Existe una abrumadora cantidad de mujeres que atraviesan experiencias traumáticas. Según información de la ONU entre el 30% al 70% de las mujeres han experimentado violencia sexual y/o física de parte de su pareja en algún momento de su vida, y casi la mitad de los homicidios a mujeres, a nivel mundial, fue realizado por un compañero o cercano (comparado con 6% de los homicidios a hombres). Este último año hemos visto con espanto la abrumadora cantidad de denuncias de acoso y abuso sexual a la mujer gracias a campañas como #MeToo, lo que nos ha hecho tomar consciencia de la brutal magnitud de este problema. Lamentablemente cada denuncia de violencia y abuso cuenta con un no menor grado de resistencia y rechazo, pues, ¿quién se siente cómodo mirando de frente al horror de esta montaña de sufrimiento que se esconde bajo la aparente normalidad y refinada civilidad de nuestra sociedad? No es fácil asumir que bajo la capa de aparente armonía de nuestras ciudades se viven relaciones cotidianas e íntimas donde reina el abuso y la violencia. No, no es fácil asumir nuestras sombras. Por otra parte, debido a la gran ignorancia que existe en nuestra cultura respecto a la forma como el trauma afecta el funcionamiento psíquico de la persona, suele suceder que se descree y cuestiona incansablemente a la víctima respecto la veracidad de su experiencia ¿Por qué tardó tanto en hablar? ¿Por qué no hizo nada para defenderse? ¿Por qué incluso ha defendido a su agresor? ¿Por qué no lo supera ya de una buena vez? Intentemos pues, en la antesala de un nuevo 8 de Marzo, una breve reflexión en torno a este delicado problema.
Para comenzar, es importante afirmar que la experiencia de sufrir un trauma psíquico probablemente sea una de las vivencias humanas más devastadoras existentes. El trauma, a diferencia de un sufrimiento psíquico corriente, implica una desarticulación de las formas de funcionamiento tradicionales de la personalidad, ante la vivencia de una gran amenaza a la integridad y/o subsistencia (psíquico-física) del individuo. Por tanto, el trauma suele estar asociado al enfrentarse, de forma más o menos directa, a la posibilidad de muerte y aniquilación. Debido a la intensidad de la/s experiencia/s, la persona tiene la sensación de verse completamente arrollada, sobrepasada en su capacidad de enfrentar lo que está sucediendo a través de sus propios recursos. Es una experiencia de profunda indefensión y vulnerabilidad, cuyos efectos nocivos suelen ser difíciles de revertir y son de largo alcance tanto para el individuo como para el medio social inmediato. En el caso específico de violencia hacia la mujer en el contexto de una relación de intimidad, se da el complejo escenario de que el victimario suele ser además la principal persona que provee de protección, contención y consuelo. Es decir, se da una traumatización relacional compleja, un vínculo paradójico que implica una desigual distribución del poder, un círculo de abuso/contención donde se genera una situación de dependencia emocional e incluso identificación con el agresor. Este es un patrón recursivo que es muy complejo de cambiar, y que suele conllevar de parte del medio social incomprensión, criticas, y descalificaciones varias hacia la mujer (lo que por cierto no hace más que perpetuar las dinámicas de violencia).
Un aspecto particularmente relevante del verse enfrentado a la experiencia de un trauma es que dicho proceso suele remecer -y a veces incluso destruir- las creencias religiosas o espirituales que la persona sostiene. En el fondo, cualquier persona enfrentada al horror y al mal se ve impelida a tener una narrativa existencial/religiosa al respecto. Como afirma Judith Herman, confrontados con la realidad del trauma, todos nos volvemos un poco teólogos, filósofos y juristas. ¿Por qué yo tuve que sufrir esto? ¿Cómo se explica que esta persona fuera capaz de abusarme y violentarme de esta forma? ¿Por qué Dios –o el universo, o la vida, o “lo trascendente”, como quiera que se le llame- permitió que esto me pasara a mí? ¿Cuál es el sentido de este sufrimiento? Incluso desde una perspectiva agnóstica o atea el problema de haber vivido una experiencia traumática -piénsese en el caso de una violación por ejemplo- se ve confrontada con la necesidad echar mano a una narrativa de sentido específica respecto a la naturaleza humana y del mal en el mundo.
[cita tipo=»destaque»]En el caso específico de violencia hacia la mujer en el contexto de una relación de intimidad, se da el complejo escenario de que el victimario suele ser además la principal persona que provee de protección, contención y consuelo. Es decir, se da una traumatización relacional compleja, un vínculo paradójico que implica una desigual distribución del poder, un círculo de abuso/contención donde se genera una situación de dependencia emocional e incluso identificación con el agresor.[/cita]
Lo problemático de este aspecto del trauma es que muchas veces las narrativas religiosas pueden terminar obstaculizando el proceso de recuperación en vez de facilitarlo. Un ejemplo relevante respecto a mirar críticamente el uso de narrativas religiosas cuando se enfrentan situaciones traumatizantes, lo han realizado las teólogas feministas en el mundo cristiano. Diversas académicas han levantado sus voces críticamente sobre como en el cristianismo se han interpretado las dinámicas de sufrimiento y situaciones traumáticas que viven las mujeres a diario, en el contexto de una cultura patriarcal y machista que termina validando y legitimando la violencia hacia la mujer, también desde el uso de los discursos, símbolos y narrativas religiosas.
Una de las críticas más acidas y profundas que han realizado se relaciona con el uso que se le ha dado al evento de la muerte de Jesús en la cruz y la teoría de la expiación (la creencia de que “Jesús murió por todos nosotros” o incluso “en nuestro lugar”). El mal uso de este constructo teológico, afirman, ha terminado por romantizar el sufrimiento humano, ligando de forma inapropiada la idea de que la redención deviene exclusivamente a través del sacrificio. De la representación religiosa que “Dios quería el sacrificio y muerte de su hijo para saldar la deuda del pecado de la humanidad”, se desprenden complejas consecuencias espirituales, psicológicas y sociales, en las que perfectamente se puede terminar validando y justificando el sufrimiento y sacrificio humano como “justo y necesario” para que los planes y proyectos de algunos se lleven a cabo. Generalmente los grupos de poder económico conservadores han usado de forma abundante estos discursos religiosos sobre el sacrificio y la expiación, para así justificar dinámicas de opresión y explotación en el mundo, las que son cómodamente leídas por ellos como “la voluntad de Dios”. En el caso de las mujeres, en nuestra sociedad existe una muy fuerte inculturación que se alimenta de imágenes religiosas que provienen del evento de la cruz y que moldean nuestras creencias respecto al auto sacrificio, la renuncia y el estoicismo. En palabras de las teólogas Brown & Parker “Si la mejor persona que ha vivido dio su vida por otros, entonces, para ser valiosos, también debemos sacrificarnos. Cualquier noción de que tenemos el derecho de cuidar de nuestras propias necesidades está en conflicto con ser un fiel seguidor de Jesús”. Entonces si es que como mujer estoy sufriendo una situación abusiva, violencia de pareja o discriminación laboral, debo aprender a ser mansa, a “tomar mi cruz” y lograr mi redención a través de mi sufrimiento y sacrificio… por mis hijos, por mi marido, por mi comunidad, etc. No es difícil de ver entonces como aquí confluyen vivencias traumáticas que pueden terminar complejizándose si se alimentan de narrativas religiosas o espirituales nocivas desde un punto de vista terapéutico.
Sin embargo, no es necesario tirar al niño con el agua de la bañera. Como bien nos recuerdan varias de estas teólogas existen otras interpretaciones de la religión y espiritualidad que si pueden favorecer procesos de reparación y empoderamiento femenino. Baste recordar el caso de Ciudad Juárez y como cientos de mujeres se han organizado alrededor de la poderosa imagen de las “cruces rosadas”, con la que se quiere simbolizar todas las incontables víctimas de femicidio que ha padecido dicha localidad. Las cruces rosadas han sido una herramienta de denuncia, de crear lazos de solidaridad y resistencia entre las mujeres, de alzar la voz para decir nunca más, ni una menos. La cruz –al igual que otras metáforas e imágenes religiosas- puede entonces también tener un potencial subversivo y terapéutico. La cruz puede ser leída como un símbolo que nos recuerde la necesidad de persistir en el amor y la lucha por la justicia frente a los males del mundo, como una imagen de la solidaridad de Dios con los que sufren, como un símbolo de fuerza para enfrentar los traumas y horrores de la violencia en nuestra sociedad, empoderando así a los oprimidos y crucificados.
Lamentablemente no muchos profesionales del área de salud mental están familiarizados con el lenguaje simbólico y religioso, ni con la consciencia de que la espiritualidad humana puede ser un poderoso recurso para enfrentar las vivencias de los traumas psíquicos (concientización que junto a otros colegas de la Universidad del Pacifico hemos estado impulsando en un programa de formación de acompañamiento en trauma). Las personas cuando se enfrentan al horror y al trauma requieren de poder generar narrativas interpretativas de sentido, y las creencias religiosas para explicar el mal padecido pueden ayudar o entorpecer dicho proceso; pueden empoderarnos y abrirnos puertas de esperanza o pueden inmovilizarnos, llevarnos a la culpabilidad y al atascamiento (recuerden al respecto como otro ejemplo de una problemática interpretación religiosa sobre una situación de sufrimiento, las declaraciones de la presidenta del PRI, Alejandra Bravo: “se aprueba despenalización del aborto. Es aborto libre con los votos de la DC. Al mismo tiempo Chile en llamas…quizás no es coincidencia”). En la conmemoración de un nuevo 8 de Marzo en que recordamos a nuestras valientes hermanas, amigas, compañeras, hijas y madres que se han levantado contra la traumatizante opresión, injusticia y abuso, bien quizás nos haría continuar la senda de la reinvención o reapropiación de nuestros símbolos religiosos y espirituales principales. Porque esta historia y este orden patriarcal y machista, Dios así no lo quiso… porque Dios tampoco es hombre.