En las postrimerías del siglo XX se derrumbaban las certezas ideológicas que habían marcado al pensamiento de izquierda durante ese siglo. La implosión de los movimientos sociales y políticos anticapitalistas —bajo el peso del estatismo burocrático y autoritario, y de la rabia de clases— daba a luz un siglo XXI donde, en sus primeras décadas, el pensamiento de izquierda, aún bajo los traumas de la derrota, apabullado y desconcertado, busca afanosamente recuperar su identidad renovadora y esperanzadora, pero sin lograr despegar la vista del arrollador y diario triunfo global del capitalismo.
En nuestro país, el ininteligible balbuceo imperante en las ideas en búsqueda de una recuperada identidad de izquierda se hizo patente en las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias. No hubo entonces capacidad de levantar una propuesta político-programática conducente a una sociedad futura profundamente mejor y estructuralmente distinta a la sociedad en que vivimos.
En lugar de aquello, se reducía la izquierda a la indignación, el liberalismo valórico, la no discriminación o la sustentabilidad; o se llamaba a retrotraer la historia a la guerra fría y la lucha de clases; o —aduciendo teorías del mal menor o de las etapas— se adhería a una coalición en decadencia cuya propuesta básica era administrar mejor y más caritativamente nuestro estado mercantilizado; o, finalmente —marcados por el estupor ante el fracaso de los estatismos burocráticos—, se invocaba un peculiar y costoso estatismo sin hegemonía del estado (adquisición fiscal del 20% de la propiedad de las empresas estratégicas) y, al mismo tiempo —más velocistas que radicales— se exigía plazos más cortos, que los planteados por la centroderecha, para alcanzar los logros prometidos por el capitalismo ilustrado (principalmente derecho universal de acceso a mínimos dignos en educación y necesidades básicas).
El desconcierto ideológico de la izquierda tiene, sin embargo, sus días contados. Bajo la desesperanza palpita y se reconfigura la infatigable voluntad humana de superación que busca su cauce. Hay demasiada aberración y dolor en el sistema capitalista, como para que zafe de la irreductible aspiración a mejor de nuestra especie dotada de una imponente capacidad innovadora y realizadora.
El hilo conceptual conductor, temporalmente perdido por la izquierda, y que debe ser recuperado, consiste en el rechazo estratégico y activo a que el mercado sea el mecanismo fundamental en la determinación de las relaciones económicas, sociales y culturales. Esto con el propósito de poner fin a los desastrosos efectos nocivos inherentes a la capitalista mercantilización de la sociedad, que incentiva enormemente la productividad, pero que lo hace sobre la base de exacerbar hasta la aberración y la toxicidad, instintos básicos de agresión y competencia por la supervivencia profundamente arraigados en nuestra condición humana.
[cita tipo=»destaque»]Más allá del acotado núcleo familiar o cuasi-familiar, el mercado es hoy el mecanismo que estructura e impulsa la casi totalidad de nuestras relaciones sociales y nuestro quehacer. Así, el mercado infesta todas nuestras vivencias, tiñéndolas con sus preceptos de codicia, egoísmo, competencia e instrumentalización del prójimo. Nuestros sueños se van acomodando en las repisas de un supermercado virtual y con espíritu mercantilizado —que se obsesiona con maximizar el propio beneficio— se emprende, se trabaja, se alimenta, se divierte, se gobierna, se legisla, se hace política, se aprende, se vela por nuestra salud, se jubila, etc.[/cita]
Más allá del acotado núcleo familiar o cuasi-familiar, el mercado es hoy el mecanismo que estructura e impulsa la casi totalidad de nuestras relaciones sociales y nuestro quehacer. Así, el mercado infesta todas nuestras vivencias, tiñéndolas con sus preceptos de codicia, egoísmo, competencia e instrumentalización del prójimo. Nuestros sueños se van acomodando en las repisas de un supermercado virtual y con espíritu mercantilizado —que se obsesiona con maximizar el propio beneficio— se emprende, se trabaja, se alimenta, se divierte, se gobierna, se legisla, se hace política, se aprende, se vela por nuestra salud, se jubila, etc.
Sumidos en el mercado, el sentido de nuestras vidas se va reduciendo al sinsentido del desenfreno acumulador y consumista, a expensas de la paz en los corazones y de la integridad vital del planeta. Angustiados por la obsesión de poseer lo mucho que aún no se posee y asegurar lo poco que —por el momento y siempre en riesgo— se tiene, nos vamos viendo atrapados en la normalidad de relaciones de desconfianza, mendacidad y engaño, explotación, abuso y falta de escrúpulos. Vulnerables en medio de la civilizada jungla mercantil, vivimos bajo permanente amenaza del prójimo, incluida también la amenaza violenta de aquellos confinados a una marginalidad de delirio y desesperanza inherente a toda sociedad mercantilizada. Ricos y pobres, abusadores y subyugados, todos son descoyuntados y torturados hoy —aunque con desigual ensañamiento— por el impenetrable y todopoderoso mercado en que habitamos.
Sin embargo, después de alrededor de 200 años de capitalismo —y, en buena medida, como resultado de aquello—, imponente ha sido el desarrollo alcanzado por las capacidades de producción para satisfacer las necesidades humanas y derrotar la escasez de recursos, así como también el desarrollo alcanzado por las capacidades de análisis y procesamiento de datos y de comunicación veloz y multidireccional. Gracias a ello, nuestra especie posee ya las bases del instrumental requerido para migrar exitosamente desde sociedades cuyo bienestar material se basa en la exacerbación de la codicia y la competencia egoísta —con sus nefastos efectos secundarios sobre las personas y el planeta— hacia sociedades basadas en la consciente y voluntaria cooperación solidaria entre personas libres donde el sistema de precios no sea sino uno de los elementos de un sistema de planificación económica democrática y descentralizada. Es decir, están claramente dadas las condiciones materiales para avanzar ya hacia ordenamientos sociales que reivindiquen y potencien los mejores aspectos de la condición humana.
Falta para alcanzar aquello, sin embargo, la comprometida voluntad mayoritaria de organizarse y movilizarse para lograrlo, forjada sobre la base de la lucidez respecto del falso bienvivir que compramos y vendemos cada día, así como también sobre la base de la confianza en las potencialidades de nuestra especie y de nuestro propio ser individual.
En ese contexto, la tarea conceptual pendiente de la izquierda consiste en tomar muy en cuenta las luces y sombras de la historia y de nuestra condición humana para —sobre la base de un pensamiento crítico innovador y audaz, pero, a la vez, responsable y dialogante— desarrollar un proyecto político-programático sólido y convincente, conducente a la sustitución de la sociedad mercantilizada en que vivimos por una sociedad colaborativa basada en la cooperación solidaria entre personas libres.
El movimiento social por la educación, que tuvo su zenit en 2011, levantó lúcidas banderas críticas contra la mercantilización de la educación (“no al lucro en la educación”, “la educación chilena no se vende”, “la educación es un derecho, no un bien económico”). Sin embargo, ante la ausencia de un proyecto ideológico y político integral contra la mercantilización social, que las incorporara, su sentido ha ido siendo cooptado, embotado y confinado al calibre de disquisiciones sobre financiamientos fiscales y tácticas parlamentarias. Así, las otrora alegres, creativas y esperanzadoras marchas estudiantiles se han ido tornando, cada vez más, en la expresión ritual y catártica de una confusa y frustrada insatisfacción con el modelo educacional y con la sociedad en que este opera.
Asimismo, al escribir estas líneas, el clamor feminista se toma las pantallas y las calles del país exigiendo educación no sexista y gritando el dolor de las mujeres por el machismo, sus maltratos e injusticias. Los gestores políticos despliegan ya listas regulatorias ad hoc y se golpean el pecho en tímidos mea culpa, disputando así ese capital de popularidad que yace sobre la mesa.
Quizás logremos atenuar la línea sexista de la discriminación y el abuso, con regulaciones y educación. Sin embargo, la extendida relación masculina hacia las mujeres como objetos instrumentales de placer sexual y sujetos de segundo orden —desprovistos de cuotas importantes de poder— no puede en realidad ser erradicada de sociedades como la nuestra donde el macho mercantilizado paradigmático —egoísta, hedonista y competitivo— tiende a concebir la satisfacción de su pulsión sexual, al igual que la satisfacción de sus demás necesidades, como actos de apropiación y dominio.
Es que los movimientos sociales, plenos de energía social, surgen, periódica e inevitablemente, ante las penas y dolores que masivamente inflige la mercantilización de la sociedad. Sin embargo, sólo cuando se haga carne en ellos, para orientarlos y orientarse, una teoría adecuada del cambio social profundo y estructural, podrán converger hacia un movimiento social y político por una sociedad colaborativa —abundante en respeto y empatía —, capaz de superar al capitalismo y conducir a una organización de la sociedad que dignifique, por fin, la condición humana