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Lo que el dinero ya no puede comprar: Para refutar a Carlos Peña Opinión

Lo que el dinero ya no puede comprar: Para refutar a Carlos Peña

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Renato Garín
Por : Renato Garín Abogado, exdiputado, integrante de la Convención Constituyente.
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Michael Sandel es uno de los intelectuales más influyentes de la última década. Sus libros se venden como pan caliente en las librerías de los cinco continentes, sus seminarios y cursos se llenan al punto de abarrotar gigantescos teatros, desde Nueva York hasta Londres. Sandel proviene de una raigambre intelectual profundamente vinculada al cristianismo y a la izquierda norteamericana. Sus seguidores se han multiplicado en el mundo. Pocos, sin embargo, se han atrevido a pensar objeciones a las tesis de Sandel. Uno de ellos es el profesor Carlos Peña González quien acaba de publicar su libro Lo que el dinero sí puede comprar, que pretende refutar, desde el título, los argumentos de Michael Sandel en su best seller Lo que dinero no puede comprar.


La Tesis de Sandel

El proyecto intelectual de Michael Sandel solo es comprensible en tanto crítico de John Rawls y el liberalismo igualitarista. Ese es el trasfondo de su primera obra, por muchos considerada su gran obra: El Liberalismo y los límites de la justicia, publicado en 1982, una de las respuestas más notables a la famosa Teoría de la Justicia de Rawls, publicada en 1971.

Exactamente 30 años después de su primer hit, y tras haber publicado otros exitosos títulos, Sandel golpeó a la opinión pública norteamericana. Su libro Lo que el dinero no puede comprar trajo de vuelta el debate sobre los límites morales del mercardo. Según Sandel, existen algunos bienes y servicios que no pueden entenderse plenamente si los sometemos a una mera interacción de intercambio mercantil. Es decir, Sandel defiende una cierta concepción del mercado donde el intercambio monetario no es siempre noble o virtuoso sino que, por el contrario, el acto de consumo puede traer consigo una cierta “desmoralización” de prácticas o bienes sociales. De esta forma, Sandel piensa que la filosofía política debe imaginar respuestas y formas de articulación discursivas que impidan que el dinero “invada” todos los aspectos de la vida y que, por consiguiente, todos los bienes y servicios pasen a ser objeto de un precio.

Sandel encuentra ejemplos creativos, tales como si es moral o no el acto de pagar porque alguien redacte un discurso de cumpleaños. También se pregunta sobre si es moral pagar a alguien porque haga una fila para escuchar los alegatos en la Corte Suprema, o pagarle a un niño por leer a Dickens o hacer sus tareas escolares. Otros ejemplos son más contingentes como la posiblidad de pagar por una mejor celda en una cárcel, o pagar por un seguro de salud, por mencionar algunos. Más allá de los ejemplos, Sandel posiciona una tesis donde la noción (pos)moderna de “incentivo” es contrastada a la idea “original” del mercado. Según Sandel, un sistema de intercambios basado en el incentivo deteriora la propia idea del mercado que defendía Adam Smith en su clásico La Riqueza de las Naciones. Dice Sandel textualmente en su libro, criticando la concepción de la economía basada en incentivos:

“Esta concepción está muy lejos de la imagen que Adam Smith tenía del mercado como una mano invisible. Una vez convertido el incentivo en piedra angular de la vida moderna, el mercado aparece como una gruesa mano manipuladora”. (Lo que dinero no puede comprar, página 91, 2014).

 En esta cita, vemos la profundidad de la jugada de Sandel. El profesor de Harvard pretende colocar al mercado “actual” contra la propia concepción del mercado “clásica” que tenía Smith. Y, desde ahí, perfila una teoría moral donde el mercado de los incentivos debe tener límites.  Según Sandel, la interacción basada en incentivos individuales termina deteriorando nuestras prácticas de intercambio mismas y, con ello, deteriora también nuestras concepciones morales sobre lo justo y lo bueno. La gran víctima de esta “mutación” que percibe Sandel serían “los valores públicos” o aquello que, treinta años antes, el autor había rescatado bajo la etiqueta del “republicanismo cívico”.  Sandel no pretende aquí construir una tesis meramente “socialdemócrata” donde algunos bienes y servicios como la educación o la salud deben estar, en menor o mayor medida, proveídos por el Estado. No es ese el plano de discusión que plantea Sandel. Al revés, su pregunta es anterior incluso a la cuestión del rol del Estado, Sandel pretende, en último término, cuestionar la idea de un mercado sin moral, o un mercado sin límites morales.  Así, la tesis de Sandel es, precisamente, la construcción y el dibujo de esas fronteras morales para el mercado. Y no es el Estado quien provee esos límites, sino una “moral pública” que “custodia” ciertos bienes y servicios.

Contra esta tesis se rebela el profesor Carlos Peña González.

La anti tesis de Peña

Carlos Peña González es uno de los intelectuales más influyentes del Chile actual. De formación marxista y viraje liberal rawlsiano, Peña tiene a su disposición una envidiable caja de herramientas intelectuales que van desde el psicoanálisis hasta el derecho civil. Por ende, no es de sorprender la erudición que muestra en su último libro Lo que el dinero sí puede comprar, donde buscar perforar y horadar la tesis antes expuesta del profesor Michael Sandel. En este nuevo libro, Peña exhibe una plasticidad argumentativa que evoca la retórica sociológica, a la vez que empuja conclusiones de carácter filosófico. Esta dualidad, entre la prosa de la sociología y las conclusiones de la filosofía, recorre todo el libro de Peña hasta el punto de volverse el estilo o el “método” del autor.  Dentro de la caja de herramientas encontramos a pensadores de la altura de Simmel, Putnam, Polanyi, Miller, Luhmann y Hayek, entre muchos otros. A ratos, el estilo del autor roza el “barroco argumentativo”, pues se detecta un cierto superávit de nombres propios y apellidos.

¿Cuáles son los tres pilares centrales del argumento de Peña? En primer lugar, Peña logra horadar seriamente la tesis de Sandel mediante un giro argumentativo brillante. Consigue colocar a Sandel en una posición contradictoria, mostrándolo como un defensor de la descripción neoclásica del fenómeno econónico. Mediante este giro, Peña logra mostrar que Sandel asume una posición neoclásica al pensar todo el intercambio como un problema de incentivos individuales. Al asumir esta descripción, Sandel estaría partiendo desde un punto de vista que él mismo rechaza. En otras palabras, Peña logra mostrar cierta incompatibilidad entre las conclusiones morales de Sandel y sus premisas sobre incentivos. Sandel iniciaría, así, desde una premisa incompleta que piensa el intercambio mercantil como un mero ejercicio de suma y resta de utilidades individuales. Según Peña, en este punto Sandel desconoce una larga línea de las ciencias sociales que permite pensar desde otros ángulos.

El segundo argumento de Peña descansa, entonces, en una comprensión de las ciencias sociales como un “saber” o una “episteme” que permite falsear la descripción neoclásica del intercambio. Según Peña, es concebible una cadena de reflexión que conecta la antropología, la economía, la sociología, la sicología y la historia de la ideas en pos de comprender el fenómeno del intercambio como “algo más” que un acto de partes individuales y egoístas. Así, Peña observa una función en el dinero que permite sofisticar el intercambio en torno a configurar los incentivos colectivos y los incentivos individuales en un solo símbolo. Para ejemplificar esta idea, Peña trae a colación ejemplos antropológicos como ciertas tribus que practican intercambios sofisticados y que trasladan sus símbolos colectivos hacia las mercancías. De la misma manera, Peña se nutre de citas y conceptos sociológicos para identificar una cierta “evolución” desde las sociedades precarias sin intercambio mercantil y las sociedades modernas.

El tercer argumento de Peña se basa, entonces, en una particular lectura de sociólogos como Tonnies, Durkheim y otros, que conceptualizan la“comunidad” (Gemeinschaft) y la “sociedad” (Gesellschaft), ambos conceptos acuñados por Tonnies y luego tomados por Durkheim como sociedades orgánicas (comunidades) y sociedades mecánicas (sociedades). Según Tonnies, “Comunidad es lo antiguo y sociedad lo nuevo, como cosa y nombre […] comunidad es la vida en común duradera y auténtica; sociedad es sólo una vida en común pasajera y aparente. Con ello coincide el que la comunidad misma deba ser entendida a modo de organismo vivo, y la sociedad como agregado y artefacto mecánico”. (Comunidad y Sociedad, P.21, 1947).

Carlos Peña toma esta idea a pie juntillas, tal como lo hizo antes Durkheim. Según Peña, el dinero es, precisamente, uno de esos instrumentos que permiten el paso de las comunidades a las sociedades. El dinero posibilita la evolución social en tanto los antiguos códigos sacros de las comunidades se disuelven y son profanados, como decía Marx, y como confirmaría el anarquista Polanyi, hasta convertirse en mercancías que pasan a tener precios en el mercado. Así, según Peña, Sandel asumiría un punto de vista restringido que le impide ver las virtudes sociales del dinero.

La primera virtud del dinero, según Peña, es que constituye un estándar abstracto que se concretiza a través del precio. El precio, como instrumento propio del derecho civil y los mercados, nos permite encontrar un estándar común bajo el cual convergen los incentivos sociales e individuales. Es decir, Peña cuestiona la idea neoclásica respecto a que la demanda y la oferta convergen en un punto, que los costos y las utilidades son siempre los baremos de operación mercantil. Al revés, según Peña, el dinero y el intercambio son mucho más complejos que lo que la propia economía neoclásica puede comprender.

La segunda virtud del dinero, según Peña, es que permite que cada individuo desarrolle una esfera de autonomía individual que le permite formar su propio juicio. El “consumo” como acto de concurrencia al mercado, tendría la virtud de que posibilita que el sujeto desarrolle un fuero íntimo donde establece sus prioridades y preferencias. Esta autonomía sería propia de los procesos modernizadores, como el chileno, que van dotando de autonomía, paulatinamente, a quienes van ingresando al consumo.

La tercera virtud del dinero, según Peña, es que permite el anonimato del consumidor, es decir, nadie podría registrar o perfilar al consumidor según qué intercambios realiza en el mercado. De esta forma, el dinero, al ser fungible, permite que cada intercambio se pierda en el oceáno de intercambios. Así, cada sujeto, a través del dinero, lograría anonimato en su consumo y esto consolidaría su esfera de intimidad y subjetividad. Según Peña, este sería otro paso fundamental de los procesos de modernización, cual es consolidar la esfera de autonomía y anonimato del sujeto moderno.

Estas tres virtudes generales que detecta Peña en el dinero le permiten concluir, contra Sandel, que los intercambios mercantiles no solo se basan en incentivos, sino también en virtudes morales que no pueden sumergirse en pos de reflotar ideas “sacras” sobre determinadas mercancías. Si bien Peña reconoce los límites morales contingentes, dados por las épocas y los usos particulares, rechaza la idea de una sacralización ex ante de ciertas mercancías, bienes, servicios o productos. Con todo, la tesis de Peña tampoco señala que el mercado sea autosuficiente, sino que convive en un delicado equilibrio social con otras entidades y marcos.

Esta caracterización del dinero sirve, así, para que Peña empuje su tesis contingente: la modernización capitalista en Chile y sus virtudes. Peña señala, en el prólogo y en algunos pasajes, que Chile ha vivido un virtuoso proceso de modernización capitalista que, si bien ha generado cierto malestar propio de estos cambios sociales, no tiene ninguna falla estructural como han vaticinado algunos “milenaristas”. De hecho, Peña se ocupa de mostrar, repetidamente, que los procesos de modernización generan, desde el concepto mismo, cierto malestar que se corresponde con un fenómeno propio del dinero. El dinero, según Peña, democratiza el acceso a determinados bienes y servicios que antes, en las comunidades de lo sacro, estaban reservados solo para algunos. Al acceder “las masas” a ciertos “títulos de nobleza democratizados” estos bienes antes sacros se vuelven profanos y generan malestar pues no proveen ya de la distinción que proveían antes. Este es, según Peña, el típico caso de los títulos universitarios en Chile, puesto que antes tenían cierta aura que luego desaparece al volverse masivos. Este sería, según Peña, el efecto doble o paradójico de los procesos modernizadores, toda vez que abren el acceso a “mercancías” antes sacras, y al abrir el acceso les quitan, paradojalmente, aquella aura de distinción que antes portaban esas “mercancías”.

Esta es la tesis expuesta por Peña en su libro.

Para refutar a Peña: ¿Débito o Crédito?

Es conveniente separar planos. Por un lado, la discusión moral entre Peña y Sandel ya parece suficientemente agotada por ambos. Por otro lado, está la discusión que abre Peña respecto al dinero y el carácter modernizador de las relaciones mercantiles. Las líneas que siguen no pretenden entrar en la primera dimensión del asunto, sino en la segunda, aunque, como veremos, ambas hebras están intrínsicamente conectadas.

En primer lugar, para refutar a Peña, es necesario preguntarse: ¿A qué se refiere Peña con la expresión “dinero”? Esta pregunta es, ciertamente, una de las cuestiones más obscuras de lo que podemos llamar el debate Sandel-Peña. Allí donde el título de Sandel habla de “dinero” ocurre que, en realidad, habla sobre los “incentivos individuales”, como vimos antes. La tesis de Sandel, repetirlo es útil, no es contra el “dinero” sino contra una concepción del mercado basado en “incentivos”. ¿Y qué contesta Peña respecto de esto?  El profesor chileno señala que el dinero abre, como un alicate, un espacio moral para el intercambio que nutre la subjetividad del sujeto. Sin embargo: ¿Qué es el dinero según Peña? O mejor dicho: ¿A qué se refiere con el vocablo dinero?

Para rastrear la concepción de Peña sobre el concepto dinero, es interesante mirar su “utilidad” que le otorga el autor. En la tesis de Peña, el dinero sirve para consumir y es el consumo el que abre ese espacio moralde autonomía. El consumo es la experiencia que gatilla esa dimensión moral que Peña observa. De este modo, si el dinero sirve para consumir, debemos preguntarnos sobre qué concepción del dinero se envuelve en el consumo. Y aquí la pregunta central remite a una distinción básica que Peña olvida convenientemente. Es una pregunta que escuchamos a diario en cada operación mercantil: ¿Débito o crédito?

Dicho de otra manera, la pregunta para Peña es la siguiente: ¿Se refiere al dinero del salario o se refiere al dinero del crédito? Esta es una de las preguntas centrales para el proyecto de Peña puesto que su tesis descansa en una confusión sistemática entre dinero, crédito y salario. Sabemos que el salario es aquel monto de dinero que un trabajador recibe por vender su trabajo en el mercado. Este dinero del salario es distinto del dinero del crédito que cada persona obtiene mediante la deuda con instrumentos financieros, tarjetas y préstamos de toda índole.

La economía neoclásica entiende que los salarios son el motor del consumo, toda vez que los trabajadores gastan su salario en el mercado e, idealmente, ahorran otra parte. Curiosamente, ésta es la idea que Peña parece adoptar pues su descripción del consumo parece descansar, paradojalmente, en la descripción neoclásica que nos dice que el consumo se basa en los salarios y, marginalmente, en el crédito. Dicho de otra manera, Peña no se cuestiona nunca la idea neoclásica de que el dinero para consumo es, la mayoría de las veces, igual al salario de cada persona o grupo familiar. Esto es paradojal pues, como vimos, Peña hace un brillante punto contra Sandel al demostrar que el profesor de Harvard acepta la noción neoclásica del intercambio y los incentivos.

En otras palabras, Peña le imputa a Sandel una comprensión neoclásica del intercambio mercantil, al mismo tiempo que el propio Peña acepta una parte de la comprensión neoclásica. Peña nunca se pregunta si acaso el crédito y el salario son el mismo tipo de dinero. Esto no es problemático para Peña porque, curiosamente, acepta aquella descripción neoclásica que considera estrecha según la cual el rol del crédito en el consumo es marginal y complementario del salario. Así, el rol de las ciencias sociales que Peña valora para comprender la esfera del intercambio, no aparece para comprender la esfera del crédito.

El crédito, entendido como el dinero prestado, constituye uno de los pilares (pos)modernos del intercambio mercanti. Esto es importante de remarcar pues el dinero, al igual que el crédito y el salario, son conceptos con historia y se van desenvolviendo y desempeñando según cambian sus circunstancias sociales. El argumento de Peña, con toda su brillantez, no explica el actual momento de los mercados (pos)modernos, sino que explica su semilla plantada hace veinte o treinta años. El mercado y el consumo de entonces, con todas sus determinantes históricas propias de la época, no conocían aún la profundidad del crédito. Hoy, a diferencia de la descripción neoclásica, vemos la expansión de la esfera del crédito y, por ende, el crecimiento exponencial de la deuda individual y familiar. El consumo, hoy, se materializa a través del crédito y no solo a través del salario. Esta es un distinción básica que Peña olvida no por ignorancia, sino porque su paradigma conceptual usa al “dinero” como un cajón de sastre o “significante vacío” donde deposita una serie de conceptos variopintos. Esta plasticidad le permite navegar a lo largo de su libro.

[cita tipo=»destaque»]En otras palabras, Peña le imputa a Sandel una comprensión neoclásica del intercambio mercantil, al mismo tiempo que el propio Peña acepta una parte de la comprensión neoclásica. Peña nunca se pregunta si acaso el crédito y el salario son el mismo tipo de dinero. Esto no es problemático para Peña porque, curiosamente, acepta aquella descripción neoclásica que considera estrecha según la cual el rol del crédito en el consumo es marginal y complementario del salario. Así, el rol de las ciencias sociales que Peña valora para comprender la esfera del intercambio, no aparece para comprender la esfera del crédito.[/cita]

Las virtudes del dinero que describe Peña, pensando quizás en el dinero decimonónico o de mitades del siglo XX, no son tales hoy en el siglo XXI, el siglo del crédito. Comencemos por la esfera de la autonomía. ¿Es cierto que el crédito expande la esfera de la autonomía como lo haría el “dinero” de Peña? Es al menos discutible si acaso la experiencia del consumo que valora Peña es exactamente la misma cuando el dinero que facilita ese consumo proviene del crédito. En otras palabras: ¿Es lo mismo consumir con dinero del sueldo que con dinero del crédito? La respuesta fácil es: Sí, puesto que el salario, tarde o temprano, deberá cubrir las cuotas del crédito. Sin embargo, en un plano puramente existencial –como le interesa a Peña- no es lo mismo comprar con plata “propia” que con plata “prestada”. Por ende, al argumento de Peña le falta, al menos, una defensa “experiencial” del consumo como una categoría distinta a las que defiende en el libro, toda vez que no nos explica si es acaso el dinero del salario o el dinero del crédito el que abre aquella dimensión moral del sujeto. De esta forma, haría falta una “teoría experiencial del crédito” para comprender si acaso existe algún tipo de esfera moral distinta que se abre cuando accedemos al crédito y a los préstamos. En caso de existir esa experiencia moral del endeudamiento, ésta bien podría traer una paradoja consigo, un placer y un dolor, que permitirían explicar, desde otro ángulo, el malestar.

Sigamos por el anonimato. Si hay algo que el crédito logra es que rompe la lógica del anonimato, que defendieron Simmel y Putnam, y de la cual es tributario Carlos Peña. El crédito, con precisión de cirujano, extirpa del dinero su virtud del anonimato pues permite rastrear los actos de consumo y de endeudamiento. Esta lógica del crédito se basa en tres R: el rastreo, el registro y el reemplazo. El rastreo permite escudriñar cada operación crediticia y calcular sus respectivos intereses, pagos y demases, luego el registro promete la total visualización de los montos, los nombres y los detalles de cada deuda contraída en el sistema, finalmente, el reemplazo hace que la lógica del crédito se “tome” toda la esfera del consumo y lleve el rastreo y registro hasta cada transacción. Así es como cada operación de tarjetas, sean de débito o crédito, están registradas. Junto con estos mecanismos propios del crédito, el mercado (pos)moderno introduce ciertas tecnologías que buscan perfilar y penetrar en las consciencias de los clientes y consumidores. Es así como cada gran corporación hoy se vale del big data y la inteligencia artificial para usar los datos de sus clientes, que estos mismos les proveen, a fin de perfilar sus productos y mercados. Esa es la forma en que las nuevas tecnologías penetran o buscan penetrar en las consciencias de los consumidores, a fin de perfeccionar la publicidad dirigida y extraer el mayor número de clicks o compras de cada consumidor. De esta forma, la virtud del anonimato que observa Peña en el dinero ya no se corresponde con la realidad. La destrucción de esta esfera del anonimato daña, como dominó, la configuración de la esfera de la autonomía del sujeto. Al irse reduciendo la esfera del anonimato en el consumo se va cediendo espacio también en el nivel de la autonomía y la subjetividad de cada persona. Este problema ha sido observado con lucidez por los creadores de las “criptomonedas” o dinero virtual. Este dinero virtual, como el conocido Bitcoin, prometen devolverle a los intercambios la esfera del anonimato y prevenir el rastreo y registro de las operaciones.

Del mismo modo, el dinero del crédito debilita la esfera de abstracción manifestada en el precio de las mercancías. El crédito se presenta en dos formas, ambas como una manipulación del precio. Por una parte, el precio de una mercancía a crédito es mayor dado que se pagará en cuotas y esto implica el pago de intereses y el costo del dinero. Esto ata al consumidor en una experiencia de consumo y pago que se repite en el tiempo. Si el consumo es paradojal, como dice Peña, esta paradoja se repite en el tiempo mediante el pago de cuotas por las mercancías. Por otro lado, el precio de una mercancía a crédito también puede ser menor puesto que las corporaciones incentivan el uso de sus tarjetas, que permiten un rastreo perfecto del consumo y los hábitos del cliente, mediante la oferta de precios preferentes. En ambos formatos, el precio se debilita en su esfera de abstracción.

Estas tres cuestiones, que debilitan el tronco de Peña, repercuten en un debilitamiento de la tesis sobre las virtudes morales del consumo. En este caso, sería úitl preguntarse por los límites morales del crédito y no, meramente, los límites morales del mercado. Dicho de otra forma: ¿Hasta dónde es moral endeudarse? ¿Hasta dónde es moral endeudar a una familia o a una persona? ¿Debe el Estado promover el endeudamiento o, al contrario, debe educar a su población en torno a no endeudarse? ¿O debe el Estado abstraerse de tal discusión?

Esto nos permite llegar al final, que es el comienzo. Peña es un férreo defensor del proceso de modernización capitalista que ha ocurrido en Chile. Sin embargo, las características de dicho proceso están en disputa, así como sus significados profundos. Las virtudes del dinero como herramienta modernizadora parecen desdibujarse si colocamos en contexto el siguiente dato: En octubre de 2017, el Banco Central alertó sobre los niveles de endeudamiento de las familias chilenas. Según el ente emisor, la deuda promedio de los hogares alcanza el 70% de su ingreso mensual. Estos niveles son los más altos de la historia y podrían ser una hebra que le permita a Carlos Peña observar un rasgo complejo del proceso chileno: Su dependencia crónica de la deuda y el consumo basado en créditos. Una modernización basada en salarios es distinta de una modernización basada en créditos. Esta idea, la de una economía y una sociedad excesivamente endeudada, donde incluso el Estado patrocina créditos con su aval, puede ser una punta del iceberg del malestar social. Una sociedad excesivamente endeudada puede ser también el telón de fondo del consumo y la expansión de las oportunidades. En tal caso, el balance paradojal que hace Peña del proceso también se afirma en la comprensión global del ciclo histórico, donde el poder simbólico ha pasado desde la vieja hacienda hacia el moderno banco de inversiones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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