Chile se encuentra sin proyecto país y no requiere de un Presidente de la República con un programa muy acabado. Requiere exactamente una visión de crecimiento y desarrollo, una de instituciones políticas y administrativas del Estado, y una de decencia social, con valores y principios republicanos, donde no se humille a los ciudadanos, y con plena conciencia de que ciertos valores, como la educación, la salud y la previsión, son bienes públicos perfectos que deben estar asegurados en igualdad de condiciones para todos. Son nociones doctrinarias con temas prácticos que trascienden el marco temporal de un Gobierno.
En Chile, prácticamente nadie cede a la tentación presidencialista. Tal es la obsesión política que, antes que se elija un nuevo Mandatario en una segunda vuelta presidencial, analistas, periodistas y los propios partidos políticos salen en busca de “rostros” de reemplazo, construyendo un bestiario sobre la sucesión presidencial, cuando todavía no se diseñan ni digieren los nuevos platos del menú político nacional. Por lo tanto, no es el nombre sino el cargo y su aura lo que importan, aunque el nudo sistémico de la política esté en otra parte.
Hace doce años que el país está pegado en dos nombres, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, en medio de una discusión sobre cambios que en realidad no han existido, al menos con la profundidad que ellos pretenden. Y, pese a que ambos solo han sido administraciones de resultados mediocres, con más o menos énfasis sobre aspectos controvertidos del modelo y más o menos sensatez en la dirección económica, ahí están, gozando todavía del viento de cola que da el cargo.
De manera sustantiva, no hay un solo hecho desde el 90 del siglo pasado hacia acá –tal vez con la excepción del giro en la matriz energética del país– que pueda sindicarse como un cambio estructural de la economía o la sociedad, bajo impulso de la modernidad. Todo el resto –y no digo que sea malo– ha sido el resultado de mejoras graduales e incrementales que, como todo en la vida de un Estado, expresan correlación de fuerzas, incluidas las políticas, en las que muchos problemas se transforman en bombas de tiempo porque nadie tuvo ni la visión ni la voluntad de ponerlos en la agenda.
Los avatares de la educación pública se vienen discutiendo desde 1990, primero como un problema de calidad y docencia en la educación básica y media, y luego como un problema de acceso, financiamiento y mercado en la educación superior. Nunca como algo integral. En estricto rigor, el asunto se hizo virulento, política y socialmente, solo cuando estalló como un tema de economía financiera y deudas bancarias en el seno de las familias. No antes ni por su propio mérito. Solo cuando el lucro se desbordó hacia la mala calidad y la usura dio al traste con la vieja promesa republicana de que la educación era el principal impulso de movilidad social y el pasaporte al futuro para las nuevas generaciones. Fue el año 2006 cuando se escucharon voces serias sobre desmunicipalización y reforma curricular, calidad y fin al lucro. Doce años después, el debate aún no se resuelve.
Lo más notorio y profundo, en materia de cambios introducidos por la recuperación democrática de los años 90, ocurrió –sin llegar a ser estructural– en el orden político institucional, con la civilización del poder dictatorial contenido en la Constitución de 1980, aún vigente.
Ese proceso, muy dificultoso, consumió esfuerzos personales, recursos y tiempo que podrían haber sido destinados a mejor causa, por la sola obstinación de una dictadura cívico-militar por mantener bolsones ilegítimos de poder como algo autónomo frente al mandato de las urnas o al poder civil en forma.
Ello impidió hasta ahora una reforma profunda del Estado –como administración y como instituciones de poder de este– e incluso el control normal de algunos de sus servicios, como la defensa nacional y la seguridad y el orden público. Notorios son la corrupción y desfalcos al erario nacional en ese sector, prácticamente impunes hasta ahora vis a vis con la incompetencia de los responsables políticos del sector.
[cita tipo=»destaque»]La vida de una sociedad plural puede parecer hoy alocada creando nuevas categorías de lo social, individualismo y colectivismo, según sea el tema. En verdad vamos camino a sociedades híbridas de cursos políticos rápidos y heterogéneos sin una verdad finalista, que dejan con la boca abierta a las encuestas y desafían a los que quieren dirigir la política y deciden esperar que el tiempo les dé la razón. “El tiempo debe detenerse”, decía Aldous Huxley en esa espléndida novela. Pero sigue transcurriendo y he ahí uno de los problemas clave del arte de la política.[/cita]
En estricto rigor, la dictadura duró 17 años, pero estuvo presente y con poder 8 años más, mientras Augusto Pinochet fue comandante en Jefe del Ejército, y siguió ostentando ciertos honores reservados a los más altos órganos del Estado. Y luego se proyectó ocho años más, aunque ya solo como problema de criminalidad por delitos de lesa humanidad y corrupción, que enturbiaron el ambiente político nacional. Ello, hasta que se produjo finalmente su exitus letalis como determina la naturaleza. Si Pinochet duró tanto no es porque fuera un súper estadista, sino simplemente representaba una idea de país dominante entonces por la fuerza, y que hoy está en el 8 por ciento de Kast y un poco más, y que en estricto rigor nunca fue mitad más uno en las urnas.
De verdad pienso que Chile se encuentra sin proyecto país y no requiere de un Presidente de la República con un programa muy acabado. Requiere exactamente una visión de crecimiento y desarrollo, una de instituciones políticas y administrativas del Estado, y una de decencia social, con valores y principios republicanos, donde no se humille a los ciudadanos, y con plena conciencia de que ciertos valores, como la educación, la salud y la previsión, son bienes públicos perfectos que deben estar asegurados en igualdad de condiciones para todos. Son nociones doctrinarias con temas prácticos que trascienden el marco temporal de un Gobierno.
Claro, el cómo se hace eso, constituye el quid al que se enfrentan los partidos y visiones en pugna, sobre todo si se plantean tomar leche antes de comprar la vaca, es decir, gobernar más que el tiempo para el cual fueron elegidos. La parte fácil frente a esto es decir ‘elijamos a tal o cual para la Presidencia y luego vemos’, y cuando estamos a punto de concretar un paso, empezamos anticipadamente a buscar el nuevo mesías.
Ninguna solución de Gobierno es fácil si, en primer lugar, no se tiene noción de que el país no es la ínsula Barataria de Sancho Panza, sino un país plural, que requiere de un diseño político institucional incluso –y tal vez principalmente– de regiones y de una redistribución del poder político institucional anclado injustificadamente en la Presidencia de la República.
También, tomar consciencia de que los procesos políticos no solo arrastran soluciones o problemas, sino que condicionan el ejercicio de competencias y la adopción de nuevas decisiones para todos los gobernantes. Los yerros o aciertos en materia de políticas públicas tienen consecuencias sociales, los que son verdaderos hijos putativos que las nuevas condiciones no pueden obviar. ¿Un ejemplo? Los deudores actuales de créditos del CAE.
Parece conveniente señalarlo porque los diseños y los debates, por ejemplo, el reloj del Frente Amplio, independientemente de cuánto tiempo lleven y sobre qué se afirmen –si un nombre, un cargo o un acuerdo–, se prueban en la realidad. Y esta tiene un transcurso que no se detiene ni espera que los debates alumbren la solución sino solo la orientación a seguir.
La vida de una sociedad plural puede parecer hoy alocada creando nuevas categorías de lo social, individualismo y colectivismo, según sea el tema. En verdad, vamos camino a sociedades híbridas de cursos políticos rápidos y heterogéneos sin una verdad finalista, que dejan con la boca abierta a las encuestas y desafían a los que quieren dirigir la política y deciden esperar que el tiempo les dé la razón. “El tiempo debe detenerse”, decía Aldous Huxley en esa espléndida novela. Pero sigue transcurriendo y he ahí uno de los problemas clave del arte de la política.