La pregunta será si la gratuidad es del gusto de la bancada mayoritaria del Tribunal. Si le gusta, será constitucional; si no le gusta, será inconstitucional… Lo único que podría evitar el desenfreno del Tribunal Constitucional son las condiciones formales que lo limitan. Lo importante de estas limitaciones es que no dependen de la convicción política
¿Qué podemos concluir de todo lo visto hasta ahora? Hagamos un pequeño repaso. Podemos volver a la lista de condiciones mínimas de actuación que se aplican a un tribunal, relacionándolas con lo que ya hemos discutido.
1. La primera condición es el supuesto mínimo, que es que debe decidir sujeto al derecho vigente. Esto no quiere decir que el Tribunal debe decidir «mecánicamente». El contenido del derecho vigente puede ser discutible y discutido, etc. Todo eso es sabido. Por eso, la obligación mínima de un tribunal es: a) decidir por referencia a ideas que son plausibles al menos en el sentido de que sus consecuencias pueden ser razonablemente defendidas; y b) dar suficiente justificación de sus decisiones. Al estudiar la sentencia sobre el proyecto de Ley de Aborto en tres causales, el Tribunal desatado no se siente vinculado por esta primera condición, y al considerar esa sentencia junto con la del proyecto del Sernac y el de la DGA, el Tribunal no da razones para justificar sus posiciones, sino solo para llenar páginas de modo que alguien pueda celebrar la «sustantiva» decisión del Tribunal porque tiene 300 páginas o algo así.
2. La segunda condición es que el Tribunal es un legislador negativo, que solo puede declarar que ciertas disposiciones no pueden llegar a ser ley (Art. 94). En la sentencia sobre aborto, el Tribunal redujo esta importante exigencia a un ritualismo ridículo, porque ahora ella significa que puede crear las reglas que desee crear, siempre que lo pueda hacer por la vía de eliminar palabras.
3. La tercera es que el Tribunal Constitucional solo tiene las competencias que el artículo 93 le confiere. El Tribunal tiene la competencia para excepcionalmente revisar de oficio la constitucionalidad de proyectos de ley (el caso del Art. 93 Nº 1) solo cuando se trata de leyes orgánicas constitucionales. Ahora el Tribunal, como lo hizo en la sentencia del Sernac y de la DGA, entiende que cualquier cosa que desee declarar inconstitucional es eo ipso ley orgánica constitucional.
4. La cuarta es que el Tribunal solo puede ejercer su potestad a petición de parte, salvo en los casos en que es autorizado para actuar de oficio. Con su «Comunicado público» sobre el asunto BancoEstado, el Tribunal convirtió esta importante exigencia en una más bien absurda: ahora resulta que el requerimiento de parte o la autorización especial para actuar de oficio son condiciones para que el Tribunal pueda dictar sentencias, pero si opina mediante comunicados públicos puede decir lo que quiera, cuando quiera y como quiera.
Las anteriores son limitaciones que llamamos formales. Además de estas limitaciones formales, el Tribunal tiene una limitación substantiva: debe decidir conforme a derecho (a la Constitución). Pero, se dijo en la Columna 1, esta limitación substantiva no tiene contenido. En efecto, la experiencia muestra que cuando se trata de cuestiones políticamente sensibles, la opinión jurídica se alineará tal como lo hace la opinión política. Así, los que no quieren que el Sernac tenga potestad sancionatoria pensarán que esa potestad es inconstitucional, y los que están en contra del aborto o de la reforma laboral o de la Ley de Inclusión o de la reforma electoral o de la gratuidad (etc.), pensarán que todas estas leyes eran inconstitucionales.
En este punto la discusión suele recurrir a sofisticadas teorías para mostrar que esto es propio del razonamiento jurídico, que las cuestiones son opinables, que los jueces tienen “discreción”, etc. Por eso es importante señalar que en los casos que hemos visto se trataba siempre de la derecha, derrotada en el Congreso, llevando al Tribunal Constitucional los mismos argumentos que ya habían sido derrotados en las mayorías constitucionales del procedimiento legislativo.
Esos argumentos ya habían sido tomados en cuenta y considerados en la discusión legislativa. Así, es razonable que una Ley de Aborto reconozca la objeción de conciencia de los profesionales que han de realizarlo, en la medida que esa objeción de conciencia no afecta los derechos de la mujer; es razonable la alegación de que la potestad sancionatoria de la administración puede dar lugar a arbitrariedades.
En el Congreso, pese a todas las deficiencias institucionales del mismo, estas alegaciones razonables no fueron desoídas, ni “aplastadas” por una aplanadora: los proyectos de los que se trata reconocían la posibilidad de la objeción de conciencia, pero la compatibilizaban con los derechos de la mujer; la potestad sancionatoria del Sernac estaba en todo caso sujeta a la posibilidad de revisión judicial, en caso de que el afectado entendiera que sus derechos habían sido violados.
Ante el Tribunal desatado, estas soluciones que reconocían un problema e intentaban dar una solución adecuada fueron reemplazadas por soluciones unilaterales, que no reconocen las dos dimensiones del problema. Que ignoran que la objeción de conciencia puede afectar los derechos de la mujer, o que la proscripción de la potestad sancionatoria administrativa implica un severo déficit de protección para el consumidor.
Esta observación no es casual: a pesar de todo el discurso que repite una y otra vez lo de la “tiranía de la mayoría”, formas institucionales como la existencia de un Congreso electo democráticamente y que delibera en público existen porque la experiencia ha mostrado que, cuando se trata de encontrar soluciones que tomen en cuenta los intereses de todos, las otras formas institucionales conocidas no son buenas alternativas. Esto no quiere decir que el Congreso no tenga patologías ni problemas; solo quiere decir que las alternativas (como el Tribunal Constitucional) suman a esas patologías (falta de representatividad, lobby, etc.) otras adicionales o las sufren en mayor medida.
En un mes o algo más se verá un nuevo caso de esto: el tribunal deberá pronunciarse sobre la gratuidad universitaria, que ya fue aprobada por el Congreso.
No importa que hayamos estado discutiendo sobre gratuidad por años, no importa que se haya tramitado completamente en el Congreso, no importan los grados de apoyo que esa idea ha recibido. La pregunta será si la gratuidad es del gusto de la bancada mayoritaria del Tribunal. Si le gusta, será constitucional; si no le gusta, será inconstitucional.
[cita tipo=»destaque»]La idea, como todas las de Dworkin, es hermosa y sofisticada (esto no es una ironía); pero como él mismo debió observarlo hacia el final de su vida, la realidad política la superó. Y el «foro de los principios» se transformó en otro «campo de batalla de la política del poder». No es Chile el primer caso en el que esto pasa. Es, probablemente, el caso en que ha pasado de modo más brutal y descarnado, ante la indiferencia de los prestigiados profesores de derecho constitucional.[/cita]
Lo único que podría evitar el desenfreno del Tribunal Constitucional son las condiciones formales que lo limitan. Lo importante de estas limitaciones es que no dependen de la convicción política y, por consiguiente, incluso quienes están en desacuerdo en cuanto al fondo pueden estar de acuerdo sobre cómo se cumplen estas condiciones formales. Así, por ejemplo, la exigencia de que el Tribunal solo puede conocer, cuando se trata de leyes orgánicas constitucionales, de las disposiciones que el Congreso ha calificado de tales; o la exigencia de que cuando se trata de decidir, el Tribunal no puede eliminar frases o palabras sino disposiciones enteras (un artículo o al menos un inciso).
Lo que en columnas anteriores hemos llamado «doctrinas peligrosas», son doctrinas del Tribunal que niegan esta comprensión formal de las limitaciones que enfrenta: una le confiere al Tribunal competencia para decidir, por sí y ante sí, qué disposiciones son de ley orgánica constitucional, desechando la calificación hecha por el Congreso; la otra le confiere competencia para eliminar no solo artículos o incisos sino también palabras (y, eventualmente, letras).
Estas doctrinas siempre fueron peligrosas porque tienen una consecuencia evidente: transforman limitaciones formales en limitaciones substantivas. Es decir, para determinar si una disposición es de ley orgánica la exigencia formal implicaba que bastaba examinar el oficio del Congreso para determinar si estaba listada ahí; aceptada la doctrina peligrosa, hay que atender al fondo del asunto, a lo que (como en el caso del Sernac) «realmente» es potestad jurisdiccional. El dato de que esa disposición fue o no calificada de ley orgánica constitucional por el Congreso ya no dice nada.
Del mismo modo, para determinar si el Tribunal está o no cumpliendo su rol de legislador negativo, la doctrina formal diría que hay que examinar si lo eliminado fue una disposición (un artículo o un inciso); ahora hay que determinar si, eliminando expresiones que el Tribual ha borrado, el sentido de la regla resultante ha cambiado lo suficiente y, por consiguiente, debe ser considerada una regla nueva o no.
Ya hemos visto que, en el caso del Tribunal Constitucional, las limitaciones substantivas no limitan. Cuando las limitaciones formales se transforman en limitaciones substantivas, dejan de ser limitaciones. Entonces el Tribunal Constitucional deviene un poder fáctico, porque su única limitación es su voluntad. Y cuando adquiere conciencia de esto, se desata.
Y todo esto nos lleva, irónicamente, al principio. Comenzamos esta serie comentando las observaciones de uno de los grandes defensores de la idea de un Tribunal Constitucional (solo competencial, no substantivo), y terminaremos haciendo referencia al otro gran defensor de la jurisdicción constitucional, el jurista estadounidense Ronald Dworkin.
Uno de los argumentos más importantes de Dworkin en defensa de la jurisdicción constitucional comienza notando lo obvio, que las decisiones de un órgano como la Cámara de Diputados o el Senado requieren concitar el respaldo mayoritario de sus miembros. Para lograr el respaldo necesario, cada grupo parlamentario pondrá sus condiciones. Y el mayor o menor éxito con el que las defenderá no depende normalmente de la justicia de sus posiciones, sino del poder que tiene. Esto es trivial: las ideas de una bancada pequeña cuyos votos no son necesarios para obtener la mayoría serán poco atendidas, las ideas de una bancada igualmente minoritaria pero cuya concurrencia es necesaria para obtener la mayoría serán muy escuchadas, etc. La diferencia no estará dada por la corrección o justicia de esas ideas, sino por el poder que en las circunstancias ese grupo parlamentario maneje. La decisión legislativa, decía Dworkin, depende más del poder político de cada uno (la «correlación de fuerzas») que de principios de justicia.
Ante un tribunal, sin embargo, las cosas son distintas. En efecto, ante un tribunal cada parte tiene el mismo poder, y entonces lo que decide la cuestión es el argumento de justicia. Está bien (es la idea democrática) que muchas cuestiones sean decididas en atención al poder político de cada coalición o partido, porque ese poder es generado democráticamente (ignoremos por ahora las trampas de la Constitución Tramposa, los senadores designados en su momento, el sistema binominal, los exagerados cuórums para decidir); pero hay ciertas cuestiones que no deben ser decididas de este modo, que deben ser decididas de acuerdo a los principios, a la justicia.
En la famosa frase de Dworkin, esta es la idea de la jurisdicción constitucional: que sobre «el campo de batalla de la política del poder», donde decide la correlación de fuerzas, exista una instancia distinta, la justicia constitucional, que constituye un «foro de los principios», donde solo vale el argumento y no la fuerza del que lo maneja.
La idea, como todas las de Dworkin, es hermosa y sofisticada (esto no es una ironía); pero como él mismo debió observarlo hacia el final de su vida, la realidad política la superó. Y el «foro de los principios» se transformó en otro «campo de batalla de la política del poder». No es Chile el primer caso en el que esto pasa. Es, probablemente, el caso en que ha pasado de modo más brutal y descarnado, ante la indiferencia de los prestigiados profesores de derecho constitucional.
Los estrategas comunicacionales sugieren terminar una serie como esta en una nota alta. No hay muchas notas altas que mostrar en la historia del Tribunal desatado, y es probable que en el futuro las cosas se pongan peor.
Pero a esto es posible darle un giro positivo: nadie ha hecho más que el Tribunal desatado para mostrar que, contra todo lo que la derecha dice y repite, la Constitución sí afecta la vida de las personas. El mejor aliado que hoy tiene la demanda de nueva Constitución es el Tribunal desatado.
(Vea Columna 1: “Un poder insoportable”)
(Columna 2: “La Constitución protege al abuso”)
(Columna 3: “Un poder que no quiere reconocer límites”)
(Columna 4: “Decir cualquier cosa para parecer argumentando”)
(Columna 5: “La burla”)
(Columna 6: “Saltando la última valla”)