Señor Director:
Al costado de la agencia de turismo de Lonquimay, dos árboles han sido reducidos a miserables muñones. No son nuevos a juzgar por el diámetro de sus troncos, pero alguien se encargó de rebajarlos trabajosamente a esa patética expresión. El caso no es para nada único, aunque pueda llamar la atención el que se vincule tan estrechamente el estímulo al turismo con el vandalismo.
Son demasiadas las calles de Lonquimay o Curacautin en donde pareciera que la autoridad quisiera reducir el arbolado público a una suerte de exhibición de cadáveres en línea, pero no, no es solo un problema de estas localidades: lo alarmante es que los casos sobran. ¿lo harán quizá con la intención de escarmentar a los vecinos para evitar futuras plantaciones?
Ni fácil ni gratis, la faena es acometida periódicamente a costo del contribuyente, mediante encargados que rebanan eficientemente todo vestigio de vida por sobre el tronco. En esto se invierte dinero, tiempo, esfuerzo, y planificación. Similares maltratos efectúan periódicamente los responsables del cableado aéreo. ¿Es que los expertos confunden la cosecha de leña con la poda? ¿O bien la mutilación con el manejo? Podríamos mencionar también a las muy prosperas agencias que administran el negocio de nuestras autopistas urbanas: Vespucio Norte en Santiago es un magnífico ejemplo de consolidación de la llamada isla de calor, en donde más que en la tala, el odio al árbol se manifiesta en el rechazo total a su presencia.
Para vergüenza de nuestra cultura lo anterior representa un patrón generalizado. Este no contradice necesariamente el que los mismos agentes demuestren un cuidado de ciertos espacios. Así es como similar ensañamiento en la cancha municipal de deportes de Curacautin (sus árboles talados a unos muñones informes), y en su flamante medialuna (su entorno perfectamente desertificado) corre en paralelo a una adecuada mantención de la centenaria plaza municipal de parte de la actual administración.
¿Es que se condena a estos árboles por crecer? ¿por arrojar sombra?, ¿por desprender hojas o frutos?, ¿por sus cambios estacionales? ¿por ocultar las fachadas? ¿o bien por ser como tienen que ser? Resultado de todo esto es que nuestras calles son cada vez más feas y desamparadas, la cultura del árbol cada vez más escasa, la ciudad cada vez más inhóspita, la falta de sombra cada vez más acuciosa, todo esto mientras cunde el discurso de la sustentabilidad.
Cultura deriva de cultivo, y el cultivo es algo que depende de muchas manos y de tiempos prolongados. Las ciudades, deberíamos recordar, son las principales depositarias de la cultura, los ciudadanos sus beneficiarios. Son por añadidura aquellas manifestaciones ejemplares como por ejemplo el arbolado urbano las que atraen visitantes. De seguir como estamos deberíamos apostar más bien por el turismo freak, o por el record Guinness del deterioro programado: parece que esos son los nichos que nos van quedando.
Rodrigo Pérez de Arce
Arquitecto