Actualmente en la Comisión de Salud del Senado se discute un proyecto de Ley de Salud Mental. Chile se encuentra entre ese pequeño porcentaje de países del mundo (22%) que no tiene una legislación al respecto. El presupuesto de salud en este ítem llega al 2,1%. El promedio de países de la OCDE es tres veces más (6%) y el promedio mundial es el 3%. Países como Brasil destinan el 5%, Uruguay 8% y Canadá 12% .
Es cierto que los problemas de salud mental son un fenómeno global. El aumento de los casos de depresión, trastornos de ansiedad, índices de suicidio, por mencionar ejemplos, tienen que ver con los conflictos de nuevas subjetividades que emergen de las dinámicas de individualización competitiva, aislamiento psíquico que provocan fragilidades a veces agudas.
Pero lo que sucede es que nuestro país, por una parte, tiene altos indicadores a nivel global en la sintomatología y por otra, uno de los menores gastos en salud mental. Por debajo del promedio no solo de los paises de ingresos medios sino a nivel mundial.
Para Freud, quien no era ni muy optimista ni radical, lo esperable es poder convertir el exceso de sufrimiento en infortunio común. En Chile estamos en ese plus de goce tanático.
No solo la promulgación de una esperada ley de salud mental es lo único o lo más esencial que cabe esperar. El proceso de generación o discusión de una normativa de estas características constituye también una oportunidad para asumir algunas aristas.
Una primera es que el proceso legislativo debiera abrir una amplia discusión y diálogo social con representantes del mundo académico, profesionales que desarrollan su labor de la salud mental, organizaciones de familiares y ONG´s de promoción, para generar una legislación pertinente.
Y junto con ello, algo muy importante que no se puede soslayar: permitir a legisladores una deliberación sobre el tipo de sociedad y dinámicas sociales que inciden tanto en la generación como en la reproducción de una sintomatología, en el caso chileno, profusa.
Por lo tanto, no sólo es un problema de déficit de política pública en el sentido técnico y específico, sino asimismo un problema societal.
La psiquis no es sólo actividad cerebral o equilibrios químicos, es también materialidad cultural. El asunto central no es de psicopatologías sin consideración de las condiciones sociales: las modalidades de producción, relaciones de competencia y las formas de comunicación, mediatizadas y virtuales, dentro de las que las cuales las subjetividades se constituyen. En donde la presencia del otro se ha vuelto discontinua, incómoda, competitiva y las identidades sociales se han vuelto sumamente vulnerables.
Las explicaciones del por qué la escasa reacción frente a la realidad de salud mental, indicadores que si fuesen traducidos a dolencia física u orgánica, hablaríamos de epidemiología, están en un dirección más bien política. Cabe resaltar al respecto que este “olvido” o lapsus programático es un asunto transversal. En la reciente elección presidencial, solo una de las candidaturas (Carolina Goic), hizo mención a políticas de salud mental en sus propuestas de salud. En eventos anteriores la omisión fue total.
¿En qué sentido este “olvido” es político?. Los malestares psicosociales funcionan como un estimulante del consumo, una forma compulsiva de combatir la fragilidad de la autoestima y la soledad. Eso sí, hasta el punto que no constituya un cuadro crónico que inhiba esta dinámica. Para impedir esto están a veces los psicofármacos (un estudio publicado en la Revista Médica de Chile, señaló que el uso de dosis diarias de antidepresivos aumentó más de 470% entre 1992 y 2004), o técnicas conductuales para reinsertar los cuerpos lo más rápidamente a las cadenas productivas, evitando la confrontación con el conflicto subjetivo.
Y por otra parte también, por la interiorización del llamado emprendimiento: a la motivación, a la iniciativa, al esfuerzo y voluntad. Vivimos en sociedades sobreadaptadas a exigencias, en perjuicio de las propias necesidades y posibilidades. Y en donde sus síntomas son expresión de su malestar, que al no poder simbolizar y elaborar; irrumpen, desligando la emoción de su representación.
Por lo tanto superar la sintomatologia social implica también la percepción común de un nuevo medioambiente psíquico y la construcción de un nuevo modo de relaciones, distinta a la dicotomía actual entre exitosos o fracasados, “winners” o depresivos.
Ley de Salud Mental
Una discusión y posiciones sobre estas consideraciones de nuestra salud mental, pueden permitir entonces a los propios legisladores, la necesidad de una visión más extensa a la hora de los diagnósticos y las propuestas de políticas públicas. Como Chile es uno de los pocos países que aún no cuentan con legislación al respecto, es posible aprender de las experiencias comparadas, y de las recomendaciones de organismos nacionales e internacionales que vienen insistiendo en esa dirección. Como por ejemplo, la misma OMS que sugirió la necesidad que Chile cuente con una ley. O los informes de la Organización Panamericana de la Salud (WHO AIMS ) de los años 2004 y la del 2014, por mencionar sólo algunos, y que nuestro país ha desoído.
La nueva legislación debe resguardar el acceso a la rehabilitación psicosocial, el derecho a la protección de la salud mental, en consonancia con el respeto pleno de los derechos de las personas con algún tipo de padecimiento y la normativa internacional. Con una concepción integral de la salud, que no la limite al ámbito médico, sino también considere los aspectos psicológicos, la dimensión social y cultural, que permitan una evaluación interdisciplinaria de cada situación en particular en un momento determinado. Esto conlleva por ejemplo, a la elección de la alternativa terapéutica más pertinente, que promueva la integración familiar, laboral y comunitaria.
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Pero lo central es que las políticas y estrategias impulsadas en el contexto de la nueva legislación, sean refrendadas en su importancia con el aumento del presupuesto del gasto en salud, para acercarnos al promedio de los países de ingresos como Chile (6%). De lo contrario, los esfuerzos serán estériles. En términos de política pública, ya se han establecido puntos de inicios de diagnósticos y estrategias, como los formulados en los Planes Nacionales de Salud Mental, el último, el tercero; recientemente en diciembre de 2017. Existen además numerosas iniciativas y propuestas para complementar tales políticas.
A este respecto, sólo resaltar dos necesidades urgentes.
Un Plan específico de salud mental infanto-juvenil. La niñez en su conjunto debe ser considerado una etapa de vulnerabilidad que requiere de protección permanente. Las altas tasas a nivel mundial de suicidio, situaciones de maltrato escolar, delincuencia infanto juvenil, consumo de drogas dan cuenta de un flagelo actual y de un futuro que luego literalmente nos asaltará. Este es un campo donde se ejercen violencias permanentes y continuas que requiere una preocupación centinela. Recientemente un estudio (World Vision y la Universidad de Chile) señaló que el 50% de niños y niñas escolares, entre 12 y 14 años, reconoce haber sufrido algún tipo de maltrato físico y/o psicológico.
Niños y adolescentes están lejos de acceder a los servicios de salud mental, en proporción con su representación que tiene en FONASA la prevalencia de la sintomatología para esta población. Fuera del ámbito de salud las coberturas son menores, como ocurre con la promoción y prevención en escuelas y liceos.
El otro polo son las coberturas de acceso por trastornos de salud mental y uso de sustancias (lo que supone la incorporación de las adicciones en este ámbito), con equivalentes coberturas que las que se relacionan con una enfermedad física, de tal manera de no generar una situación de discriminación. Una paridad de la Salud Mental en copagos, uso de servicios y criterios de atención. Actualmente el acceso a tratamientos en ISAPRES es 8 veces superior al de los beneficiarios de FONASA, y gastan algo más en salud mental (2,84% del gasto total en bonificaciones de salud) que el gasto fiscal (2,1%)
Por lo tanto y no obstante lo anterior, la solución no es sólo la intervención también necesaria de expertos o de políticas públicas, sino del desarrollo de un conjunto de estrategias que son los que definen a una sociedad sana. Y tampoco radicada exclusivamente en lo legislativo. Instituciones ejecutivas del ámbito público y privado, como municipios, escuelas, sindicatos, empresas, organizaciones sociales, pueden relevar su importancia desde ya.
Como toda sintomatología psicosocial, lo primero es reconocerla como propia. Un cambio en los imaginarios y en las expectativas. Sin imaginación no hay deliberación ni lucidez; y sin éstas no hay salida verdadera.
No hablemos sólo de un problema de salud y vitalidad, de la mera preocupación actual e histérica por la supervivencia, en desmedro de la pregunta por la buena vida.