Durante los siete meses de preparación de la visita papal, se alimentaba la esperanza de que la presencia y habilidad pastoral de Francisco contribuirían a la cohesión de una Iglesia muy tensionada, se esperaba una agenda papal que conectase con la sociedad chilena de hoy y que proporcionase un discurso vivo a los líderes de las instituciones católicas. Y así parecía que iba a suceder. Pero el caso Barros gravitó sobre toda la visita, la manchó entera. Resulta insólito que no se hubiesen tomado previamente medidas de acercamiento y diálogo franco para que los actores del conflicto llegasen a un razonable entendimiento y la crisis no estallase, como estalló, a lo largo y ancho de la visita.
Una visita papal constituye socialmente una exhibición de fuerza. Se lleva la contabilidad de asistentes a los eventos masivos, se estima el número y entusiasmo de los fieles que ocupan los itinerarios del papamóvil, se registra la presencia de autoridades, titulares de instituciones, figuras emblemáticas. Parte del establishment intelectual y político se pronuncia, y los medios, grandes notarios de esas horas, se movilizan. La Iglesia Católica se hace plaza pública y muestra sus poderes.
Visto desde esta perspectiva, el operativo papal ha dejado en el mundo creyente un balance insatisfactorio. Se esperaba más, se había especulado desde los organizadores con cifras triunfalistas que en general han estado lejos de cumplirse.
Sin embargo, la llegada de Francisco no ha hecho más que evidenciar lo que los estudios y estadísticas desde hace tiempo anunciaban: Chile y su feligresía católica se encuentran en pleno proceso de secularización. Además, el clero está envejecido, las comunidades de base mermadas, se han enfriado los vínculos con la jerarquía y el número de los que se declaran fieles ha descendido bruscamente. Aunque la adhesión a lo católico-popular sigue siendo notable, lo católico-jerárquico ha perdido gran parte de su aura.
Pero hay algo aún mucho más grave. La Iglesia Católica está declinando severamente en su atributo institucional más preciado, la confianza. Aquí la crisis es demoledora. Desde el corazón de algunas comunidades eclesiásticas (parroquiales, educativas) han estallado denuncias de abusos sexuales contra niños y adolescentes perpetrados por ministros eclesiásticos. No solo se apunta al hecho vergonzoso del abuso en sí, sino sobre todo a su encubrimiento sistemático por la jerarquía, a la actitud pasiva ante actos y actitudes deshonestos que se borran con un silencio cómplice. El abuso impune se proyecta como una mortaja sobre la vida de los menores victimizados. El escalofrío con que estos escándalos han sacudido a todo el mundo católico, también ha estado estremeciendo fuertemente al catolicismo y sociedad chilenos.
En este contexto de dolor y rabia se inscribe el caso del obispo Juan Barros. Cualquier autoridad puede equivocarse en la designación de un alto cargo. El papa también. Pero sobre Barros se acumulaban, desde hacía mucho tiempo, acusaciones de pasividad y encubrimiento de los abusos sicológicos y sexuales del sacerdote Fernando Karadima. Toda esta situación se hizo mucho más explícita cuando Barros fue nombrado contra viento y marea obispo de Osorno. El que un clérigo que había defendido a tope al delincuente Karadima e intentado desacreditar a los testigos del caso, llegase a Osorno como prelado, encolerizó a parte relevante de laicos y clérigos de esta diócesis.
Desde Roma el Francisco papa llevó muy a mal las protestas de fieles que, siguiendo el consejo del Francisco pastor, salieron a la calle. Porque hay dos Franciscos que llegaron a Chile bajo la misma sotana blanca: el Francisco del “armen lío”, refrescante, y el Francisco que ante el lío que le atañe, reacciona irritado. Ganó el Francisco del orden disgustado ante la manifestación pacífica de feligreses a quienes durante estos tres años no se les ha atendido. La molestia de Bergoglio tuvo su guinda descalificadora en la respuesta a la prensa el último día de su visita: “no hay ni una sola prueba (refiriéndose a Barros) en su contra, todo es calumnia ¿está claro?”. No hay diplomacia, aunque sea la vaticana, que pueda justificar semejante exabrupto.
Durante los siete meses de preparación de la visita papal, se alimentaba la esperanza de que la presencia y habilidad pastoral de Francisco contribuirían a la cohesión de una iglesia muy tensionada, se esperaba una agenda papal que conectase con la sociedad chilena de hoy y proporcionase discurso vivo a los líderes de las instituciones católicas. Y así parecía que iba a suceder. Pero el caso Barros gravitó sobre toda la visita, la manchó entera. Resulta insólito que no se hubiesen tomado previamente medidas de acercamiento y diálogo franco para que los actores del conflicto llegasen a un razonable entendimiento y la crisis no estallase, como estalló, a lo largo y ancho de la visita.
Ahora Francisco ha dejado, en los hechos, una conferencia episcopal debilitada, una iglesia de Osorno dividida, víctimas ofendidas y una sensación de visita fracasada. Se produjo una mala química, de la cual también se ha señalado como responsable al núcleo de obispos y dirigentes que prepararon el acontecimiento sin hacer participar a los fieles según la sensibilidad de las diversas comunidades.
En algunos medios internacionales y en círculos del Vaticano este desafinamiento de Bergoglio en Chile siembra desconcierto: el gran campeón de la tolerancia cero contra los abusos sexuales de los clérigos, se convierte en pontífice tolerante hacia un obispo cuya carrera eclesiástica ha estado reforzada paso a paso por un pedófilo hipócrita y poderoso condenado por Benedicto XVI a hacer penitencia en un convento de monjas. Esta actitud ambivalente le va a pasar factura al dinámico Francisco.
De hecho, ya está siendo urgido a explicarse respecto a sus declaraciones y los medios le están privando del trato favorable que en general hasta ahora se le ha dado. Una visita papal exhibe la fuerza de la iglesia y de su líder. Pero también las debilidades.