Cuando los vapores del martes 6 de noviembre se esfumen, y el curso normal de las cosas desplace a la resaca eleccionaria de fotos capturando el confeti tricolor que cae, noticias que no paran sucederse, cálculos que deben ser computados por una segunda y tercera vez, y, evidentemente, disculpas a medio cocinar por pronósticos que fracasaron, un par hechos que resaltan de las elecciones parlamentarias de EE.UU. quedarán asentados, como encarnaciones de una realidad política que, por no haber sido erradicada, goza en vez de excelente salud y se ha instalado para quedarse.
En primerísimo lugar ha de destacarse el “trumpismo”, que ahora ha ganado jinetas de plataforma política. Desdeñando hasta la arcada las reglas de la política liberal tradicional, basada en argumentos configurados a partir de hechos comprobables, que provocan un debate, el “trumpismo” ha subyugado, por medio de expedición de medias verdades, falsedades o mentiras palmarias, usadas sin pudor como herramienta política, la deliberación política como la conocíamos, o nos gustaba imaginárnosla. Allí donde ciertos tabúes, como la indiferencia a la raza, eran respetados tanto por el conservadurismo como por el progresismo -y por toda la fauna intermedia-, hoy se valida un blanco-nacionalismo (hétero- masculino y evangélico), que quejándose de unos dolores imaginados que el multiculturalismo le provocaría, ventila una fantasía excluyente de preeminencia racial. El voto de estas elecciones lo confirma: todo el mapa rojo de EE.UU. dice con total desinhibición “acá no cabemos todos, sólo cabemos nosotros”.
Por cierto el “trumpismo” no es una creatura de Trump ni es de su uso exclusivo. Bastante antes de él Europa probó formas embrionarias (y las desarrolló) y después de él van surgiendo brotes más o menos perfeccionados en ese continente y en el nuestro. Todos usando efectivamente la desinformación y el descrédito al dato comprobable. Todos con un megáfono y un parlante, metiendo más ruido para silenciar la crítica. Todos a veces francamente incoherentes, todos gritando “fake news”.
[cita tipo=»destaque»]En primerísimo lugar ha de destacarse el “trumpismo”, que ahora ha ganado jinetas de plataforma política. Desdeñando hasta la arcada las reglas de la política liberal tradicional, basada en argumentos configurados a partir de hechos comprobables, que provocan un debate, el “trumpismo” ha subyugado, por medio de expedición de medias verdades, falsedades o mentiras palmarias, usadas sin pudor como herramienta política, la deliberación política como la conocíamos, o nos gustaba imaginárnosla. Allí donde ciertos tabúes, como la indiferencia a la raza, eran respetados tanto por el conservadurismo como por el progresismo -y por toda la fauna intermedia-, hoy se valida un blanco-nacionalismo (hétero- masculino y evangélico), que quejándose de unos dolores imaginados que el multiculturalismo le provocaría, ventila una fantasía excluyente de preeminencia racial. El voto de estas elecciones lo confirma: todo el mapa rojo de EE.UU. dice con total desinhibición “acá no cabemos todos, sólo cabemos nosotros”.[/cita]
Trump ha sido un brillante exponente del trumpismo, y el trumpismo es una realidad que, empujando para embestir, ha terminado fijando las reglas del juego político.
¿Perdió Trump? Perdió ganando. En adelante la determinación del discurso la tiene él.
Maestro en fijar la agenda a golpes de efecto (mientras escribo, y como para borrar de un disparo el “triunfo” Demócrata ha hecho renunciar al Fiscal General, dejando en suspenso el nuevo capítulo de la investigación de la “trama rusa”), y a pesar de sus escándalos, ha logrado durante dos años sepultar el debate político que debía darse entre los engranajes del poder. Tomando rápida cuenta de la dirección hacia donde sopla el viento, su partido estacional, los Republicanos, no se demoró un segundo en sacudirse del hombro, como si fueran menudencias, características genéticas de su ideario, tales como, el ataje al déficit fiscal (por medio del control al tamaño del Estado y el límite a las prestaciones sociales), la protección del comercio libre y global (y como factor de ella, la desregulación y la bienvenida a la inmigración laboral) y la protección del papel que por peso y tradición toca ejercer a los EE.UU. en el mundo. Trumpistas de la noche a la mañana, los Republicanos de hoy, más que conservadores, bailan con la melodía que toca el Presidente, una canción rocambolesca que habla de nacionalismo, aislacionismo y privilegios de raza y género, mientras infla el déficit como si no hubiera mañana. La matriz conservadora del partido se ha esfumado y yace muerta en memoriales de algunos think-tank o en frases célebres de sus próceres pasados. En eso, en someter a la derecha norteamericana, el trumpismo es ganador también.
¿Ganaron los Demócratas? Ganaron perdiendo.
Su reconquista de la Cámara de Representantes, no fue ni con mucho el tsunami que se esperaba que fuera. Sin una mayoría arrolladora, los Demócratas no puede argüir una “voluntad popular” subyacente a su mandato, para poner freno a las escapadas del Presidente, investigar por su cuenta las opacas relaciones que aparentemente enlazan a su campaña presidencial con Rusia, el misterio tributario en el que se sumergen sus negocios pasados (y si, continúa ligado a ellos) y la indiscutible corrupción de algunos de sus colaboradores. Y si el trumpismo funciona como lo ha hecho, ante cualquier asonada de control hacia el mandatario será remedada (por él principalmente, y por el enorme aparato sicofante que le hace de Corte), al menos, como una intransigencia, o derechamente, como una traición a la patria. De modo que, habiendo ganado, los Demócratas se hallarán inmóviles para ejercer la tarea que más se les adecúa en estos tiempos, fiscalizar a un Ejecutivo apenas atado por contrapesos institucionales y con creciente vocación autoritaria. Actuar de esa manera, les puede significar la intimidación y la censura a escalas insoportables, los puede transformar, en el imaginario del consistente militante trumpista, en los enemigos, equivalente, para el presente estado de las cosas, al suicidio político.
Y tampoco tendrán demasiado margen para legislar. El sistema de producción de leyes bicameral de EE.UU. los obliga a parlamentar con el Senado. Pero este cuerpo cambió bajo el ala de Trump, y con sólida mayoría republicana (robustamente trumpista después de estas elecciones, que eliminó a los componentes conservadores moderados) se convertirá en un cuarto de guerra del Ejecutivo, que en su tiempo de esparcimiento, podrá seguir dedicándose a confirmar, sin necesidad el concurso del otro partido, jueces con cargos de por vida, jueces que seleccionados del fundamentalismo con mayor abolengo posible, podrán a sus anchas modelar un mundo como lo quieren, acotando a veces o suprimiendo cuando estén de humor, símbolos y victorias legales que son tan caras al progresismo.
Sin embargo, no todos los análisis postreros debieran ser sólo llanto y crujir de dientes para los Demócratas. De 16 Gobernadores Estaduales, han pasado a tener 22, y de 50 legislaturas, controlan 30 (con supermayorías en 7 de ellas), lo que significa, que contrario a los diez años anteriores, más la mitad de los estadounidenses (los Estados Demócratas son los más populosos) estarán gobernados por dicho partido. Está por verse si a nivel local se asoma una forma de realizar la política que sea lo suficientemente poderosa para definir nuevas reglas del juego, reglas que nos saquen del zoológico.