Hace sólo tres años los chilenos nos conmovíamos con la imagen de un niño muerto en la orilla de una playa, luego de una travesía que terminó con el naufragio de una débil embarcación que conducía a un grupo de ciudadanos sirios a las costas de Europa. En medio de ese comprensible dolor colectivo parecíamos sensibles al grave problema humanitario que viven los migrantes en el mundo. Parecíamos convencidos de que los derechos de las personas estaban por encima de la legalidad, de los colores y de las nacionalidades. Parecíamos querer que todos los países los recibieran con las puertas abiertas. Parecíamos entender que no son culpables de nada…
Hoy, toda esa sensibilidad y empatía se ha desvanecido con la construcción de un “problema haitiano” y su instalación en la agenda noticiosa: con demandas de mayor regulación al ingreso, concepción de derechos asociados al comportamiento de las personas, preocupaciones por la salubridad, por la integridad de la raza chilena (?), intentos de manifestaciones públicas en contra de los “inmigrantes ilegales”, irresponsabilidad de los medios de comunicación al promover la actitud de alarma o al victimizar de manera irrespetuosa a los extranjeros, especialmente haitianos, etc. Todo esto envuelto en un nacionalismo de la peor estofa que no por falaz deja de ser preocupante.
La intensificación de los flujos migratorios de personas provenientes de países latinoamericanos a partir de los años 90 (las estadísticas hablan de una presencia numérica acotada en relación con la población total del país), constituye un hecho que rompe con la imagen recurrente de un Chile alejado de ese tipo de crisis humanitarias. Las respuestas poco acogedoras por parte de la sociedad chilena que se han hecho más visibles por estos días, muestran que en este caso no estábamos tan lejos de la crisis migratoria mundial. En realidad nunca lo hemos estado. Así se constata si traemos a la memoria la inmigración de europeos empobrecidos durante el siglo XIX, o los que huyeron de los conflictos bélicos en el XX, incluyéndose entre estos últimos un importante componente que provenía del Medio Oriente. Tampoco hemos estado lejos de los problemas que estos flujos demográficos han significado para las sociedades receptoras, uno de ellos, tal vez el principal, ha sido el racismo. Un racismo que estuvo presente en las políticas de colonización del sur de Chile, cuando el Estado chileno se propuso “mejorar la raza” trayendo desde Alemania e Italia a labradores que no eran labradores a ocupar tierras asignadas con instrumentos de labranza igualmente proveídos por los gobiernos de la época (esto a propósito del “todo gratis” que se suele usar como acusación contra ciertos sectores sociales, omitiendo los privilegios de los que han gozado otros). Estuvo presente también en la llegada de Palestinos, cuya identidad fue borrada bajo el concepto socialmente despectivo de “turcos”. Y lo ha estado igualmente en la migración de contingentes del Pueblo Mapuche a las ciudades tras la invasión de sus territorios, una parte importante del cual fue a dar a manos de los colonos. Y está presente también en este ciclo migratorio, racializando y estigmatizando a los extranjeros no blancos (no sólo se han visto afectados los afrodescendientes, por años recuerdo haber escuchado en televisión a un dúo de humoristas relatar un chiste que se basaba en supuestas características físicas de la población peruana).
Ese racismo que tanto nos cuesta reconocer se hace patente desde el momento mismo en que sólo algunos extranjeros son señalados como inmigrantes y que son aquellos que resultan visibles y molestos a ojos de quien clasifica, en este caso, los que proceden de países como Perú, Bolivia, Colombia, Haití y República Dominicana (cabe consignar que no se denomina de la misma forma a los extranjeros que proceden de Argentina y España, más numerosos que los anteriores y que se han trasladado hasta estas tierras también escapando de la falta de oportunidades en sus respectivos países). ¿Qué es lo visible entonces? ¿qué es lo que molesta? No hay que ser muy brillante para dar con la respuesta: molesta el color y molesta la pobreza, dos significantes que históricamente se han encarnado en distintos grupos humanos.
[cita tipo=»destaque»]Particularmente sintomático es que en el debate público que se ha desarrollado en torno al tema, quienes justifican o tratan de “comprender” estas acciones suelen emitir frases como “no se trata de racismo”, “no es que sea racista”, o “en realidad no importa que sean negros”. Lo cierto es que el racismo no es una palabra que goce de prestigio, nadie se reconoce racista de buenas a primeras (o casi nadie, porque lamentablemente las condiciones mundiales han hecho que los supremacistas blancos estén saliendo del closet con una frecuencia que espanta), por eso es que el racismo siempre parece estar en otro lado.[/cita]
Esa incomodidad se ha transformado en abierta hostilidad con el correr de los años: ya tuvimos un intento de marcha contra residentes colombianos en Antofagasta y ahora se estaría tramando otra en Santiago, esta vez en contra de los “inmigrantes ilegales”, esto luego de un video tendenciosamente viralizado, que mostraba a personas haitianas descendiendo de un avión para ingresar (legalmente) a Chile. También proliferan, desde hace tiempo, rayados contra la población afrodescendiente en las paredes de nuestras ciudades.
Particularmente sintomático es que en el debate público que se ha desarrollado en torno al tema, quienes justifican o tratan de “comprender” estas acciones suelen emitir frases como “no se trata de racismo”, “no es que sea racista”, o “en realidad no importa que sean negros”. Lo cierto es que el racismo no es una palabra que goce de prestigio, nadie se reconoce racista de buenas a primeras (o casi nadie, porque lamentablemente las condiciones mundiales han hecho que los supremacistas blancos estén saliendo del closet con una frecuencia que espanta), por eso es que el racismo siempre parece estar en otro lado. Es así como para los chilenos el racismo puede estar en Brasil, en Estados Unidos, en las películas, pero nunca en nuestro país. Sin embargo, son esas mismas excusas y sobre todo los actos, los que se encargan de decir otra cosa.
Por eso es necesario hablar sobre racismo, sobre su historia y las variadas formas que asume, para identificarlo en su multiplicidad y no sólo cuando se producen los crímenes de odio. Para esto, nada mejor que escarbar en la historia, para encontrar en ella el origen del chauvinismo barato (que no por patético deja de perjudicar a personas concretas) y sobre todo, esa parte dolorosa que nos habla de un racismo no como un fenómeno nuevo sino como base fundacional, sin la cual difícilmente podremos comprender el presente. Y allí está su origen, en la instalación misma de la “chilenidad”, categoría que actúa como borramiento del color para negar la existencia de indios y negros en la nueva república, asumiéndose por omisión como sinónimo de blancura, una marca que nos persigue hasta la actualidad, en un país que al decir del poeta Chihuailaf insiste en negar su morenidad (ahí tenemos la otra paradoja, pues vaya usted a decirle a un europeo que los chilenos somos blancos…).
La violencia ejercida históricamente sobre el Pueblo Mapuche constituye uno de los ejemplos más evidentes de que las palabras nunca son sólo palabras, menos si estas son pronunciadas por los poderosos. También la violencia ejercida contra los afrochilenos (sí, leyó bien, “afrochilenos”), los que además de ser perseguidos, asesinados y ridiculizados durante la “chilenización” de Arica tras la Guerra del Pacífico, hoy ni siquiera existen en el recuerdo del relato sobre la identidad chilena (¿qué fue de los “infantes de la patria”, como se denominó a los afrodescendientes que engrosaron las filas independentistas? recuerdo incómodo para un país que ni siquiera se ha tomado la molestia de incluirlos en el censo).
Y sin embargo, para la sociedad chilena todo esto permanece como detrás de un biombo, confinado ahí no por casualidad sino de adrede. Como no pensar en intencionalidad en un país donde la educación cívica entra y sale del curriculum escolar, donde cada cierto tiempo hay que salir a la calle para frenar los intentos por reducir o eliminar las horas de asignaturas como Historia y Filosofía, amenazando la existencia de espacios donde es posible (aunque tampoco es seguro), reflexionar colectivamente sobre estos asuntos.
Si alguna vez asumimos esta historia y comprendemos desde ese lugar los comportamientos del presente, entonces podremos hablar abiertamente del racismo que nos constituye, sin excusas y sin restar gravedad al problema con argumentos que buscan amortiguarlo. En este sentido, conviene evocar, a modo de advertencia, a uno de los críticos más lúcidos del racismo, el afrocaribeño Frantz Fanon, quien en 1956 dijo: “Una sociedad es racista o no lo es. No existen grados de racismo. No es necesario decir que tal país es racista pero que en él no se realizan linchamientos ni existen campos de exterminio. La verdad es que todo esto y algo más existe en el horizonte”.
Reconocer el racismo y no negarlo, no sólo es importante para comprender los conflictos históricos que enfrentan al Estado y a la sociedad chilena con mapuches, afrochilenos e “inmigrantes”, sino también para aprender a pensarnos de otro modo y generar espacios de encuentro entre las personas de distintos pueblos que habitan este territorio.