Un plebiscito respecto a la pena de muerte es un fetiche seudodemocrático. Es tan solo un dispositivo para despertar el sentimiento colectivo del castigo sobre el cuerpo. Sin embargo, un plebiscito distinto es necesario. Es uno que nos dé la posibilidad de evitar el castigo sobre los cuerpos, propio de una moralidad colectiva evolucionada. Me refiero a la eutanasia, que es tener la capacidad racional de discernir si queremos ejercer el derecho a parar el dolor y sufrimiento debido a la condición de nuestro cuerpo.
Si alguien le hiciera a mi hija lo que le hicieron a Sophia, no sé si tendría la entereza para no intentar golpear y masacrar a ese individuo que ante mí sería algo diferente, menos persona. Probablemente lo haría hasta su muerte si nadie o nada me detiene. Hablo de una brutalidad instintiva e irreflexiva de un acto individual que me convertiría en un asesino. Dicho esto, y a diferencia del Presidente electo Sebastián Piñera o del mediático J.A. Kast, hablo de los crímenes de connotación social con perspectiva analítica y de bienestar general, que para eso hemos sido dotados de pensamiento abstracto.
Existen comunidades que celebran el medioevo a través de una narrativa épica y una estética única. Pero generalmente evitan la norma de la época respecto a la rectificación del alma a través del cuerpo. No vemos los métodos de tortura de la llamada Santa Inquisición. El filósofo Michel Foucault, en uno de sus libros, relata cómo siglos atrás el castigo contra criminales era principalmente centrado en el cuerpo. Narra un caso histórico dando detalles escabrosos sobre cómo se descuartizaba a un criminal y se prolongaba su muerte para poder aplicar otros métodos de tortura. Incluso en los venerados tiempos de la igualdad, libertad y fraternidad, la decapitación era un acto legítimo y público, así como la horca.
Algún cristiano puede creer que en ese tiempo era de esa forma porque, realmente, habían cometido crímenes horrendos. Díganme cuál fue el de Jesús. Sabrán mejor que yo que fue condenado a muerte porque, en aquel tiempo, la merecía. Después de torturarlo fue crucificado para que muriera lentamente de deshidratación, desangramiento o, con suerte para él, de un paro cardiaco. Solo un desquiciado como Mel Gibson pudo graficarlo en una película de forma insuperable.
El humanismo proclama que existe una evolución moral a este respecto. Las cárceles no tienen como fin único el castigo privando de libertad, sino reformar al criminal y prevenir sus actos mientras eso no ocurra. No hablo desde las bases del derecho penal, sino desde cómo los sistemas sociales han abordado las conductas socialmente desviadas y su corrección. Quienes enseñamos sociología solemos ver con nuestros estudiantes la brillante película El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín. Tratamos de que nuestros estudiantes lleguen activamente a la idea de cómo el castigo sobre el cuerpo se sobrepone al objetivo de la rehabilitación y reinserción social ante un caso de “conmoción pública”. Pero también miremos casos recientes. Vean ustedes las “detenciones ciudadanas” que, como actos de organización civil ante el delito sin corbata, han resaltado por su violencia y ensañamiento contra el criminal, no solo haciendo sangrar su cuerpo sino también con prácticas de humillación, haya llegado o no la fuerza policial.
[cita tipo=»destaque»]La pena de muerte no cumple con un rol de prevención y menos reformatorio de la justicia moderna. Dudosamente puede ser un ejemplo de demostración cuando es aún discutible si los autores de crímenes horrendos piensan, antes de cometer el crimen, en el castigo que afrontarán. Ese supuesto asume al criminal como un actor racional que maximiza o pondera las consecuencias de sus actos. Probablemente esto aplique mejor para los crímenes económicos, como la colusión o la evasión de impuestos.[/cita]
Para algunos estos son actos atávicos que se resisten a la evolución. Hay antropólogos evolucionistas del siglo XIX que escribieron ampliamente respecto a estos “sobrevivientes” a la evolución como proceso imparable. Pero hay un clásico sociólogo que me resulta más interesante y que suele escandalizar a los estudiantes de sociología. Émile Durkheim (1858-1917) estableció que crímenes de connotación social son aquellos que dañan la conciencia moral colectiva y la despiertan.
Dicha ofensa es una forma única de observar cuáles son los consensos morales que fundamentan la sociedad y cómo son defendidos. Pero, a pesar de que son un rasgo muy fuerte de sociedades tradicionales, las sociedades modernas con sistemas de justicia burocráticos aún necesitan de estos atentados a la moral colectiva para verse a sí mismas y encontrarse en sus mecanismos de cohesión. Es tan moderno, que perfectamente podemos entender la implacable persecución que hizo la justicia estadounidense y el Massachusetts Institute of Technology en contra del activista por el libre acceso al conocimiento, Aaron Swartz, por el delito de publicar las bases de datos de JSTOR, hasta llevarlo al suicidio. Existían otros casos que no solo atentaban a la propiedad privada del conocimiento, sino además obtenían ganancias. Pero Aaron fue, siguiendo la línea antropológica, el chivo expiatorio necesario para los civilizados ante los bárbaros de la sociedad del conocimiento.
La pena de muerte no cumple con un rol de prevención y menos reformatorio de la justicia moderna. Dudosamente puede ser un ejemplo de demostración cuando es aún discutible si los autores de crímenes horrendos piensan, antes de cometer el crimen, en el castigo que afrontarán. Ese supuesto asume al criminal como un actor racional que maximiza o pondera las consecuencias de sus actos. Probablemente esto aplique mejor para los crímenes económicos, como la colusión o la evasión de impuestos.
Creo que debemos asumir que la pena de muerte frente a crímenes de connotación social es el castigo contra el cuerpo y el ritual necesario, para una sociedad, de sacrificar y alinear su conciencia moral colectiva. Tal y como los ejemplos presentados al principio de esta columna.
Un plebiscito respecto a la pena de muerte es un fetiche seudodemocrático. Es tan solo un dispositivo para despertar el sentimiento colectivo del castigo sobre el cuerpo. Sin embargo, un plebiscito distinto es necesario. Es uno que nos dé la posibilidad de evitar el castigo sobre los cuerpos, propio de una moralidad colectiva evolucionada. Me refiero a la eutanasia, que es tener la capacidad racional de discernir si queremos ejercer el derecho a parar el dolor y sufrimiento debido a la condición de nuestro cuerpo. La pena de muerte solo despierta nuestra necesidad de castigar el cuerpo y no cumple ningún objetivo de un sistema penal moderno. Si bien la pena de muerte no nos hace asesinos, como en el caso personal expuesto al principio, nos hace ser parte de una sociedad irreflexiva que nos quitará la legitimidad moral ante las generaciones futuras.
La eutanasia merece otra consideración. Nos hace pensar en el derecho a terminar con el dolor, el sufrimiento. Si para algunos el dolor los santifica, adelante con eso. En cambio, para Paula Díaz y muchas otras personas, terminar con el dolor a través de la muerte los dignifica. Así como algunos piensan que morir por la patria en una guerra es digno, hay quienes pensamos que existen otras justificaciones para morir que dignifican. Como sociedad, debemos facilitar la muerte para aliviar y dignificar a los que sufren, no para saciar nuestra ira colectiva en la plaza de la ciudad.