Publicidad

Un compromiso de los jueces con la infancia

Publicidad
Álvaro Flores y Pedro Maldonado
Por : Álvaro Flores y Pedro Maldonado Presidente ANM Chile y juez de Familia, respectivamente.
Ver Más


Hace pocos días se efectuó en la ciudad de Coyhaique la Convención anual de la Asociación Nacional de Magistrados, instancia que reunió a una gran cantidad de jueces asociados de todo Chile. En la ocasión se aprobó en su Asamblea, quizás uno de los acuerdos más relevantes de los últimos tiempos, cuyo protagonista fue la infancia.

En el contexto de la crisis del sistema de protección de la infancia y sin perder de vista que ésta enraíza principalmente en una institucionalidad ineficaz a la hora de materializar los compromisos internacionales del Estado en orden a dar cautela a niños, niñas y adolescentes vulnerables, desde hace algunos meses, venía fraguándose al interior de la magistratura un  movimiento  que cristalizó en un informe técnico presentado a la asamblea general sobre el rol que le ha cabido a los tribunales en la problemática de la infancia vulnerada.

El acuerdo en materia de infancia constituye una carta de navegación para la judicatura en general. Es, a la vez, un auténtico manifiesto de los jueces en favor de la independencia, el debido proceso y los alcances de la potestad jurisdiccional en democracia, al tiempo que busca  poner límites a las intromisiones de la cúpula en el ejercicio de una función que exige independencia como garantía de los ciudadanos.

Dos grandes ejes estructuran el pacto. El primero, basado en la relevancia histórica del trabajo realizado en el año 2011, traducido en un diagnóstico elaborado entre el Poder Judicial y Unicef referido a la situación que vivían los niños en el sistema residencial, conocido como “Informe Jeldres”, y que hasta la fecha aún no es dado a conocer, pese a que los resultados y hallazgos no sólo se repiten actualmente, sino que se han agravado con la detección de cientos de muertes de niños al interior de las residencias, ocultas bajo la denominación de “egresos administrativos”.

[cita tipo=»destaque»]Resulta entendible entonces que en los últimos años se haya mantenido un larvado malestar entre los jueces, y que, de la mano del fracaso de las estrategias de gestión –insertas en el propio fracaso del sistema de protección global-, haya germinado un proceso de fuerte crítica, especialmente entre jueces de Familia.[/cita]

En este punto, el acuerdo de Coyhaique plantea la exigencia al máximo tribunal de entregar finalmente el informe a los jueces. Esto tiene relevancia, además, porque dicho informe fue la base de dos comisiones investigadoras en la Cámara de Diputados, donde se relevó la gravedad de las condiciones en que se hallaban los niños (y que fueron recogidas también por la misión de observación que este año realizó el INDH), una de cuyas conclusiones apuntó a que el máximo tribunal aportare tal información, con vistas a la tarea de atender las graves vulneraciones de derechos allí señaladas.

El segundo eje del acuerdo, desde una perspectiva más global, tiene como base un reclamo desde las instancias más profundas del gremialismo judicial, en pos de cautelar la independencia de la función jurisdiccional. Está dirigido a la Corte Suprema y sus constantes acciones de intromisión en dicha esfera por las más diversas vías, especialmente por la de la regulación reglamentaria, rebasada de sus límites constitucionales. Se plantea por la vía de definición de importantes principios,  la exigencia de salvaguarda de la independencia, el deber de relevar la jurisdicción por sobre los objetivos de gestión administrativa, el volver a centrar el foco en los derechos fundamentales de las personas, reforzando las facultades de imperio de los jueces (hacer cumplir lo decretado) y la exigencia de un debido proceso para los niños a través de una defensa jurídica autónoma y especializada que supere la actual restricción.

En la línea de las críticas a las intromisiones manifiestas a la independencia judicial por mano reglamentaria, la creación de unidades administrativas, como el Centro de Medidas Cautelares (CMC) de Santiago (que en su orgánica y funcionalidad se constituye como un verdadero tribunal de facto) ha sido uno de los focos del reproche de los jueces. Por esta vía, dichas unidades, en los hechos, han significado la sustracción de parte de la competencia natural de los jueces de Familia, entregadas por esa vía a unos pocos, atrincherados en estos entes administrativos que privilegian hitos de gestión.

La conclusión tras este análisis no ha podido ser otra: el CMC debe ser eliminado y debe devolverse a la totalidad de los jueces de familia la competencia de protección, al tiempo que reforzar con recursos y personal las unidades de cumplimiento de los tribunales y optimizar las estrategias de coordinación.

Tales criterios de gestión implantados hace algunos años, apuntaron más que a la solución de los casos, a la celeridad de los procesos y al término estadístico de las causas. Esta reforma interna fue ejecutada incluso echando mano a explícitos medios coercitivos sobre los jueces de primer grado (amenazas de sanción), aprovechándose de una organización judicial vetusta, que subordina disciplinariamente a unos jueces respecto de otros, en un modelo absolutamente impropio de un régimen  democrático.

Hemos rechazado esta anomalía. No es posible que el desequilibro introducido por tal concepción finalista de la gestión, signifique que ésta  termine por derrotar a la jurisdicción.

Resulta entendible entonces que en los últimos años se haya mantenido un larvado malestar entre los jueces, y que, de la mano del fracaso de las estrategias de gestión –insertas en el propio fracaso del sistema de protección global-, haya germinado un proceso de fuerte crítica, especialmente entre jueces de Familia.

El escenario gremial, entonces (inmunizado a los cálculos de carrera que inhiben la crítica ascendente en la trastienda institucional) fue la ocasión propicia y anhelada para transformar el malestar en las propuestas para sentar las bases de una jurisdicción cautelar de familia que exige –entre otras medidas- devolver a los jueces sus competencias para operar al máximo de su potencial y el irrestricto respeto a las condiciones irrenunciables del ejercicio de la función judicial.

Es así a que el nuevo trato que se reclama, plantea la necesidad de que la Corte Suprema abandone la función de regulación de la labor jurisdiccional de los jueces, pues le está vedado normar en tal materia.  No cabe duda que corresponde  a los jueces pensar de qué forma ejercer mejor la jurisdicción, en armonía con los mecanismos de gestión administrativa que proveen como apoyo  las reformas orgánico-procesales, siempre bajo el principio de respeto a los derechos de las personas, a través de decisiones justas y basadas estrictamente en los mandatos legales que dan contenido a la jurisdicción. Una ecuación en que la gestión ha de ser una herramienta, pero no la finalidad que orienta al sistema de justicia.

Los acuerdos gremiales ya fueron entregados al máximo tribunal del país, y está por verse qué acciones se adoptarán por dicha instancia.

Confiamos y creemos que es tiempo de enmendar el camino. A eso aportaremos desde esta hoja de ruta, sin perder de vista que la función principal que la sociedad nos encomienda es ejercer la jurisdicción, y sin eludir la crítica a las regulaciones y medidas que pueden terminar por extraviarla.

 

 

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias