¿Es mínimamente plausible decir que la ley está constitucionalmente obligada a exceptuar de su cumplimiento a todo el que “desee tener” una creencia contraria a la ley? Se trata de una afirmación manifiestamente absurda. Puede haber quien “desea creer” que la propiedad es un robo; alguien que “desee creer” que el lugar natural de las mujeres es la casa o que homosexuales y lesbianas son enfermos; habrá también por ahí, en alguna parte, alguien que “desee creer” que los impuestos son un robo. ¿Y todos estos tienen un derecho constitucionalmente garantizado a ser eximidos de las leyes contra la discriminación, que protegen la propiedad o que obligan al pago de impuestos? ¿El Tribunal Constitucional está dispuesto a asumir estas consecuencias con mínima consistencia? La respuesta, por cierto, es negativa.
(Vea la Columna 1: “Un poder insoportable”)
(Vea la Columna 2: “La constitución protege el abuso”)
(Vea la Columna 3: “Un poder que no quiere reconocer límites”)
Si bien en la Columna 1 observábamos que la más importante caracterización de un tribunal es que debe decidir conforme a derecho, en la Columna 2 vimos que esta limitación no tiene contenido alguno para el Tribunal desatado, que se entiende autorizado para ignorar el derecho y las instituciones vigentes con tal de salirse con la suya. Ahora veremos que la cuestión es, si cabe, más grave. En efecto, en su sentencia rol 3729 el Tribunal Constitucional descansó en una tesis que no solo no está justificada en argumentos dignos de ese nombre, sino que además no puede ser tomada en serio. Nadie que lo considere por dos minutos puede aceptarla, salvo el Tribunal desatado, por cierto, y los que estaban en contra del aborto, que están dispuestos a celebrar cualquier cosa si consiguen algo.
“Fuertes declaraciones”, podrían decirnos. Y lo son. En esta columna vamos a mostrar la tesis del tribunal. Y permítasenos un desafío: una vez que aislemos y formulemos la tesis en la que el Tribunal desatado descansó en esta sentencia, a ver si alguno de los que defendió la decisión se atreve a decir: “Sí, esa es una correcta interpretación de la Constitución, y sus consecuencias son las que entonces son constitucionalmente requeridas”.
El Tribunal necesita mostrar la existencia de un “derecho” a la objeción de conciencia.
Como se recordará, en esa sentencia el Tribunal declaró que el proyecto de aborto en tres causales era parcialmente inconstitucional, porque reconocía la objeción de conciencia, pero solo a los profesionales, no a las instituciones, y solo si el vencimiento del plazo de la tercera causal –violación– no es inminente.
¿Por qué la ley es inconstitucional en la medida que reconoce limitadamente la objeción de conciencia? Aquí queremos ser especialmente cuidadosos, dado el desafío lanzado dos párrafos más arriba. La única explicación para esto es que esas limitaciones infrinjan un derecho constitucional. Por consiguiente, hay que decir: al declarar inconstitucional dichas limitaciones, el Tribunal Constitucional declaró que hay un derecho constitucional a la objeción de conciencia, un derecho que vincula al legislador de modo que, si no lo reconoce o lo limita indebidamente, la ley es inconstitucional. Esta es la tesis del fallo.
¿De qué sombrero saca el tribunal este “derecho”?
¿Cómo justifica el Tribunal Constitucional esta tesis? Es curioso que lo hace de un modo especialmente lacónico, para un tribunal cuyas sentencias suelen medirse en cientos de páginas (esta tiene casi tres).
La sentencia contiene un párrafo denominado “Análisis de la objeción de conciencia como un derecho constitucionalmente garantizado”, que corre desde el considerando 125 al 130. El nombre de este apartado es adecuado, porque esto es lo que el Tribunal desatado debe mostrar: que hay un derecho constitucional a la objeción de conciencia.
El Tribunal Constitucional comienza observando que no hay en el texto constitucional un reconocimiento expreso del derecho a la objeción de conciencia, el que entiende como “el derecho a no ser obligado a cumplir, por razones de conciencia, las imposiciones de la ley” (c.125). A continuación señala que no es común que las constituciones lo reconozcan, salvo la Constitución española y la paraguaya (c.126). No considera adecuado preguntarse por qué es tan inusual ni qué tiene de especial el reconocimiento en esas dos únicas constituciones, porque si lo hubiera hecho, habría notado que tanto en el caso español (art. 20 N°2) como en el paraguayo (art. 129 inc. 5°) lo reconocido es un derecho de carácter especial, solo referido al caso de la conscripción obligatoria.
¿Qué diferencia relevante hay entre la conscripción obligatoria y el aborto? La respuesta es bien obvia, y debería serlo especialmente para un tribunal que está a cargo de la protección de derechos constitucionales. El deber de conscripción es una carga pública y no es correlativa a un derecho de alguien en particular. El deber del médico, en cambio, sí es correlativo a un derecho: el derecho de la mujer a requerir cualquier tratamiento médico lícito que sea adecuado a su condición, un derecho que el propio Tribunal Constitucional reconoce en su sentencia (c.79).
Que la ley permita la objeción de conciencia a la conscripción solo crea el problema de una posible desigual distribución de las cargas públicas, que se puede solucionar mediante formas compensatorias alternativas, por eso la Constitución paraguaya hace referencia al “servicio en beneficio de la población civil” y la española, a la “prestación social sustitutoria”. Cuando se trata de un deber que es correlativo a un derecho, surge un problema adicional, porque la objeción de conciencia puede ser un impedimento para que una mujer acceda a una prestación a la que tiene derecho.
Aquí es importante mencionar un aspecto que ha aparecido en la discusión, pero que es solo una confusión. Se dice que como el proyecto pretendía solo despenalizar, no creaba un derecho para la mujer, pero la regulación de la objeción de conciencia, que supone la obligación de los profesionales de prestar un servicio, muestra que sí se estaba creando un derecho. En realidad, cuando se “despenaliza”, se puede hacer con distintos sentidos.
La despenalización de la colusión en 2003 (Ley 19911) se justificó en su momento diciendo que sin pena penal era más fácil perseguirla y reprimirla; esa decisión no significa declarar lícita la colusión, que sigue siendo sancionada –por ejemplo– administrativamente. Pero cuando se aboga por “despenalizar” el autocultivo de marihuana, lo que se está pretendiendo es que esa conducta está dentro de la esfera de la libertad de los individuos, lo que implicaría que deja de ser una conducta ilícita y, entonces, pasa a estar comprendida entre las conductas que quedan incluidas dentro de la esfera de la libertad individual de los sujetos. Una ley de despenalización del autocultivo no crearía un derecho especial a autocultivar, sino que haría aplicable a esa acción el derecho general a la libertad que tienen los individuos para realizar acciones lícitas. Es evidente que, en cuanto a su sentido, la despenalización del aborto se parece más a la del autocultivo que a la de la colusión.
La despenalización del aborto en ciertas causales no crea un derecho especial de la mujer al aborto, sino que deja al aborto entre las acciones terapéuticas cubiertas por el derecho general y preexistente que tiene todo individuo a que las prestaciones médicas le sean “dadas oportunamente y sin discriminación, en la formas y condiciones que determinan la Constitución y las leyes”, como lo dispone el art. 2° L 20584).
Los casos de la Constitución española y paraguaya, contrariamente a lo que insinúa el Tribunal Constitucional, muestran un reconocimiento especial y limitado del derecho a la objeción de conciencia: especial, porque solo vale respecto de un deber en particular (la conscripción), y limitado, porque debe ser hecho compatible con la igual distribución de las cargas públicas (y con los derechos de terceros, cuando los haya).
En seguida, el Tribunal Constitucional señala que la Corte Europea de Derechos Humanos «reconoce y admite la legislación nacional referida a la objeción de conciencia de personal médico», y cita el caso P. y S. vs. Polonia (c.127). Pero al hacerlo, invierte los términos. Como hemos visto, para sostener su decisión necesita mostrar que hay un derecho constitucional a la objeción de conciencia que obliga al legislador, de modo que si el legislador no lo reconoce, la ley puede ser inconstitucional. La cuestión en el caso citado era al revés: si era conforme a la Convención de Derechos Humanos europea que la ley permitiera la objeción de conciencia, es decir, lo que estaba en cuestión no era si la ley polaca era contraria a la convención por no contener una objeción de conciencia, sino si era compatible con esa convención que reconociera esa objeción. Cuando la Corte Europea afirma lo que el Tribunal cita (véase el principio de este párrafo), ella está respondiendo esa pregunta; está diciendo que, en principio, la Convención es compatible con el reconocimiento legal de la objeción de conciencia, no está diciendo que obliga al legislador nacional a reconocer dicha objeción.
[cita tipo=»destaque»]“La despenalización de la colusión en 2003 (Ley 19911) se justificó en su momento diciendo que sin pena penal era más fácil perseguirla y reprimirla; esa decisión no significa declarar lícita la colusión, que sigue siendo sancionada –por ejemplo– administrativamente. Pero cuando se aboga por “despenalizar” el autocultivo de marihuana, lo que se está pretendiendo es que esa conducta está dentro de la esfera de la libertad de los individuos, lo que implicaría que deja de ser una conducta ilícita y, entonces, pasa a estar comprendida entre las conductas que quedan incluidas dentro de la esfera de la libertad individual de los sujetos. Una ley de despenalización del autocultivo no crearía un derecho especial a autocultivar, sino que haría aplicable a esa acción el derecho general a la libertad que tienen los individuos para realizar acciones lícitas. Es evidente que, en cuanto a su sentido, la despenalización del aborto se parece más a la del autocultivo que a la de la colusión”.[/cita]
Esto habría sido claro si el Tribunal desatado hubiera leído esta decisión de la Corte Europea y, entonces, se hubiera enterado de cuál era el caso en cuestión. Se trataba del caso de P, una menor de 14 años, que estaba embarazada como resultado de una violación. Los doctores de varios hospitales a los que concurrió junto con su madre invocaron la objeción de conciencia, sin reasignarla a otro doctor u hospital que le permitiera ejercer su derecho legal a abortar. La Corte Europea falló en contra de Polonia, precisamente, porque su legislación relativa a la objeción de conciencia no garantizaba el derecho legal a abortar, que la legislación polaca reconocía a la mujer en casos de violación. En este contexto, y como un reproche a la legislación polaca en esta materia, la Corte declara que los Estados están obligados a organizar su sistema de salud de modo tal que el ejercicio de la objeción de conciencia por parte de los profesionales de la salud «no impida a los pacientes acceder a los servicios a los que tienen derecho según la legislación aplicable».
El caso citado por el propio Tribunal, entonces, implica exactamente lo contrario de lo que necesita mostrar: que si bien la Convención Europea no excluye la posibilidad de la objeción de conciencia en el caso del aborto, dicha objeción debe estar regulada de modo de hacerla compatible con el ejercicio del derecho de la mujer a abortar cuando concurren las causales que lo permiten.
Finalmente, el Tribunal Constitucional señala que la «Corte (Interamericana) ha abierto pues la puerta para que, de manera excepcional y en ciertas circunstancias, las personas jurídicas puedan ser consideradas como titulares de ciertos derechos y obligaciones conforme al sistema interamericano. No obstante, en reiteradas oportunidades ha manifestado también que las personas jurídicas no son titulares del derecho a la libertad de conciencia y de religión» (c.129), por lo que el Tribunal simplemente declara que asumirá “una perspectiva diversa de la sustentada por la Corte Interamericana” (c. 130).
Y ahí termina el “Análisis de la objeción de conciencia como un derecho constitucionalmente garantizado”. Es importante notar qué es lo que queda después de este apartado. Lo primero es no olvidar la tesis que necesita justificar: que la Constitución garantiza implícitamente un derecho general a la objeción de conciencia, en virtud del cual una ley que reconoce una objeción limitada es inconstitucional. Lo segundo es que para fundar dicha tesis no ha sido posible encontrar ni citar decisión alguna de un tribunal cuya jurisprudencia sirva mínimamente como orientación.
Así, el Tribunal desatado intenta esconder este hecho citando invertidamente una sentencia de la Corte Europea de Derechos Humanos, pero hasta ahora no ha encontrado nada.
Los considerandos siguientes se refieren al “Análisis de la objeción de conciencia en el proyecto de ley cuestionado” (cc.131-137). Aquí el tribunal sostiene que el derecho a la objeción estaría implícito en el derecho a la libertad de conciencia, cuyo contenido consistiría en «creer en lo que se desee, sea en materia política, social, filosófica o religiosa» (c.133). Luego, sin explicar por qué, el Tribunal Constitucional afirma que dicho derecho no podría ser limitado por la ley (c.134) y finalmente, sin más «argumentos» que los ya señalados, pero con contundencia, señala que «no es menos evidente, asimismo, que la objeción de conciencia puede ser planteada legítimamente por sujetos jurídicos o asociaciones privadas» (c.136).
De todo esto, concluye que “en consecuencia”, son inconstitucionales tres disposiciones del proyecto: la restricción de la objeción de conciencia a las personas naturales, y entonces ordena permitir la objeción institucional; la restricción de la objeción solo a los profesionales dentro del “personal al que corresponda desarrollar sus funciones al interior del pabellón quirúrgico durante la intervención” y, la regla que excluía la objeción de conciencia cuando fuera “inminente el vencimiento del plazo” para la tercera causal (violación).
Entonces:
Esta es la tesis del Tribunal, la que constituye el desafío mencionado al principio: la Constitución implícitamente asegura a todas las personas un derecho constitucional a que la ley permita “el rechazo a una práctica o deber que pugna con las más íntimas convicciones de la persona” (c. 139, inc. 1º). Estas “íntimas convicciones” pueden tener cualquier contenido, porque son manifestaciones de la libertad de conciencia, que “importa la de creer en lo que se desee, sea en materia política, social, filosófica o religiosa” (c. 139, inc. 2º).
La tesis del tribunal –identificada en el punto 7– es enteramente insostenible. Es tan absurdo sostener la existencia de este derecho, que la única manera de interpretar la sentencia del tribunal es asumir que no le importan las palabras que ocupa, que las usa solo para parecer que dice algo, para salir del paso con palabras que no significan nada. Porque si uno se las toma en serio, tiene que entender que ha dicho que las personas y las instituciones tienen un derecho constitucionalmente garantizado, que no puede ser limitado por la ley, a ser eximidas de cualquier deber legal que sea contrario a cualquier creencia que deseen tener.
Piense el lector por dos minutos sobre esto. ¿Es mínimamente plausible decir que la ley está constitucionalmente obligada a exceptuar de su cumplimiento a todo el que “desee tener” una creencia contraria a la ley? Se trata de una afirmación tan manifiestamente absurda que no es necesario ofrecer argumentos en contra. Puede haber quien “desea creer” que la propiedad es un robo; alguien que “desee creer” que el lugar natural de las mujeres es la casa o que homosexuales y lesbianas son enfermos; habrá también por ahí, en alguna parte, alguien que “desee creer” que los impuestos son un robo, etc. ¿Y todos estos tienen un derecho constitucionalmente garantizado a ser eximidos de las leyes que protegen la propiedad, contra la discriminación o que obligan al pago de impuestos? ¿Es que el Tribunal Constitucional está dispuesto a asumir estas consecuencias con mínima consistencia?
La respuesta, por cierto, es negativa. Ni siquiera el Tribunal Constitucional lo cree. No lo dijo porque fuera su convicción constitucional, lo dijo porque tenía que decir algo. No importaba lo que dijera, porque quienes querían que se reconociera la objeción de conciencia no iban a reparar en los argumentos que se usaran, sino solo en el hecho que se les permitiera zafar de la exigencia legal. En una cultura jurídica que se tomara en serio el significado de las palabras, el tribunal se habría preocupado al menos de intentar explicar por qué todas estas consecuencias absurdas no se siguen del argumento que acepta. Y si no lo hubiera hecho, los comentaristas, especialmente los profesores, lo habrían hecho notar. Pero el Tribunal desatado puede decir lo que quiera. Porque entre nosotros las palabras ya no significan, y por eso las puede usar como le parezca.
Un derecho general a la objeción de conciencia que permitiera a las personas a eximirse de cualquier deber que pugne con cualquier creencia que ellas quieran tener, es incompatible no solo con los derechos de la mujer, sino también con la convivencia civilizada o, lo que es lo mismo, con la obligatoriedad de la ley.