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Sobre cómo me enseñaron a renunciar a mi racismo: agradecimiento a la comunidad haitiana residente en Chile Opinión

Sobre cómo me enseñaron a renunciar a mi racismo: agradecimiento a la comunidad haitiana residente en Chile

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Ana María Moraga
Por : Ana María Moraga Master en Estudios Internacionales de Paz, Conflictos y Desarrollo.
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Me voy a permitir bajar el debate sobre migración, interculturalidad y racismo al nivel de la experiencia cotidiana. Hace unos años, como estudiante, me acerqué a la comunidad haitiana trabajadora de un mercado mayorista de la Región Metropolitana. Un amigo dirigente me consiguió ser por un mes ayudante del almacén de Marie, una de las mujeres de su colectividad que ahí empezaba a emprender.

Estoy segura de que ese momento cambió mi forma de pararme ante la vida. Quiero decir que las haitianas y los haitianos no solo traen su fuerza de trabajo para ofrecerla al “desarrollo económico del país”. Tampoco que únicamente traen su cultura, sus religiones, sus grados académicos, o su gastronomía. Sino que también son portadores/as de una sabiduría distinta a la que se me ha legado en los espacios donde me he formado.

Son dos las enseñanzas que quiero compartir públicamente, dado mi sentimiento de gratitud. Primero, a dejar de ver mi vida como relato de la propia tragedia individual. Segundo, sentí en ellos/as, una actitud de desobediencia espontánea y elegante, sin rabia, sin violencia, como si fuese esta parte de un sentido práctico, de una filosofía del ser incorporada. Para mí, descendiente de campesinos/as de la zona central de Chile, eso fue una gran revelación. Algo inefable. Al narrarlo, arriesgo caer en lo caricaturesco: es como si su memoria histórica de revolución esclava de 1804 le hablara a la mía, pidiéndole que se liberara de la herencia violenta del latifundio. Que levantara la vista y viviera sin miedo.

Para llegar a tener ese negocio, mi amiga primero debió vivir separada de su esposo. Su primer trabajo fue como cuidadora de una casa en la pre cordillera de Santiago, soportando el frío. Más tarde fue vendedora en un lugar donde me decía que tenía que “trabajar igual que hombre”, sin distinción en el trabajo físico. Atendía y descargaba sacos de día. A media tarde se las arreglaba con el quehacer doméstico de casa, y de noche vendía café a los estibadores, como lo hacen otras mujeres (es un trabajo feminizado). Era febrero de 2015 y me decía un vendedor del negocio contiguo “la cosa está mala, sale a vender café, así es como las chiquillas se salvan”. Esta faena empieza sobre las 22.00 hrs., y se trata de recorrer a pie todo el mercado empujando un carro de supermercado, equipado con termos, café, sándwich, servilletas, cigarros y golosinas, entre otros; la cual a veces se extiende hasta el mediodía siguiente. Hay que tener coraje para enfrentar el acoso callejero  que se da en esos pasillos y también para cobrar lo que te deben cuando has fiado y la jauría se resiste a cumplir. El negocio de mi amiga era uno de los espacios donde llegaban las vendedoras de café a saludar y descansar al terminar la jornada. En el 2016 el negocio de Marie quebró. Batalló de muchas formas, se endeudó con prestamistas, intentó con un almacén cerca de casa, pero en estos días me dice que está buscando trabajo.

[cita tipo=»destaque»]Afortunadamente son muchas las personas, organizaciones, medios de comunicación y universidades que están alzando la voz frente a las nuevas medidas en materia migratoria. Han pasado ya  unos ocho años desde que las comunidades haitianas se han venido asentado en Chile. Son varios/as, de diferentes géneros y generaciones, quienes pueden transmitirnos sus experiencias y opiniones acerca de su migración: abramos el espacio para conversar. Saludemos a nuestros/as vecinos/as haitianos/as y preguntémosle cómo están, cómo les ha ido. Contémosle qué pasa en el país y démosle el espacio para que se expresen. Lo mismo en nuestros trabajos, tratemos de hacerles ver que no es necesario que hablen un chileno perfecto para participar de nuestras conversaciones. En esta comunidad, además de quienes pueden contarnos sus historias, están quienes podrían narrarnos la de su sociedad y su país. Muchas de ellas podrían ser albergadas por instituciones de educación, para que nos las compartan. Sumemos sus luchas cotidianas a nuestras aspiraciones de país más digno. Abramos las fronteras de nuestros espacios y dejémonos transformar. Quienes hemos tenido esta experiencia intercultural, démosla a conocer y manifestemos nuestra disposición para tender puentes, evidenciar el racismo que no solo se esconde en la periferia, sino que está también en nosotros/as como una herencia maldita: renunciemos a esa idea de sentirnos “blancos/as” y de pretender pararnos en un peldaño superior por un día en la vida.[/cita]

Me recuerdo también de Jean y su excelente comida al paso (arroz con porotos, pollo y plátano frito, cazuela haitiana… entre tantos. A solo $2500). Llegaba a las 03.00 am. a abrir. Primero comenzaba a preparar lo más complejo. Sobre las 05.00 am. había que salir a ofrecer los “desayunos”. Luego se regresaba a terminar de cocinar y a las 07.00 am debía estar todo repartido, antes de que los camiones se fueran y la jornada nocturna terminara (vi varias veces ver como los estibadores transitaban ininterrumpidamente de la jornada de descargar, a la ser temporeros en las afueras de la ciudad).  Me dejaba que lo acompañara a repartir colaciones y ahí es cuando veía desplegarse las discriminaciones sobre su ser haitiano y homosexual. A veces los choferes de los camiones partían, justo cuando Jean estaba entregando las colaciones a sus compradores connacionales. Y teníamos que gritar, teníamos que correr, frente a las burlas y silbidos de los hombres de los otros camiones. Luego se repetía la rutina de preparar, ofrecer, servir y entregar, durante el horario de almuerzo. Terminado eso, él iba a comprar a Franklin, estación central o en el mismo mercado. De vuelta, pre cocer lo que se pudiera, guardar, limpiar. Cerrar a las 17.30. Abrir nuevamente a las 3.00 am. Las sillas de su negocio daban hasta para cuidar niños/as, quienes por encargo de sus madres a veces aparecían 7.00 am. a comprar desayuno (pollo y plátano frito para partir a la escuela).

Mucho temple y mucho humor es lo que ha de tener Jean. Una vez incluso la administración clausuró una puerta en el mercado, dejando el local de este afuera. Quedó literalmente excluido. Lo resolvió abriendo una puerta por otro costado de su kiosko. Y sigue hasta hoy. Ya  desgaste producto de su rutina se le venía notando cuando lo conocí. Marie me dijo: “está feo, cuando llegó era lindo-lindo”. Él mismo me mostraba las manchas en los brazos por quemaduras con aceite caliente, cortes y otros accidentes en la cocina.

También recuerdo a los señores de los limones. Que trabajaron en una fuente de soda soportándolo todo-como por ejemplo, traslados a comunas remotas- hasta obtener la residencia permanente. Fueron años de vivir con un trabajo formal, pero sin que les alcanzara la plata. Conocí a  Paul al paso. A diferencia de quienes vivían en las poblaciones contiguas, llegaba en su auto-pagando a diario $3.000 de estacionamiento.  Había formado familia con una chilena en las afueras de Santiago. Tenía un cargo de supervisor y responsabilidades como depositar en el banco el recaudo diario, pero también de defender con su cuerpo la mercadería. Me contó que había bandas de ladrones que se subían a la parte trasera de los camiones, que había tenido más de una pelea, con consecuencias como fracturas.

Quienes me acogieron me enseñaron que la interculturalidad se funda en cosas prácticas: compartir la misma comida, beber del mismo vaso, usar el mismo baño. También, a dejar que te cuiden, porque ahí tú eres “pava”, aunque te hagas “la chora”. Me mostraron cómo  sobreviven en ese mega espacio, conviviendo con chilenos/as que reproducimos nuestras jerarquías, estructuras, violencias y racismos. A tener cuidado con los billetes falsos, con las estafas, a poner límites al acoso cuando se puede. Cómo se defendieron para que los/as dejaran de asaltar. A convivir con el del lado, a pedirle una fruta sin vergüenza. Dejar que te regalen un ganchito de apio, dos o tres choclos sueltos. Con la misma altura, a responder cuando te piden una orientación o ayuda en relación a extranjería, trabajo o inserción escolar. Y si no sabes, a ponerlos/as en contacto con quien sí los/as podría ayudar. En esos años escuché historias de tanta buena intención que develaban una suerte de  racismo inconsciente: ponerse a llorar frente a ellos/as por el hecho de ser haitianos/as, intentar regalarles  dinero o alimento sin que lo pidiesen, tener que recibir cachureos, aguantar comentarios tales como pedirles que les regalaran un niño/a-“un negrito”- para criar.

Su temple y su coraje me recuerda al de los/as voluntarios/as de la Comisión Española de Ayuda el Refugiado de Valencia por allá por 2008-2010, en medio de la crisis económica. Personas de diferentes nacionalidades que se rebelaban por solidaridad ante la amenaza de multa en caso de ser sorprendidos/as hospedando a una persona indocumentada. Tenemos mucho que aprender. Y podemos hacerlo.

Si bien estos/as trabajadores/as me han enseñado su grandeza de espíritu, sus cuerpos y mentes no están exentos de fragilidad, como todos. Me preocupa qué es lo que sienten y qué les pasa cuando se les acumulan vivencias como éstas; cuando estas son normalizadas por el entorno y se suceden una tras otras, cuando apuntan a los/as niños/as. Más que todo, cómo van a envejecer en este país que le ofrece ocupaciones precarias y embrutecedoras, con privación de sueño en doble y triple jornada. Me preocupa que este sacrificio que están haciendo como madres y padres, se vea reflejado en las posibilidades de educación de sus hijas e hijos.

Por favor, evitemos vanagloriarnos con titulares como que en Chile hay lugares donde los/as haitianos/as pueden ganar sobre $20.000 diarios a partir de su trabajo físico. Les invito a entender que en ello están dejando la vida, su salud y sus fuerzas. Que son empleos donde la diferencia entre el día y la noche se pierden. Les invito a pensarse, por un momento, en un país donde no hablan su idioma y dónde, independientemente de su calificación e intereses, solo pueden acceder a trabajos físicos, donde el ingreso es variable (si necesitaban 10 estibadores y llegaste en el puesto 11, no pudiste trabajar). Que entras a las 22.00 hrs. y el trato es “hasta que se vaya toda la mercadería del camión” y terminas a las 16.00 hrs. del día siguiente, porque dependes del ritmo de venta. Que los baños no son públicos. Que no hay espacios libres para comer. Ahora, visualicen eso por años en su cuerpo, en su vida, en sus relaciones sociales, en sus rutinas cotidianas, en sus expectativas y proyectos. Por favor, no reproduzcamos la frase “sueño chileno”, emulando la expresión “sueño americano”.

Afortunadamente son muchas las personas, organizaciones, medios de comunicación y universidades que están alzando la voz frente a las nuevas medidas en materia migratoria. Han pasado ya  unos ocho años desde que las comunidades haitianas se han venido asentado en Chile. Son varios/as, de diferentes géneros y generaciones, quienes pueden transmitirnos sus experiencias y opiniones acerca de su migración: abramos el espacio para conversar. Saludemos a nuestros/as vecinos/as haitianos/as y preguntémosle cómo están, cómo les ha ido. Contémosle qué pasa en el país y démosle el espacio para que se expresen. Lo mismo en nuestros trabajos, tratemos de hacerles ver que no es necesario que hablen un chileno perfecto para participar de nuestras conversaciones. En esta comunidad, además de quienes pueden contarnos sus historias, están quienes podrían narrarnos la de su sociedad y su país. Muchas de ellas podrían ser albergadas por instituciones de educación, para que nos las compartan. Sumemos sus luchas cotidianas a nuestras aspiraciones de país más digno. Abramos las fronteras de nuestros espacios y dejémonos transformar. Quienes hemos tenido esta experiencia intercultural, démosla a conocer y manifestemos nuestra disposición para tender puentes, evidenciar el racismo que no solo se esconde en la periferia, sino que está también en nosotros/as como una herencia maldita: renunciemos a esa idea de sentirnos “blancos/as” y de pretender pararnos en un peldaño superior por un día en la vida.

Siempre gracias a los/as intelectuales haitianos/as que conocí en Santiago: Fabiola, Djimmy, N’Kulama. Al dirigente social y educador Emmanuel. Y siempre, sobre todo a Rosi y Widson y a la gente que les rodea. Gracias por acogerme con tanta humanidad y música hasta el día de hoy.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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