Han pasado casi 6 años desde que se publicó la Ley Antidiscriminación en Chile y parece que ha pasado el tiempo suficiente como para evaluarla. La ley, que tuvo una larga tramitación, desde 2005 al 2012, demora causada en buena parte por el rechazo de partidos de la derecha de incluir como categorías de discriminación la orientación sexual y la identidad de género, por esa razón y porque en gran parte el apoyo del primer gobierno de Piñera para su aprobación fue consecuencia del fuerte rechazo social al trágico asesinato homofóbico del joven Daniel Zamudio, estuvo asociada desde un principio a la lucha por la igualdad y al reconocimiento de la diversidad sexual y de género.
Sin embargo, como se hizo ver desde un primer momento, el deber del Estado de crear instrumentos para eliminar las discriminaciones existentes en nuestra sociedad no podía ni puede verse asociado a la situación de un grupo particular, por muy injusta que esta sea. La razón es que en Chile existen muy diversas formas de discriminación que podemos calificar como estructurales, es decir, que corresponden a formas históricas de organizar la sociedad, tales como por genero, origen indígena, discapacidad o social, para solo nombrar algunas, que requieren de una muy fuerte acción del Estado y de la sociedad y a ese objetivo no contribuye el identificar la discriminación con un sector específico, independiente de que sean, en ciertos casos, necesarias medidas especiales, dada la diversidad de situaciones de discriminación que existen.
[cita tipo=»destaque»] el procedimiento judicial posee severas limitaciones para ser una efectiva acción antidiscriminación, siendo quizás las principales la dificultad de probar los hechos discriminatorios, cosa que debiera llevar a introducir una especie de inversión de carga de prueba como sucede hoy en la tutela laboral, y la falta de indemnización de perjuicios en el mismo juicio, pues hoy, aun en caso de sentencia favorable, la reparación de los daños debe perseguirse en un largo juicio ordinario separado. Acá nuevamente el modelo a seguir es el de la tutela laboral, donde sí se puede obten[/cita]
Como se informó en la prensa, en base a un trabajo de la Fundación Iguales, la ley ha tenido un escasa aplicación en su acción judicial, pues en 6 años hay 300 denuncias y solo 90 condenas, siendo el principal motivo de sentencia la discriminación por discapacidad (27%) seguido de enfermedad (17%), orientación sexual e identidad de género (12%) y opinión política (11%). Lo anterior demuestra que su alcance es mayor que el de servir exclusivamente como ley para proteger a una minoría sexual. Sin embargo, el limitado número de acciones, y aún más, de sentencias, invita a considerar su eficacia como ley.
Sobre esto podría pensarse que en realidad en Chile la discriminación no es algo tan extendido o grave, lo que explicaría quizás el limitado número de demandas interpuestas. Pero la verdad es que cualquier estudio de opinión, como por ejemplo la Primera Consulta Ciudadana Sobre Discriminación —efectuada el 2013, en el primer gobierno del actual presidente— da que un 52% de las personas se han sentido discriminadas, y también lo que sucede a nivel de recursos de protección y de tutela laboral por discriminación interpuestos, hace pensar que eso no es así. Entonces el problema está en la configuración de la ley. La verdad es que como varios autores y organizaciones lo han indicado repetidas veces, la ley nació con severas limitaciones que explican su poco uso y menor impacto.
La primera es que la ley no creó un ente responsable de analizar, estudiar y promover medidas antidiscriminación. Por ello, la actual ley es como una Ley del Consumidor sin SERNAC o un Código del Trabajo sin Dirección del Trabajo. Es decir, normas sin poder efectivo de implementación.
Al contrario, las legislaciones comparadas exitosas sí lo establecieron, como, por ejemplo, la Comisión de Igualdad (Equality Comission) del Reino Unido.
Segundo, el concepto de discriminación de la ley no es acorde a lo que los estándares de Derechos Humanos —claramente existentes al momento de la discusión de la ley por lo demás— entienden por discriminación, no contemplando, por ejemplo, la discriminación indirecta.
Tercero, el procedimiento judicial posee severas limitaciones para ser una efectiva acción antidiscriminación, siendo quizás las principales la dificultad de probar los hechos discriminatorios, cosa que debiera llevar a introducir una especie de inversión de carga de prueba como sucede hoy en la tutela laboral, y la falta de indemnización de perjuicios en el mismo juicio, pues hoy, aun en caso de sentencia favorable, la reparación de los daños debe perseguirse en un largo juicio ordinario separado. Acá nuevamente el modelo a seguir es el de la tutela laboral, donde sí se puede obtener reparación si se estima hay daños por infracción a los derechos fundamentales en la relación laboral.
Todo lo anterior lleva a pensar que ya es hora de una revisión de los instrumentos antidiscriminación existentes y de esta ley en particular, y de preparar a una propuesta de reforma legislativa coherente.