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Capitalismo feliz, o el error de diagnóstico de la sociedad chilena

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En un inicio, quienes se oponían a la agenda de transformaciones que (presuntamente) traía bajo el brazo el actual Gobierno, levantaron la hipótesis de que en dicha agenda subyacía un error de diagnóstico sobre lo que necesitaba y demandaba la sociedad chilena. En la actualidad, y con una simpleza asombrosa, buena parte de los analistas políticos parecen haber encontrado la evidencia definitiva para respaldar dicha hipótesis: el liderato de Piñera en las encuestas y la alta satisfacción con la vida de los chilenos. Todo se reduce a una lógica simple, donde las preferencias hacia Piñera demuestran un rechazo a las reformas del actual Gobierno, al tiempo que la satisfacción con la vida tira a la basura la premisa de que asistíamos a una irrupción del malestar social.

Este último punto resulta de particular interés. La semana pasada, en uno de los tantos paneles radiales que analizaban los resultados de la encuesta CEP, un conocido comentarista dijo: “esta es la lámina que más me gusta: el 70% de los chilenos está satisfecho con su vida personal. El 70%. Estar satisfecho significa estar feliz, básicamente”, algo con lo que todo el panel estuvo de acuerdo. Sobre esto, es claro que no podemos decir que es una afirmación falsa, ya que según el World Happiness Report 2017, que es patrocinado por la ONU, Chile es el país más feliz de Sudamérica y se ubica en el puesto 20 de los 155 países que componen el ránking elaborado en base a encuestas de satisfacción con la vida. Pero si bien no es falso, sí es una asociación ligera, que pasa por alto una pregunta crucial, ¿por qué se destinan recursos públicos y privados para saber si la población está feliz?

Es relativamente conocido que los primeros intentos por medir la felicidad de la población comenzaron en 2007 en Bután, como resultado de la desconfianza que mostraba su rey ante el PIB como mecanismo de medición del bienestar, lo que lo llevó a proponer el concepto de Felicidad Interna Bruta. En poco tiempo esta idea fue mundialmente abrazada. Gallup, la empresa de estudios de mercado y opinión pública más grande del mundo, en su último Global Emotions Report, se hace cargo de las críticas sobre los problemas de medir “datos blandos”, como las emociones y la felicidad, haciendo alusión al campo de la economía conductual: solo el 30% del actuar es racional,  y el 70% restante es emocional. De ahí se concluye que mediciones como el desempleo o el PIB ayudan a cuantificar este 30% racional, pero es necesario adentrarse a ese 70% que ha sido dejado de lado a través de la medición del bienestar subjetivo, las emociones y la felicidad.

[cita tipo=»destaque»]Esto es lo que hace liviana la conclusión de que los altos niveles de satisfacción con la vida de los chilenos es una muestra de lo errado del diagnóstico del malestar social, ya que se pasa por alto el funcionamiento de este mandato de ser feliz sobre el que descansa el capitalismo contemporáneo. Si la felicidad se plantea como una decisión personal que, además, determina las capacidades de éxito de los proyectos, resulta poco sorprendente que el 70% de los chilenos declaren estar satisfechos con sus vidas.[/cita]

Puestas las cosas de esta manera, pareciera ser que esta apertura a la felicidad es un intento por aumentar nuestra comprensión de la acción humana, por combatir un racionalismo que hoy parece ser excesivamente rígido para entender lo que hacemos. Eso es lo que nos dice Saamdu Chetri, el Director Ejecutivo del Centro de Felicidad de Bután, cuando sostiene que la felicidad no tiene que ver con reírse o contar chistes, sino que es “permanecer contigo mismo, conectando tu mente, tu cuerpo y tus pensamientos”. Ahora bien, el mismo Chetri agrega algo central: que “ser feliz o estar triste es una elección en cualquier situación”. Aquí podemos apreciar un deslizamiento clave, donde la felicidad pasa de ser una dimensión generalmente soslayada en la explicación de la acción humana, a un capital que puede ponerse en juego en cualquier situación.

Esto es lo que distintas investigaciones críticas en la materia han puesto de relieve: en el campo de los estudios sobre la felicidad, ésta ha sido convertida en un input que permite optimizar los objetivos de los individuos, un recurso a administrar por las personas en cualquier proyecto que persigan. Que la clave del éxito radica en la felicidad personal es el pilar fundamental del capitalismo contemporáneo, el que cuenta con una serie de dispositivos, como la psicología positiva, el coaching, el mindfulness, el yoga, las terapias orientales, entre muchos otros, que apuntan a conectar cuerpo y mente, a producir individuos felices que logran sus objetivos. Esto es lo que hace de la felicidad un mandato social que recae sobre todas las personas, ya que, si la felicidad es el determinante central del éxito, es responsabilidad del individuo aumentar sus niveles de felicidad, elegir siempre estar feliz, dado que una mente y un cuerpo feliz, nos dicen estos dispositivos, todo lo pueden.

Esto es lo que hace liviana la conclusión de que los altos niveles de satisfacción con la vida de los chilenos es una muestra de lo errado del diagnóstico del malestar social, ya que se pasa por alto el funcionamiento de este mandato de ser feliz sobre el que descansa el capitalismo contemporáneo. Si la felicidad se plantea como una decisión personal que, además, determina las capacidades de éxito de los proyectos, resulta poco sorprendente que el 70% de los chilenos declaren estar satisfechos con sus vidas. Lo que sí sorprende es que no se aprecien los potenciales focos de malestar individual y social que produce un mandato de esta índole, donde toda la responsabilidad del éxito o el fracaso en la vida son individualizados, convertidos en el fruto de un buen o mal manejo del bienestar personal, de la capacidad de aumentar la felicidad.

Finalmente, la expandida idea de que los altos niveles de satisfacción con la vida constituyen una prueba irrefutable del mal diagnóstico de la izquierda chilena es una muestra, además, del profundo carácter antipolítico del debate nacional, donde el combate de proyectos políticos es reemplazado por una pugna entre instituciones de medición de la opinión pública que aspiran a encontrar la Verdad de las cosas en “los datos”. De esta manera, se asume que las encuestas operan en lo social, vale decir, van en búsqueda de esa Verdad que yace ahí a la espera de ser encontrada, cuando en realidad operan sobre lo social, esto es, co-construyen verdades junto a una serie de otros dispositivos. Es este carácter performativo de las encuestas el que se deja de lado en gran parte de los análisis, y es también lo que permite sostener que en un país donde 7 de cada 10 personas se declaran felices con su vida no hay lugar para el malestar ni, menos aún, posibilidad de transformar el propio sentido de lo que entendemos por felicidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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