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Álvaro Vargas Llosa: la tentación del “pauteo” Opinión

Álvaro Vargas Llosa: la tentación del “pauteo”

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José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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En esa línea, puede que vea en su colega y amigo una gran oportunidad para ejecutar una estrategia orientada a la mejor relación bilateral. Como analista, Álvaro siempre ha postulado una progresiva integración chileno-peruana, con la correspondiente denuncia de las zancadillas de Evo Morales. Pero, claro está, la carta pública al canciller designado no fue la mejor manera de hacerlo.


Sorpresa causó la carta abierta de Álvaro Vargas Llosa a Roberto Ampuero publicada en La Tercera. Un embajador competente me dijo que era una lección magistral a un alumno de pregrado. Agregó, en tono irónico, que el Presidente Piñera debiera nombrarlo “canciller en la sombra, pues tiene todo tan claro que hasta le hizo el programa al canciller designado”.

Es el eco actualizado de la vieja y recíproca desconfianza entre intelectuales, funcionarios y políticos, tan magistralmente tratada por Max Weber en los años 20 del siglo pasado. Lo digo así, pues creo que tanto Ampuero como Vargas Llosa tienen (por lo menos) la misma capacidad instalada que muchos otros cancilleres de la historia latinoamericana. Su “déficit” diplomático es que han participado de la gran polémica ideológica de la Guerra Fría, sin partidos políticos que los cobijaran. Francotiradores netos.

Por otra parte, tengo un viejo aprecio por Álvaro, que me hace entender mejor su carta insólita. Ese aprecio –que no es amistad– comenzó a forjarse en Lima, en los años 80, cuando me pareció injusto que mis colegas periodistas peruanos lo ningunearan y solo lo mencionaran como “Alvarito”.

Era una reacción humanamente explicable. El veinteañero hijo del gran novelista había aparecido en la gran prensa limeña, junto con Jaime Bayly y otros dos jovenzuelos, opinando con desparpajo, firmando sus textos y saltándose el aprendizaje. Para los viejos tercios de la vetusta Remington, que habían pateado las calles cargando grabadoras de tres kilos y escrito desde el anonimato meritante, aquello era oprobioso. Se sentían menoscabados por el destino y miraban a esos cuatro mosqueteros bajo un prisma prejuicioso. La irresistible ascensión de Álvaro, por ejemplo, solo podía deberse a que era el hijo de su papá.

La mala letra de la vida

A esa altura, el gran Borges ya me había enseñado que “es de caballero defender las causas perdidas”. En esa línea, simpaticé con el colega emergente y solía dar tres razones para ello: realmente el joven escribía muy bien –del tigre le venían las rayas–, llegaba para comerse el mundo –lo que no era malo– y lucía inmune al histórico virus antichileno. Sobre esa base, me parecía un poco aberrante que, para dejar de ser “Alvarito”, se le exigiera matricularse en la universidad de la calle o igualar los méritos literarios de su padre.

Luego, con un Perú hundiéndose en la hiperinflación del gobierno de Alan García, Álvaro fue actor conspicuo en la campaña presidencial del novelista. Sin duda, ninguno de los dos estaba preparado para el choque intempestivo con la mala letra de la vida. Mario besando guaguas en la sierra, con campera y zapatos de gamuza, y Álvaro, polemizando agresivamente con tirios y troyanos, lucieron más como predicadores del libre mercado, vinculados al empresariado y al “imperio”, que como buenos conocedores del “Perú profundo”.

En su cruzada, ambos descuidaron los manejos sutiles del presidente García. Ese maquiavelo mayor de la política regional, resentido ante la crítica sañuda del novelista, estaba dispuesto a bloquear su llegada a Palacio Pizarro. Anecdóticamente, se dice que tenía como bajada de cama una piel de tigrillo amazónico, a la cual bautizó como “Vargas Llosa”. Una excentricidad que le permitía pisar, simbólicamente, al ilustre escritor que quería sucederlo.

En definitiva, para estupefacción del mundo, el célebre Vargas Llosa fue superado por los trucos de García y derrotado por el desconocido Alberto Fujimori. Para Mario y Álvaro no fue consuelo que el presidente saliente debiera huir del país, que el ignorado “chinito” se apropiara del programa económico que ambos habían defendido ni que terminara con la débil democracia que le permitió ganar.

El canciller que no fue

Tan rica experiencia potenció profesionalmente a Álvaro. Lo globalizó en cuanto periodista y ensayista internacional, sin eliminar su talante naturalmente asertivo y polémico. Calificó como “idiotas” a los izquierdistas irrenovables, mientras vapuleaba las dictaduras de cualquier signo, desde la histórica de Pinochet hasta la del propio Fujimori. Por cierto, hoy su denunciado de turno es Nicolás Maduro.

[cita tipo=»destaque»]Más que soberbia, lo suyo ha sido una simple impaciencia de la discreción. Incluso se dio el lujo de ser desafiantemente objetivo, en un tema de tanto fondo nacionalista como el del conflicto chileno-peruano en La Haya. Por cierto, no faltaron peruanos que lo descalificaran como traidor a su patria.[/cita]

Así, tras la patética fuga de Fujimori y la transición con Valentín Paniagua, Alejandro “el cholo” Toledo, presidente electo, llegó a una conclusión patética: el “fujimontesinismo” no había dejado políticos peruanos con capacidad de convocatoria y los periodistas democráticos eran los verdaderos líderes de opinión. Sobre esa base quiso tener en Interior al aguerrido y laureado Gustavo Gorriti y, en Relaciones Exteriores, a ese Álvaro Vargas Llosa tan internacionalmente leído y conocido. Por lo demás, ambos habían sido activos colaboradores en su campaña.

Mal le fue al electo. Gorriti, con mucho olfato, no quiso dejar su profesión. Por otra parte, Toledo comenzó a dar señales premonitorias de su mal futuro. Por ello, aunque por motivos específicos que desconozco, Álvaro entró en abierta y pública polémica con el presidente que había contribuido a instalar, incluso contra el parecer de su célebre padre.

De ese modo y de facto, renunció a ser el jefe de los diplomáticos de Torre Tagle.

La tentación del «pauteo»

Esa biografía exprés me permite entender por qué Álvaro cedió a la tentación del consejo público a la autoridad. Digámoslo más claro: a la tentación del “pauteo”.

Posiblemente ve en Ampuero a una especie de replicante contemporáneo. Uno de los poquísimos escritores-intelectuales de la región, con vivencias cosmopolitas y conocimientos de política internacional. Por cierto, tiene mucho que decirle y decirnos, sobre todo por tratarse de un peruano que ha dado pruebas de su compromiso democrático con Chile e, incluso, de su afecto por nuestro país. En esa línea, puede que vea en su colega y amigo una gran oportunidad para ejecutar una estrategia orientada a la mejor relación bilateral. Como analista, Álvaro siempre ha postulado una progresiva integración chileno-peruana, con la correspondiente denuncia de las zancadillas de Evo Morales.

Pero, claro está, la carta pública al canciller designado no fue la mejor manera de hacerlo.

Es de esperar que Ampuero y el propio Sebastián Piñera sepan comprenderlo. Chilenos y peruanos necesitamos voces como la de Álvaro.

Más que  soberbia, lo suyo ha sido una simple impaciencia de la discreción.

Incluso se dio el lujo de ser desafiantemente objetivo, en un tema de tanto fondo nacionalista como el del conflicto chileno-peruano en La Haya. Por cierto, no faltaron peruanos que lo descalificaran como traidor a su patria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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