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Un hombre fantástico

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Sebastián Collado
Por : Sebastián Collado Magíster en "Género, Cultura y Cambio Social" en la Universidad de Innsbruck (Austria).
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Berlín, 21 de octubre de 2017. Día otoñal, húmedo y frío (como casi siempre en esta ciudad). Con uno de mis amigos alemanes quedamos de encontrarnos a las 17:40 en el bar del cine Sputnik, una pequeña sala de proyección de películas en el piso 6 de un edificio del barrio de Kreuzberg. Tres días antes nos habíamos puesto de acuerdo para ver la película chilena de Sebastián Lelio: “Una Mujer Fantástica”.

Había varias razones para estar nervioso antes de la función. Desde que vivo en el extranjero, ver películas chilenas se ha trasformado en una especie de ritual, un momento de conexión con realidades que son de algún modo tanto propias como ajenas, luego de muchos años fuera de Chile.

Me encanta que me muestren Santiago, me gusta ver la cordillera, mirar como va vestida la gente en la calle, como han cambiado los edificios. Siento una fascinación por esos espacios que yo no conocí y que aún me quedan por descubrir. Al mismo tiempo, me molestan esas relaciones jerárquicas entre los géneros, las orientaciones sexuales, las etnias y las clases sociales. Me cuesta sentarme y presenciar ese espectáculo inconsciente donde pareciera ser que en Chile la empatía simplemente dejó de existir.

Sin embargo, esta vez mi nerviosismo no estaba solo relacionado conmigo. Esta ida al cine era particularmente simbólica. Mi amigo, al igual que el personaje que interpreta Daniela Vega, es un hombre fantástico: un hombre transgénero. Si bien hoy mi amigo vive en Berlín donde, en general, la diversidad es considerada parte esencial e irrenunciable del tejido social de la ciudad, él originalmente proviene del sur de Alemania, una región caracterizada por su conservadurismo. Es por esto, que el viaje heroico que mi amigo ha hecho hasta ahora ha estado marcado, muchas veces, por la confusión, el miedo y el sufrimiento.

El día previo investigué un poco sobre la película e inmediatamente imaginé que podía ser fuerte para mi amigo el verse confrontado a una violencia de la cual él, much*s de sus amig*s y conocid*s transgénero (y en general personas no-normativas) son víctimas cotidianamente. Pese a esto, decidimos ir.

[cita tipo=»destaque»]Mi amigo, al igual que el personaje que interpreta Daniela Vega, es un hombre fantástico: un hombre transgénero. Si bien hoy mi amigo vive en Berlín donde, en general, la diversidad es considerada parte esencial e irrenunciable del tejido social de la ciudad, él originalmente proviene del sur de Alemania, una región caracterizada por su conservadurismo.[/cita]

En contra de cualquier cliché sobre l*s alemanes, mi amigo llegó casi 20 minutos tarde. Rápidamente compramos nuestros boletos, unas cabritas dulces y entramos a la sala. Durante la película podía sentir como mi amigo se encogía en su butaca mientras Marina, el personaje que interpreta Daniela Vega, era una y otra vez humillada por la policía y la familia de su pareja solo por el hecho de no satisfacer sus expectativas de género. Al salir del cine mi amigo rompió en llanto, no pudo contener tanto dolor en su cuerpo, ese dolor de Marina que finalmente representaba su propio dolor durante todos estos años.

Mientras caminábamos hacia su casa, conversamos horas sobre su cansancio, sobre no querer seguir viviendo la vida como una constante batalla. Mi amigo, al igual que la gran mayoría de las personas transgénero, se ve constantemente enfrentado a un mundo que cuestiona sus decisiones, su salud mental y su cuerpo. Si bien yo considero a mi amigo una persona fuerte y decidida, él reconocía estar abatido, que sus fuerzas no son interminables, que su ganas también se acaban y que su paciencia se agota.

Durante nuestra conversación, no podía dejar de pensar en un momento particular de la película en el que el personaje que interpreta Aline Kuppenheim, Sonia, le dice a Marina: “Cuando te miro, no sé que es lo que veo”. Frente a esta escena, yo me preguntaba: ¿Cómo Sonia no sabe que es lo que ve? ¿No era evidente que frente a ella había “simplemente” un ser humano? ¿Por qué a mi me parece tan evidente y a Sonia no? ¿Por qué Sonia pone en duda la legibilidad de la humanidad de Marina? ¿Qué rol juegan las normas de género a la hora de reconocer a otro ser humano como tal? Reflexioné durante mucho tiempo sobre mi amigo: ¿Por qué su humanidad, al igual que la de Marina, es una y otra vez cuestionada por su entorno? ¿De qué humanidad estamos hablando?

Desde un punto de vista posestructuralista, el concepto de humanidad no puede ser comprendido como una idea ahistórica o acultural. Esto vale para la humanidad de mi amigo, para la de los personajes de “Una Mujer Fantástica”, y ciertamente, para la mía o la de la/el* lector/a* de este artículo. De acuerdo a esta escuela de pensamiento, los conceptos sociales que asumimos como “evidentes” y “naturales” son el resultado de procesos históricos, los cuales, a su vez, están determinados por relaciones de poder específicas. Esto quiere decir que cada un* de nosotr*s, al momento de nacer, entra en un mundo ya construido, el cual es impuesto sobre nosotr*s. En este sentido, el proceso de “auto-hacerse” nunca es una acción aislada del entorno que ya estaba ahí al momento de nuestra llegada al mundo. Esto incluiría también las definiciones normativas de humanidad que nos encontramos a lo largo de nuestra vida.

Comprender nuestra existencia como una realidad inseparable del entorno que nos recibe al momento de nacer, tiene profundas implicaciones tanto a nivel social como individual.

A nivel social, se puede decir que nacemos dentro de un gran y complejo organismo en funcionamiento, implicando que el mundo social no es inaugurado con nuestra llegada. Este organismo social posee reglas y mecanismos, los cuales debido a constantes procesos de naturalización e invisibilización, parecieran ser estables y evidentes. Dentro de estas muchas reglas están incluidas también las normas de género: esa idea de que nuestra anatomía definiría nuestra identidad. En términos simples, esto apunta a la noción de que el hecho de poseer ciertos órganos sexuales determinaría nuestros gustos, roles sociales, orientaciones sexuales y, actualmente, incluso nuestros salarios. A su vez, pareciera ser que dichas normas de género, o más bien la no satisfacción de los estándares de género que se espera de nosotr*s, amenazaría la posibilidad de ser reconocido como ser humano en completitud. Esto es precisamente lo que podemos observar en “Una Mujer Fantástica” cuando Sonia expresa su imposibilidad de ver a Marina, su incapacidad de reconocerla debido a su ilegible performance social.

A nivel individual, comprender el proceso de la formación de la identidad como un fenómeno personal no aislado del mundo social tiene importantes consecuencias al momento de reflexionar sobre el texto de Sonia: “Cuando te miro, no sé que es lo que veo”. En ese momento, el personaje de Kuppenheim argumenta que es incapaz de hacer sentido de lo que tiene frente a ella, pareciera ser un momento en el que al personaje se le agotaran sus herramientas de lectura de la realidad. Se podría decir que Sonia posee limitadas posibilidades de interpretación y que estas están directamente relacionadas con normas de género sociales que ella, desde su posición privilegiada, no cuestiona, o más bien, decide no cuestionar. Sonia se niega a discutir con Marina como la nueva mujer de su ex marido. La estrategia empleada por ella es, desde un comienzo, la de patologizar a Marina. La discusión ocurre finalmente entre una “mujer de verdad” y “un loco”, o como ella dice: entre ella y “un perverso”.

Frente a la negación de Sonia de validar a Marina como mujer, cabe preguntarse: ¿Estamos destinados, por el hecho de haber nacido en una sociedad con ciertas normas de género, a continuar negándole el reconocimiento a seres humanos que no viven en conformidad de estas? ¿Existe la posibilidad de que personas como Sonia, cuya concepción del mundo parece inamovible, puedan generar procesos de encuentro empáticos con ese “otr* divers*”?

En una primera lectura, se podría argumentar que las personas como Sonia, debido a sus privilegios de clase, étnicos y sexuales, están condenadas a la repetición constante de las relaciones de poder que les permite resguardar tanto su posición social como su propia identidad. Pareciera ser que el hecho de poseer ciertos privilegios sociales hiciera posible, o a lo menos más fácil, el crearnos una idea de nosotr*s mism*s como seres humanos “más adecuados” que es*s otr*s que no satisfacen criterios tácitos de humanización.

Basándose en los estudios del psicoanalista francés Jean Laplanche, se puede argumentar que, pese a esa fantasía de completitud otorgada por ciertos privilegios sociales, todos los seres humanos comparten un origen marcado por una vulnerabilidad radical, por la in-completitud natural de la vida. Para Laplanche, al momento de nacer las personas ingresan a un mundo ya construido no codificable por el recién nacido. Literalmente, el mundo nos sobrepasa. A este momento pre-lingüístico, en el cual el cuerpo-mente aún no posee la capacidad de reflexión y procesamiento, Laplanche le llama el trauma primario.

Debido a su naturaleza pre-lingüística, este trauma no es rastreable de manera consciente por el adulto. En este sentido, se puede decir que, pese a los privilegios sociales, todas las personas comparten ese mismo origen de absoluta vulnerabilidad. La gran diferencia radicaría, y es la tesis de este artículo, en la posibilidad de crear narraciones adecuadas que permitan la re-significación del trauma, posibilidad que, desde un punto de vista psicosocial, no está desconectada de aquellos privilegios que harán de esto una faena posible, que se vuelve particularmente evidente en el caso de personas transgénero, cuyas posibilidades de narración siempre se ven coartadas por un lenguaje heterosexista que no da cabida a la complejidad de su existencia.

Si bien, en nuestra sociedad, la tendencia pareciera ser la negación constante de nuestra propia vulnerabilidad humana -la negación del trauma primario de Laplanche- el filósofo Emmanuel Lévinas ve en esta vulnerabilidad la posibilidad de transformación de las relaciones sociales desde un lugar de la negación a otro, de reconocimiento de ese ser humano distinto a mí. Sin menospreciar la necesidad de una narración que permita re-significar las propias dificultades de la vida, Lévinas nos invita a explorar la imposibilidad de poseerse a uno mismo de forma absoluta.

Para Lévinas, cuyo mayor interés era crear una teoría de la responsabilidad, la capacidad de cuidar del otr* no nace desde la idea abstracta de “ponerse en el lugar del otr*”, sino más bien de la acción concreta y corporizada de “ponerse en el lugar de un* mism*”, de descubrir el propio dolor en relación a la existencia en un mundo que nos sobrepasa.

Basándose en este autor, se podría sugerir que Sonia, el personaje de Aline Kuppenheim, al negarse a la posibilidad de apertura de sus propias nociones de humanidad, representa de manera arquetípica la imposibilidad de transformación en pos de la mantención de un orden social existente. En un proceso inverso, desde una perspectiva “levinaseana”, para poder generar algún tipo de cambio social la condición primera sería un proceso de transformación de nuestros propios límites como seres humanos. El reconocimiento de ese “otr* divers*” solo podrá acontecer en tanto un “yo”, a través del reconocimiento de su propia vulnerabilidad, decida activamente ampliar sus márgenes normativos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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