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La más alta poesía y la reforma de la educación

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Jorge Alarcón
Por : Jorge Alarcón Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional (IIDE). Universidad de Talca.
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Nada más alejado de las actuales preocupaciones de la “reforma educativa”, lo que sea que signifique tan gastada alocución, que las concepciones pedagógicas que ponen en su centro la vida de niños y niñas, sus caras sucias, sus pómulos colorados y sudadas frentes, sus profundos ojos, su imaginación loca, sus juegos sin reglas ni fin -incomprensibles rutinas sin vencedores y sin vencidos-, de su embobamiento y de su asombro, de la pasión pedagógica que animó a maestras y maestros de antaño. Que anima, de hecho, a muchos que hasta hoy enseñan -o lo intentan sin éxito, según reza cierto escepticismo triunfal – en escuelas y liceos del país.

La inaudita internacionalización del lenguaje de los funcionarios, el registro comparado de resultados educativos divulgado cada tanto por los expertos, las consabidas siglas de organismos bi, tri y multilaterales, que acompaña la con frecuencia cursi estilización de los problemas educativos -sonidos apenas musitados por labios contorneados con el rictus de superioridad cognitiva que es la moda entre los expertos-, que ha logrado proscribir palabras referidas a los aspectos que hoy se consideran inasibles: la educación, parece decirse, ha entrado en la segura senda de la ciencia y por este medio ha logrado reducir o eliminar el ruido molesto de la experiencia escolar en tanto que experiencia. En educación, para parafrasear al ex Pdte. Lagos, la-música-es-nada-más-que-música.

Tal vez debido a ello, la reciente aparición del pensamiento pedagógico de Gabriela Mistral (“Pasión de enseñar. Pensamiento pedagógico”. Valparaíso: Editorial UV, U. de Valparaíso, 2017, 320 págs.), editado en un libro lujoso, con hilos a la vista, que insinúan su espesor interior; objeto de antaño -el libro-, enorme, difícil de llevar y traer, barrocamente revestido este como si se tratara de un objeto ornamental; la pasión pedagógica de la Mistral, digo, cae como pesado metal cuyo eco retumba en las a veces vacías/vanas pretensiones de la reforma educativa, lo que sea que esta expresión signifique.

Como habrá de suponerse, las pasiones de Mistral son de varia lección, pero sin excepción, o casi, navegan contra corriente. Hablar, como ella hace, por ejemplo, de “gracia”, para referirse al elemento vital de la docencia, diciendo que el profesor ha de tener “gracia” o simplemente no serlo, apela a una fuerza espiritual desterrada de la lingua franca educativa, global, anglo ella; nada más lejos del carácter mágico, religioso y folclórico de la palabra “gracia”. Nada más lejos del desencantado “sistema educativo” que, para seguir en la misma vena, García Lorca diría que carece de “duende”.

El libro reúne las ideas, los pensamientos, las pasiones de la Mistral, acerca de la educación, que permanecían desparramados en diversos textos de la poetisa y alcanzan aquí una cierta organización, debida a los editores, que permite acercarnos a su universo de preocupaciones pedagógicas.

[cita tipo=»destaque»]El profesor muestra su gracia, justamente, cuando narra, al contar, cuando haciendo uso del lenguaje rapta el imaginario precoz, audaz de los niños y cuando consigue que éstos se dejen guiar por su indómita fuerza interior: suerte de voz rousseauniana, primaria y prístina, que conduce el proceso educativo hacia la zona del éxito, que no es más pero tampoco menos, que el mismo niño y el despliegue de su ser.[/cita]

Un universo que a ratos se concentra en ella misma, en su desazón, en su entusiasmo, en su optimismo; que en otros momentos deja entrar una reflexión que se proyecta sobre sus experiencias o que las proyecta a éstas al plano de la lección compartida, y que, en otros, por último, muestra a la poetisa evaluando el acontecer educativo en Chile y el mundo.

Estas preocupaciones, por lo mismo, constituyen una fiable descripción del acontecer de la educación nacional, en la época en que cada una de las entradas del texto fuera escrita y fechada. La extensión de tiempo que cubren las anotaciones es, de hecho, nada despreciable, puesto que abarca textos desde 1906 hasta los años del reconocimiento internacional del Nobel, a mediados de los 40.

La Mistral es siempre severa crítica de los burócratas y amante maestra de niños y niñas. Con las armas de su palabra, desliza juicios y aprecios, expresa sus afinidades electivas y, en todo momento, evidencia su fe en los niños y su menosprecio por las meras formas de la administración educativa -especie de weberiana jaula de hierro que habría de producir especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón, justamente por ausencia de gracia.

El profesor muestra su gracia, justamente, cuando narra, al contar, cuando haciendo uso del lenguaje rapta el imaginario precoz, audaz de los niños y cuando consigue que éstos se dejen guiar por su indómita fuerza interior: suerte de voz rousseauniana, primaria y prístina, que conduce el proceso educativo hacia la zona del éxito, que no es más pero tampoco menos, que el mismo niño y el despliegue de su ser. Y en este trayecto, en la odisea de aprendizaje que es el currículo y que es la escuela -que es su mapa y su territorio-, el libro y la lectura tienen una posición sin par. Contar, enamorar mediante la palabra, como hicieran Jesús y todos los grandes maestros de la humanidad, es para Mistral el paradigma de la enseñanza.

La enseñanza es la más alta poesía.

Así lo entendió la Mistral. Así lo profesó.

En esas varias formas que adoptó su credo pedagógico: a veces en tono vocativo, a veces evocativo, a veces imperativo, Mistral representa en estos pasajes, el ideario de una generación de maestros y maestras que concibieron y conciben su humano empeño por enseñar, como tarea cuya única meta es la religación del ser con el ser. Esta unidad de uno-con-uno-mismo, que es el Paraíso que se nos prometió y que es, también, un acto creador. El Paraíso de ser uno mismo.

Por eso la enseñanza es poesía, por crear en los niños un ser que ya son, revelándose como la única posibilidad que el niño tiene ante sí: ser él mismo. El educador reconcilia, pacifica, unifica los materiales enérgicos y dispersos de la infancia en un proyecto de ser.

El educador tiene en sus manos la tarea de la humanidad. Pero por eso mismo, por tan importante tarea, hay quienes piensan que no puede dejarse en las solas manos de los docentes la educación de las nuevas generaciones, puesto que de ella depende la construcción del futuro esplendor que el himno patrio da por sentado.

¿Cómo conciliar la más alta moral de la enseñanza con el registro apenas rasante de la planificación social? ¿Cómo y por qué hemos llegado a oponer a los maestros con los planificadores? A fin de cuentas, ¿no nos creíamos ya librados del romanticismo de los primeros y del positivismo craso de los segundos? ¿No es que aquí la educación chilena sigue atenazada por los cuernos de un dilema decimonónico? Eso es lo que me parece.

De modo que estas preguntas no son más que retórica: nuestra imaginación poética no puede seguir yendo en paralelo al camino de la planificación social. Eso parece ser el caso, sin embargo. Un caso que, me temo, ha hecho de su limitación epistémica una discapacidad ontológica, al punto de no poder representarse el problema de la educación sino como falta de diseño y de planificación o, a la inversa, como falta de gracia o de duende.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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