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Dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada

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Fernando Mires
Por : Fernando Mires Historiador. Profesor de Política Internacional y Teoría Política en la Universidad de Oldenburg, Alemania.
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Ese lema guía a los demócratas catalanes, españoles y venezolanos. Y tienen razón. Sin una Constitución, no hay ciudadanos, solo siervos. La lucha democrática en ambas naciones deberá ser constitucional o no ser. Queramos o no, la suerte de los latinoamericanos sigue, por lo menos simbólicamente, vinculada a España. Y al revés también.


Dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada. Ese lema guía a los demócratas catalanes, españoles y venezolanos. Y tienen razón. Sin una Constitución, no hay ciudadanos, solo siervos. La lucha democrática en ambas naciones deberá ser constitucional o no ser. Queramos o no, la suerte de los latinoamericanos sigue, por lo menos simbólicamente, vinculada a España. Y al revés también.

1.

La frase que da título al presente texto suena parecido a la que Fidel Castro dirigiera a los artistas y escritores cubanos: ¡Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada! Lo parecido no quita, sin embargo, lo distinto. Ambas frases significan más bien lo contrario. Pues la revolución solo es válida para los revolucionarios y, alabado sea Dios, no todos los seres humanos lo son. En cambio la Constitución es válida para todos los ciudadanos de un país. Como el nombre lo dice, la Constitución es el acta que constituye a los habitantes de una nación como ciudadanos. De tal modo, no acatar el mandato de la Constitución significa situarse en contra de la nación jurídica y políticamente constituida.

Es cierto, hay juristas que dicen: “revolución es fuente de legitimidad”. Pero es una verdad a medias: una revolución solo puede ser fuente de legitimidad cuando ha dado origen a una nueva Constitución aprobada por la mayoría del pueblo convocado a través de un acto constituyente. Antes de ese acto ninguna revolución puede ser legítima y mecho menos legal.

La legalidad no es lo mismo que la legitimidad, pero sin legalidad no puede haber legitimidad, a no ser que, como estamos viendo en Cataluña y en Venezuela, una mayoría parlamentaria ocasional –es la de Cataluña- o una minoría parlamentaria absoluta- es la de Venezuela- declare legítimo lo que ella decida sin consultar a la Constitución, es decir, más allá (y por lo mismo, fuera) de la ley.

¿Qué tiene que ver Cataluña con Venezuela? Solo una cosa: en ambas está siendo perpetrado un flagrante desacato a la Constitución en nombre de principios que se encontrarían supuestamente situados por sobre ella. El principio sobre- (y anti) constitucional se llama en Cataluña independencia nacional. En Venezuela, como en Cuba se llama, la revolución.

En Cataluña, detrás del plebiscito llamado a decretar la independencia, no solo hay nacionalistas. Estos conforman un antiguo, respetable y minoritario tronco cuyas raíces son tan profundas como la misma Cataluña. El problema es que a esos históricos notables se suman hoy miembros de una clase política cuya aspiración común es llegar a ser clase dominante sobre una nación escindida. Izquierdas y derechas unidas, han logrado convertir a la palabra independencia en un “significante vacío” en nombre del cual se articulan múltiples intereses y visiones políticas.

Definitivamente en Cataluña se está viviendo el clímax de un momento nacional-populista. En momentos como estos lamento la muerte de Ernesto Laclau. El pensador argentino se habría dado un festín analizando al independentismo catalán como acabada expresión de un fenómeno populista. Extremadamente político y, por lo mismo, extremadamente anticonstitucional.

Alrededor de la palabra independencia hay de todo: desde conservadores de recia estirpe, pasando por fascistoides que imaginan pertenecer a una cultura superior, atravesando oligarquías y cacicazgos provincianos, también partidos y partiduchos recién aparecidos, incluyendo politiqueros de ocasión, sin olvidar a seres sin identidad – los hay en todos los países del mundo- cuyo último recurso es declararse miembro de una “nación imaginaria” (Benedict Anderson), y por supuesto, no falta una izquierda heterogénea y oportunista agrupada en amontonamientos como la CUP y Podemos, hasta llegar a esa masa simplemente descontenta con los altos montos impositivos y con la política social del PP. Cada grupo portando un ideal de nación catalana diferente e incluso, opuesta a la de los otros grupos. Pero, a la vez, todos unidos en contra de la Constitución. Si hubiera un lema para ellos, ese debería ser: Fuera de la Constitución todo, dentro de la Constitución nada.

El gobierno democráticamente elegido de España, el constitucional de Rajoy puede gustar o no. Pero ese gobierno no ha violado a la Constitución. Esa Constitución ha sido violada por los llamados independentistas quienes intentan realizar una subversión – sí, digámoslo claro: una subversión- en contra de la Constitución. En ese sentido podríamos hablar de subversiones democráticas y antidemocráticas. Las primeras surgen en contra de un orden tiránico, las segundas en contra de un orden democrático y constitucional.

2.

Chávez, a diferencias de Maduro, al proclamar su revolución, no rompió con la Constitución. Solo impuso una nueva, aprobada por mayoría nacional. Maduro, en cambio, rompió con la Constitución de 1999 en nombre de una constituyente inventada por su secta cívico-militar con el objetivo de liquidar a la Asamblea Nacional y a la Constitución, ambas aprobadas por la mayoría del pueblo venezolano. Con ello –en ese punto tienen razón formal los disidentes del chavismo- Maduro, al romper con “la Constitución de Chávez”, rompió con la revolución de Chávez.

La constituyente de Maduro no fue sino un intento para dar forma jurídica el tránsito que va desde un gobierno constitucional hacia una simple dictadura militar, una más en el largo historial del continente. Pero la constituyente de Maduro no constituye a nada. Por su origen, por su forma, por su sentido y, sobre todo, por su ratificación mediante el acto electoral más tramposo habido en la historia electoral de América Latina, no es una constituyente. Así se explica por qué, obedeciendo a un instinto casi animal, Maduro ha sido el único gobernante que ha saludado la destrucción de la Constitución de España, en estos momentos perpetrada por el secesionismo catalán. Vergüenza para Puigdemont, Junqueras, Forcadell, Colau y otros, llegar a ser defendidos por un dictador sudamericano con el que casi ningún gobernante democrático de la tierra quiere fotografiarse.

La subversión anti-constitucional – tal vez ocasionalmente mayoritaria en Cataluña- está golpeando las puertas de España y Venezuela. Por eso, si lograra imponerse gracias al momento populista que hoy vive Cataluña, un futuro gobierno catalán sería tan anticonstitucional como lo es hoy el de Venezuela. Ya lo advirtió el parlamento europeo: los catalanes deben elegir entre pertenecer a una nación fragmentada, autoritaria y populista o a una España democrática, con todos sus defectos, que son muchos y con todas sus virtudes, que son más.

¿Llegará el momento en el cual los demócratas catalanes deberán aprender de las experiencias de la oposición venezolana? En un mundo global como el que vivimos, hasta eso puede ser posible.

Los demócratas venezolanos han librado una larguísima batalla en nombre de la Constitución. Comenzó con la defensa de la vía electoral, representada primero en la lucha por el revocatorio. Continuó en las épicas recolecciones de firmas destinadas a imponer las elecciones regionales bloqueadas por el régimen al que hoy se suma una minoría extremista opositora. Culminó con la multitudinaria defensa de la AN, objeto de persecuciones de parte del oficialista TSJ.

El punto más alto de las grandes demostraciones iniciadas en abril fue alcanzado cuando la Constitución intentó ser sustituida por una constituyente orientada a suprimir el sufragio universal consagrado en todas las constituciones democráticas del mundo. La consulta popular del 16 de Junio confirmaría a su vez el sesgo constitucionalista del movimiento democrático. Y, no por último, la defensa de la Constitución hizo posible que Julio Borges, en su condición de Presidente de la AN, hubiera sido recibido por los gobiernos más democráticos del mundo como un verdadero mandatario.

No fueron las violaciones a los derechos humanos, ni los mártires, ni los presos políticos, los hechos que provocaron el estallido de solidaridad internacional con Venezuela. Si fuera así, habría sucedido lo mismo con Siria. La solidaridad internacional surgió, antes que nada, gracias a la vocación constitucional y, por lo mismo, electoral, del movimiento democrático venezolano.

Sin la Constitución la oposición no existiría del mismo modo como la Constitución habría muerto sin la lucha de la oposición. Lucha que no ha sido vertical sino cíclica. Lucha que nadie sabe cuando ni como culminará. Pero si en octubre del 2017 la oposición democrática logra marcar en las elecciones regionales la contradicción fundamental – Constitución Nacional o constituyente dictatorial- podrían, esas elecciones, adquirir –como anticipó Julio Borges- la forma de un plebiscito. Esa es la razón por la cual la Constitución no debe ser negociada por nadie. Las elecciones tampoco.

Las elecciones regionales son constitucionales y la constituyente es anticonstitucional. Anticonstitucional es también cualquier intento por dar reconocimiento a la constituyente. No hay como equivocarse en ese punto. Por esa razón, no votar en las regionales de octubre es lo mismo que votar a favor de la constituyente de Nicolás Maduro.

Dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada. Ese lema guía a los demócratas catalanes, españoles y venezolanos. Y tienen razón. Sin una Constitución, no hay ciudadanos, solo siervos. La lucha democrática en ambas naciones deberá ser constitucional o no ser. Queramos o no, la suerte de los latinoamericanos sigue, por lo menos simbólicamente, vinculada a España. Y al revés también.

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