En 1905, el periódico estadounidense New York Herald publica la historia de Luis Albaro, un sordo de Taltal que a bordo de un barco italiano había hecho un viaje involuntario alrededor del mundo, por quedarse dormido y no ser notado por la tripulación. Permaneció en el barco cuando este zarpó desde aquel puerto hacia Europa.
Al momento de ser escrita la noticia, el hombre estaba en un puerto californiano, tras 14 meses de viaje entre los océanos Atlántico y Pacífico. Los conocimientos de castellano de Luis se limitaban a dos cosas: saber escribir su nombre y -se sospecha- alcanzar a señar una que otra palabra, bajo un código improvisado por él mismo, en una población que en ese entonces ascendía a 30.000 habitantes (Oviedo, Alejandro. 2007).
Si bien la referencia anterior sabe a lejana, ejemplifica con excelencia la fractura comunicacional a la que aún en nuestro días, pero con ciertos matices, se ve sometida la población sorda en Chile.
Inicialmente, debe entenderse que la diferencia entre un sordo y un oyente no es cognitiva, sino lingüística. Específicamente, las únicas diferencias entre un sordo y un oyente son la lengua (erróneamente llamado lenguaje) y la identidad.
La población sorda comparte una lengua e identidad propias, que han debido cultivarse forzosamente a través del tiempo. La identidad, a través de una costumbre de la no- integración por parte del Estado y la constante lucha entre los falsos intérpretes y la comunidad sorda.
Como ejemplo de esta identidad forzosa, los sordos no se indican los unos a los otros por su nombre, sino por un apodo único y auto-otorgado por la comunidad sorda. Todos los miembros de la comunidad sorda tienen uno y lo utilizan siempre a modo de indicación en vez del nombre, tanto en instancias formales como informales, lo que es una clara señal, lógicamente, de la falta de un sentido de pertenencia a los mecanismos de reconocimiento institucional ciudadanos establecidos por oyentes.
La lengua, por su parte, llamada Lengua de Señas Chilena (LSCh), tuvo un tardío reconocimiento como lengua de comunicación natural oficial en el art. 26 de la Ley Nº20.422, la cual vino a ser publicada recién en el año 2010. La pregunta es: ¿Por qué tardamos tanto en reconocerla? Lamentablemente, detrás de esta barrera lingüística se encuentra un diagnóstico mucho más negativo: la barrera socio-cultural.
El abandono sistemático e histórico que se ha ejercido sobre la población sorda alcanza niveles insospechados que merecen ser puesto en conocimiento y trabajados cuanto antes: dificultad para acceder a empleos, tanto así que debió crearse la Ley Nº21.015 para forzar a los empleadores a contratar personas en situación de discapacidad, disponiendo que las empresas de 100 o más trabajadores deberán contratar o mantener contratados, según corresponda, al menos el 1% de personas con discapacidad o que sean asignatarias de una pensión de invalidez de cualquier régimen previsional, en relación al total de sus trabajadores (art. 157 bis).
Un 1% que, si se piensa con cuidado, no tiene cómo hacer frente a las cifras duras del reciente y Segundo Estudio Nacional de la Discapacidad, ENDISC II – 2015, que indican que un 16,7% de la población de 2 y más años se encuentra en situación de discapacidad, es decir, 2.836.818 personas.
Si se enfrenta esta cifra a la población total arrojada por el Censo 2017, o sea, 17.574.003 de chilenos, ello nos deja un margen inauditamente mal calculado de personas que con certeza, no se contratarán, a causa de un 1% injustificadamente bajo y una barrera cultural difícilmente traspasable. Esgrimir razones para argumentar un porcentaje tan mísero como este, tal como lo sería la dificultad para encontrar personas discapacitadas para contratar, deben ser por ende, matemáticamente desechadas.
Así mismo, cabe señalar la ausencia de intérpretes en hospitales, colegios, universidades, clínicas, consultorios, centros médicos, canales de televisión, cortes de justicia e incluso en la Corporación de Asistencia Judicial, servicio público cuyo fin es, irónicamente, patrocinar judicialmente de manera profesional y gratuita a quienes no cuenten con los recursos para hacerlo.
Urge, de esta manera, tomar consciencia del rol de la población sorda en Chile, a fin de generar mecanismos de integración debidamente respaldados por leyes que efectivamente se lleven a práctica, cual no es el caso de la Ley Nº20.422, diseñada específicamente para este fin y que es incluso difícilmente accesible a la comunidad sorda. La mejor propuesta parece ser implementar medidas a nivel nacional que se repliquen de forma local, realizando además un estudio concentrado de la población sorda a lo largo de todas las comunas de Chile, a fin de establecer un número razonable de intérpretes gratuitos y debidamente certificados por comuna, redoblando las sanciones para el caso de incumplimiento. Esta es una crisis que debe y merece ser escuchada.