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Gritones, violentos y cómplices: la crueldad naturalizada en RRSS Opinión

Gritones, violentos y cómplices: la crueldad naturalizada en RRSS

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Fernando Codoceo
Por : Fernando Codoceo Activista de Derechos Humanos
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Hace un par de semanas un canal de televisión publicó una nota en que informaba sobre la sentencia en contra de seis gendarmes que dieron una salvaje golpiza a un grupo de internos en la cárcel de Chillán. El proceso judicial contra esos torturadores pudo ser llevado adelante con éxito, pues las cámaras de seguridad fueron una prueba indesmentible de lo acontecido en esa oportunidad.

Lo que muestran los archivos de las cámaras de seguridad son seres con manos amarradas incapaces de poner resistencia recibiendo patadas en el abdomen, las piernas, sus testículos, bofetadas a mano llena y pisotones en sus cuerpos caídos y aturdidos… así es la tortura y quienes la ejercen lo hacen porque se trata de mentes psicopáticas que usan los cuerpos y el dolor de los otros como una forma de vengar las propias pesadumbres que cargan sus almas o porque han sido programados en la cultura del “enemigo” en la que ellos mismos, como superhéroes escolares, están llamados a ser los salvadores de una humanidad que debe ser rescatada.

El mundo de los torturadores, como lo fue el del “Guatón Romo”, está compuesto por sujetos ignorantes y pasados tormentosos. Los torturadores son almas vacías, gritones, de modales toscos y vulgares. Son seres ambiciosos, de baja inteligencia, mansos ante el poder, rencorosos, sin talentos visibles, glotones, limpiabotas de sus superiores y, por todo ello, manipulables y en condiciones de cumplir cualquier orden que les reporte algo de reconocimiento y que, en parte, les permita salir de la invisibilidad sufrida en la que han vivido.

Las imágenes que fueron mostradas por distintos medios son impactantes, pues nos ponen por delante la manera en que funcionarios armados del Estado ejercen actos de tortura sobre seres humanos a su cargo. Más allá de las irrisorias condenas con que fueron sancionados los funcionarios torturadores pertenecientes a Gendarmería, resulta mucho más inquietante observar la ferocidad de quienes comentaron el hecho en las redes sociales. Lo que exigen los cibernautas anónimos es más castigo físico, más escarmiento y aplicación de más dolor sobre esos cuerpos amordazados. Da la impresión que el espectáculo del sufrimiento provocara una suerte de excitación sexual sádica. El lenguaje utilizado es feroz y no da espacio a ninguna posibilidad de intercambio comunicativo. Allí se repiten los mismos gestos irracionales con los cuales se identifica a un torturador: los cibernautas son igualmente gritones, mordaces, vulgares, burlones, atropelladores, pedestres y, sobre todo, incapaces de sentir lástima por quien sufre.

La pregunta que nos hacemos acá apunta a la falta de censura que han ido teniendo algunas prácticas e imaginarios sociales con los cuales se legitima la crueldad y que en estados con estándares democráticos resultan éticamente inaceptables.

Es complejo determinar cuáles son los elementos más importantes que podrían explicar estas expresiones que forman parte de un estado cultural. No obstante, hace bastante tiempo han ido apareciendo estudios y ensayos cuyo contenido está centrado en intentar comprender esas dimensiones culturales de la realidad y que parecieran transitar por carriles distintos a los del así llamado desarrollo económico.

Tal vez uno de los estudios más legendarios al respecto sea el escrito por el profesor Tomás Moulian el año 1998, quien bajo el título Chile, anatomía de un mitoofreció una panorámica sobre el proceso de transformación que tuvo lugar en el país en los últimos decenios. En mi opinión, esta obra, publicada por primera vez hace 20 años, es una profunda reflexión sobre los efectos de la revolución neoliberal y una de sus principales tesis es que el Chile actual y la forma en que organizamos la vida individual y colectiva es deudora de ese proceso. Anatomía de un mito es una obra “adelantada” que solo podría haber sido escrita por un intelectual vigilante a los síntomas epocales y que advertían prematuramente sobre las transformaciones culturales profundas que estaban por venir y que afectarían, de manera particularmente explícita, a los habitantes de los próximos decenios. El libro es una carta escrita para nosotros, pues son nuestros cuerpos y nuestros espíritus los que portan los efectos de la narrativa y la comunicación monetarista.

El neoliberalismo crea una forma de vida que va más allá de lo exclusivamente económico e incide profundamente en nuestra intimidad, en la manera en que valoramos a los otros, en aquello que deseamos y en la configuración de expectativas individuales y comunes.  Esta forma de producción económica alimenta sensaciones y afectos contradictorios. Nos inventa un mundo de felicidad que sería posible de alcanzar con el aumento del consumo; instala estereotipos estéticos que nos llevan a la exigencia física, la decepción, la superficialidad espiritual y las prácticas clasistas, racistas y xenofóbicas. Nos hace creer que somos diferentes y que estamos por encima de los demás, estimula la obsesión desquiciada por la propiedad y el uso de créditos para la compra de utensilios de alta gama que son necesarios solo para simular estatus, integración, reconocimiento y estimular afectos de autosuficiencia. En esa carrera loca estamos: acumulando y luciendo en las redes sociales aquello de lo cual no somos verdaderamente dueños, endeudados, atemorizados, asfixiados, cabizbajos y sin poder alcanzar esa utopía prometida por los ultraliberales.

Los visitantes de las redes sociales son una muestra de lo que una buena parte de la sociedad chilena es. Pareciera ser que allí se amontonan quienes necesitan vengarse frente a la precarización de la vida y donde cobran revancha aquellos que se sienten estafados por la retórica y las fantasías neoliberales.

No importa lo que digan los burócratas de la clase política y que traten de convencernos de lo bien que está el país. No importa que los medios de comunicación nos bombardeen con mensajes afirmativos y nos machaquen con la idea del mundo feliz. La mayoría de los chilenos y chilenas padecen una suerte de cansancio existencial crónico que viven alertas para sobrellevar, de la mejor forma posible, los ataques de la precarización.  

La precarización es el sino de nuestras vidas y es en las redes sociales donde la expresamos con afectos errados, crueles, furibundos, pero, no por ello, menos sintomáticos. La violencia de las redes sociales es una válvula de escape que disminuye la presión y retrasa el colapso. No se trata de una fuerza colectiva y política que se mueva intentado desbalancear los ejes del poder, allí nos comunicamos con una comunidad de millones de seres inexistentes y nos vaciamos de nuestras rabias para alcanzar algo de paz. Allí nos convertimos en seres insensibles, gritones, solos, violentos, cómplices…

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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