Las páginas del duopolio están salpicadas de coloridos avisos comerciales. Si hemos de creerle a la publicidad, la ciudad hiperconectada sería una realidad sin agujeros poblada de individuos estilizados. Confirmaría la abundancia, el hecho que Santiago de Chile lidera en aparatos móviles e internet domiciliario con América Latina como referencia. Aunque parece un relato sin paradojas, hay nudos que comparecen. Entre otros: si los individuos se encuentran libre y voluntariamente en un mercado dominado por la ubicuidad digital, ¿por qué sería pertinente hablar de zonas marginales?
Hacen bien los investigadores del proyecto marginalidad urbana y efectos institucionales (MUEI) en salir de la zona de confort en que la academia más convencional suele encastillarse. En una carta al director de este medio, fustigaron la ligereza con que dos subsecretarios de telecomunicaciones, uno en ejercicio y el otro vencido en su asignación, rivalizaron respecto a la (ine) existencia de “zonas rojas”. Aunque ambos tomadores de decisión lo omiten deliberadamente, zona roja es una derivación sensacionalista de “línea roja”. Línea roja, literalmente, es la fórmula segregacionista que una entidad financiera norteamericana inventó hace muchas décadas para bloquear el otorgamiento de créditos a clientes que residían en barrios que los agentes bancarios rotulaban de sospechosos. No debemos olvidarlo: trazar líneas de exclusión sobre cartografías y ejecutar las exclusiones derivadas del procedimiento, es una práctica inveterada y fabricada para reforzar la estigmatización.
[cita tipo=»destaque»]Por fuera del mundo plastificado de las pantallas coloridas, la obligación de discutir sobre la existencia citadina en zonas marginales, se impone como una tarea imprescindible. Quizás, especulo de manera optimista, si profundizar una discusión sobre la neo-marginalidad pudiera ser un excelente antídoto frente al exceso de insolidaridad en que incurren algunos tomadores de decisión cuando confunden “su” ciudad como si fuera “la” ciudad.[/cita]
Marginalidad es la palabra clave de la carta al director firmada por los investigadores del MUEI. 58 años después que Prebisch, Medina, Matos y Germani (1959) utilizaron la expresión para describir una fracción de los sectores populares urbanos lo mismo que sus precarios lugares de pernoctación, Alvarez, Labbé y Ruíz-Tagle vuelven a invocarla. Pero a diferencia del cuarto original de científicos sociales que utilizaron el concepto para describir, pero también para conmover, marginalidad, vuelta a frasear, sería más un régimen de exclusión espacialmente endurecido que un recordatorio preocupado de una integración demorada.
Desenmascarar los sentidos implícitos en los debates operativos es una obligación intelectual. El ejercicio no tiene nada de banal si de lo que estamos hablando, es, nada más y nada menos, que de la existencia de miles de personas afectadas por una urbanización deprivadora fomentada por un Estado desafiliado de muchas de sus responsabilidades. Permitida la licencia, habrá quien destaque que la marginalidad urbana siempre fue utilizada para evidenciar las limitaciones y hasta la crisis de inclusión con la que el reformismo chocó de frente y, al parecer, vuelve a friccionar. Si la tesis es correcta, el recordatorio crítico que Alvarez, Labbé y Ruíz-Tagle nos plantean, amerita todas las atenciones a la que nos obligan las revelaciones sobradamente conocidas, pero sumamente incómodas.
Por fuera del mundo plastificado de las pantallas coloridas, la obligación de discutir sobre la existencia citadina en zonas marginales, se impone como una tarea imprescindible. Quizás, especulo de manera optimista, si profundizar una discusión sobre la neo-marginalidad pudiera ser un excelente antídoto frente al exceso de insolidaridad en que incurren algunos tomadores de decisión cuando confunden “su” ciudad como si fuera “la” ciudad.