Por el momento, las fuerzas derrotadas no dan señales de reconocer su responsabilidad. Absurdamente algunos hasta quieren culpar a Lagos, por no haber apoyado “con entusiasmo” a los capitanes del fracaso. Por otro lado, otros quisieron negar la politicidad de lo sucedido: “No fue una derrota política, sino electoral”, dijo Narváez. Aunque a medias, salvó ese bache el reconocimiento noble del candidato derrotado y el gesto presidencial de saludar y luego visitar al vencedor, para “sana envidia” de un político argentino.
Esa tarde de domingo, ya asegurada la victoria de Sebastián Piñera, los telespectadores se asomaron a un raro momento de “imagen-verdad”. Michelle Bachelet –por error o desincronización de los operadores– se vio expuesta por largos segundos ante una cámara de videoconferencia, esperando la conexión para cumplir con el rito de saludar al vencedor. Los chilenos la vieron con su mirada perdida y más desencajada que en los peores momentos de su Gobierno. Era el rostro vivo de la amargura, en contraste con las palabras de buena crianza que pronunciaría después.
Poco antes, en un hotel céntrico, el derrotado Alejandro Guillier se había mostrado sereno, elocuente y empático, ante las cámaras, para reconocer su derrota con gallardía. Junto a su esposa saludó “el impecable y macizo triunfo” de Piñera, en su mejor estilo de comunicador fogueado. De paso, invalidó, su campaña previa de amenazas y temores catastróficos, llamando a una “colaboración eficaz” con Piñera. “Este es tiempo de renovación, no de retroceso”, sentenció.
Ese juego de imágenes confirmó que la pugna personalizada no se dio entre Guillier y Piñera, sino entre este y la Presidenta (ver El Mostrador de 24.11.2017). Los análisis electorales que siguieron toda la noche poco agregaron a esa realidad.
Los enemigos de Bachelet le aplicarían, gustosos, el epígrafe lapidario que se inventara para Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”. Por su parte, los historiadores tendrán serios problemas para decodificarla. Baste señalar que su itinerario la muestra como una Presidenta de izquierdas dos veces victoriosa, dos veces derrotada por el centroderechista Piñera, más impermeable que consistente y más autoritaria que conductora.
Su biografía podría explicarla… al menos en parte. Ella no llegó a La Moneda como Salvador Allende, tras una larga carrera política mechada con teoría, ni con la sólida preparación académica de Ricardo Lagos. La suya fue una plataforma de simpatía personal, condición de género y dramática experiencia con la dictadura. Según sus camaradas socialistas, era una “abnegada militante” que, bajo el embrujo de Fidel Castro, no temía relacionarse con los resistentes de la vía armada.
Con ese background, nunca se resignó a la prosa “reformista” de la Concertación. Tal vez por percibirlo, el patriarcal Patricio Aylwin desconfiaba de su “preparación política”. Pero –y tal vez por lo mismo– Lagos la proyectó como su sucesora. Luego, instalada en La Moneda, algunos quisieron imaginarla como una réplica de Nelson Mandela. Con sus heridas cicatrizadas, sería la mejor líder para una reconciliación. Otros, proyectándose a sí mismos, apostaron a que seguiría la línea moderada y negociadora de sus predecesores. Pero, cuando quedó claro que no iba por ahí su ruta, los decepcionados acuñaron un lema de apariencia machista, para proteger su propia seguridad: “Hay que cuidar a la Presidenta”. Léase, no debemos criticarla.
Es que la Bachelet Presidenta se identificaba más bien con el conde de Montecristo. Enarbolando el lema “realismo sin renuncia”, subestimó el legado económico de Andrés Velasco, toleró la imagen de la retroexcavadora, soslayó la reconciliación, buscó apoyo en las izquierdas duras, retrocedió en la política militar de sus predecesores, incorporó a los no renovados comunistas, alentó a los líderes de las izquierdas universitarias y siguió acusando a los dirigentes tradicionales por no funcionar “en clave ciudadana”.
La Concertación mutó, entonces, en Nueva Mayoría, con los dirigentes centristas en posición marginal, pero respetando la ley de hierro de los cargos asignados. En octubre pasado, enfrentando una funa de mujeres víctimas de la dictadura, la Mandataria se arriesgó a mostrar la raíz profunda de esa performance: “Yo tampoco perdono ni olvido, soy hija de un ejecutado político y ex presa política”.
A esa altura, ya estaba levantando y promocionando su legado propio.
Como senador oficialista e independiente, con formación de sociólogo, periodista y masón, Guillier no lucía como el mejor legatario de Bachelet. Su cultura humanista lo endilgaba hacia una socialdemocracia revitalizada, en la huella de Lagos. Una proyección póstuma de la exitosa Concertación.
Sin embargo, su escuálido 22,7% de la primera vuelta lo descompensó. El oficialismo que representaba era socialmente minoritario. Además, a su izquierda había emergido un sorprendente y juvenil Frente Amplio, que casi lo igualaba en votación. En paralelo y como en el poema de César Vallejo, la DC siguió muriendo.
En ese contexto, Piñera, con su 36,6%, representaba la minoría mayor, “el legado” bacheletista distaba mucho de convocar a la mayoría nacional y los electores del Frente Amplio no estaban dispuestos a cortarse las venas para impedir que ganara Piñera. Fue el análisis que Guillier debió hacer… pero no hizo. Optó por plegarse al de sus analistas y propagandistas más comprometidos con el Gobierno. Según estos, siendo Piñera “derecha pura”, Chile había producido el fenómeno más insólito de su historia política: el centro había desaparecido del sistema y el país estaba más izquierdista que en la mejor época de Allende.
Bachelet, olvidando su rol de “pato cojo”, amadrinó con fervor esa tesis polarizante. Con aritmética simplista, sumó los votos de Guillier, del Frente Amplio, de la DC moribunda y de los candidatos testimoniales, obteniendo como resultado un 55%. Si esa masa no estaba totalmente con ella, sí estaría totalmente contra Piñera, a esa altura ya convertido en su némesis personal.
A partir de ahí, Presidenta, vocera y equipo de Gobierno se zambulleron en la campaña electoral. Guillier, desbordado, debió asumir los clichés de las izquierdas duras, con amenazas de “meterles la mano al bolsillo a los poderosos” y hasta el eslogan guerrillero del Che Guevara “hasta la victoria siempre”. Su campaña de segunda vuelta proyectó, entonces, un cuadro ”posverdadero”, que retrotraía a los chilenos a los años del golpe y la dictadura.
Piñera, por su lado, percibió que los chilenos de a pie y hasta el Guillier real estaban más cerca del centro “inexistente” que de los extremos ideológicos. Como ello ensamblaba con su propia personalidad política, pudo mostrarse más transaccional, más intuitivo, más templado, más presidencial, cero rencoroso y con trajes mejor cortados.
Aunque no dejó de proporcionar algunas “piñericosas”, ello le permitió enfrentar a propios y a extraños. Así logró controlar desde la egoagresividad del “Cote” Ossandón, hasta la agresividad publicitaria de los candidatos testimoniales, pasando por la descalificación subliminal de muchos periodistas, que jugaron a demonizarlo como “el candidato de los ricos”.
[cita tipo=»destaque»]La Concertación mutó, entonces, en Nueva Mayoría, con los dirigentes centristas en posición marginal, pero respetando la ley de hierro de los cargos asignados. En octubre pasado, enfrentando una funa de mujeres víctimas de la dictadura, la Mandataria se arriesgó a mostrar la raíz profunda de esa performance: “Yo tampoco perdono ni olvido, soy hija de un ejecutado político y ex presa política”.[/cita]
En paralelo, mostró una mirada escéptica sobre la vieja díada derechas contra izquierdas y aplicó un principio esencial de la física y química: lo que existe no desaparece, sino que se transforma. Si los centristas ya no tenían expresión orgánica en el Partido Radical y en la DC, es porque estaban a la derecha, a la izquierda y en todo lugar. Rumbo a ellos dirigió sus redes, tras encomendarse a Aylwin, el gobernante transversal, a despecho de la tibia e inútil protesta de los democratacristianos.
Sobre esa base, asumió que, si bien podía valorar parte de la ejecutoria reformista de Bachelet, los chilenos no se cortarían las venas por una “refundación”, nombre sustituto de la vieja revolución. Ninguna aritmética electoral los haría olvidar a los operadores desprolijos, los empresarios coludidos, la judicialización rampante, la inseguridad ciudadana, los focos violentistas en germen, el “empate” como razón de Estado, el clientelismo sin disfraces y una corrupción que había permeado incluso a Carabineros.
Esto significaba que, en la situación límite de una segunda vuelta, los electores expresarían ese malestar, optando por una mejor administración del Estado, que incrementara los indicadores de bienestar, sepultando la soberbia pretensión del realismo sin renuncia. Como contrapunto, aceptarían que Piñera conocía mejor las palancas de la economía y garantizaba esa mejor gestión. Lo que para el “legado” era un vicio, para la mayoría pragmática sería virtud.
Quizás por eso, Piñera no denunció con estrépito la intervención del Gobierno en la campaña de Guillier. Tal vez entendió que su evidencia lo beneficiaba. De ahí que, en vez de poner a Bachelet en la picota de la denuncia internacional, optó por la denuncia solo doméstica, personalizándola en Paula Narváez, la vocera presidencial. El resultado justificó esa presunta contención. Su victorioso 54,57% fue la cifra a que aspiraba Guillier y el 45,43 de este, fue la que el oficialismo adjudicaba a Piñera.
Digamos que, por el momento, las fuerzas derrotadas no dan señales de reconocer su responsabilidad. Absurdamente algunos hasta quieren culpar a Lagos, por no haber apoyado “con entusiasmo” a los capitanes del fracaso. Por otro lado, otros quisieron negar la politicidad de lo sucedido: “No fue una derrota política, sino electoral”, dijo Narváez. Aunque a medias, salvó ese bache el reconocimiento noble del candidato derrotado y el gesto presidencial de saludar y luego visitar al vencedor, para “sana envidia” de un político argentino.
Primera: las izquierdas han olvidado una gran lección pragmática de Lenin: “A la derrota hay que mirarla cara a cara”. Hasta el momento esa señal no se ha dado.
Segunda: aunque es cierto que el clivaje derechas-izquierdas ya no es el que era, la victoria de Piñera es correlativa a una crisis grave de las izquierdas renovadas y de las izquierdas a la antigua. Sus dirigentes, que ya habían confesado su impotencia al no presentar candidato militante, agravaron su fracaso dando a Guillier “el abrazo del oso”.
Tercera: en ese déficit manifiesto está la verdadera oportunidad de las nuevas izquierdas del Frente Amplio. Desde su posición y privilegiando la subestimada probidad, podrían generar liderazgos actualizados y contribuir a la instalación de un nuevo sistema político para Chile.
Cuarta: la brecha de la victoria indica que el tigre de la polarización tenía dientes de papel (por el momento) y da a Piñera una buena libertad para desplegarse, mejorar la calidad de la política y liberarnos de los oprobios del Estado clientelista o capturado.
Quinta: dado que una democracia eficiente necesita un centro sobre el cual pivotear, tanto las derechas como las izquierdas realmente existentes deben privilegiar sus centros respectivos. Solo así, con Venezuela como advertencia, el sistema podrá impedir o amortiguar eventuales nuevas tendencias a la polarización.