridad y prevención sanitaria.
Pero también estamos nosotros, los usuarios, quienes podemos también algo colaborar.
Los principales argumentos de quienes abogamos por la reeducación social en términos de consumo son de tipo ambiental, tanto reduciendo lo que compramos (dejar de ver la naturaleza solo como una despensa) como disminuyendo lo que desechamos (dejar de sentirla solo como un botadero). Para ello hay múltiples estrategias, basadas muchas en la figura de las “3R”: reducir, reciclar, reutilizar. Aunque, a estas alturas, van ya como en cinco, sumándose reparar y regular.
Así se van sumando iniciativas: la agricultura urbana y periurbana (complementamos nuestra dieta con alimentos por nosotros cultivados), adquirir productos con envases biodegradables y preferentemente de manufactura local, compostaje, separar la basura reutilizando lo que sea posible. Son ellas solo algunas de las acciones difundidas en torno a una nueva conciencia ambiental.
Sin embargo, en el acto de ser más responsables con lo que desechamos, existe también una variable social relevante. Y esta es pensar en quienes han asumido la labor, por lo menos en países como Chile, de hacerse cargo de nuestros residuos. Los que cumplen un rol esencial y a la cual se le hace el quite.
La generación de menos residuos a través de la reutilización e incluso la separación cuando los dispongamos en lugares para ser retirados por terceros, son –también- un aporte para que la actividad de quienes han asumido esta función se realice con mayor eficiencia. Y en mejores condiciones.
Por cierto que esto es solo una parte del debate. La dignidad de una actividad no debe depender de la buena onda de los “clientes” y el debate de fondo debe ser cómo hacemos para consumir y desechar menos. En eso no hay que perderse.
Pero mientras eso esté en camino, siempre algo es posible de hacer para mejorar la vida de quienes se interrelacionan con nosotros. Porque si alguien está pagando una elevada factura para que yo mantenga mi estilo de vida, ese modelo de sociedad no es justo ni equitativo. Y esa reflexión siempre es necesario hacerla, incluso cuando botamos nuestra basura.