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La frágil institucionalidad de la universidad Opinión

La frágil institucionalidad de la universidad

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Aïcha Liviana Messina
Por : Aïcha Liviana Messina Profesora titular y directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales
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Actualmente, las instituciones universitarias – y no solamente ellas, pues aquí estamos ante un problema a la vez local y epocal – sufren una situación paradójica: carecen de institucionalidad. Por cierto, las instituciones operan con un conjunto de reglas que permite su funcionamiento. Sin embargo, la institucionalidad de las instituciones se ve afectada porque ellas no se definen más en función de su finalidad propia o interna. Hoy en día, lo que legitima a una institución no son sus fines inherentes sino sus resultados externos. Las instituciones – incluido el Estado – están, entonces, constantemente delante sus evaluadores, delante agencias de acreditación cuyos actores no solo son externos a las instituciones evaluadas, sino que son, también, ajenos al modo que tienen las instituciones de comprenderse a sí mismas.

Esta situación, instalada desde ya varias décadas, tiene, sin duda, una ventaja: ¡trae resultados! En lo que concierne la institución universitaria, no podemos dejar de reconocer que la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) produjo y sigue produciendo que las instituciones se conformen a reglas que no solamente las vuelven más transparentes en su funcionamiento, sino que incluyen procesos de auto-reflexión que les permiten considerar con método su manera de operar y sus fines. Uno de los resultados más estimables de los procesos de evaluación a los que están sometidas las instituciones, es que les da los medios (en el sentido de las ocasiones) para mejorar. Este control permite salir del estancamiento y, de alguna manera, de la tristeza institucional – es decir de esta situación en la que solo rige lo ya instituido, el pasado, y donde no hay espacio para nuevas iniciativas.

Pero la lógica (que hoy día llega a ser una ideología) de los resultados, lo sabemos, es extremadamente perversa – y, sin bien es, hoy día, por razones sin duda epocales, inevitable, debe llevarnos a un cuestionamiento. En efecto, al menos desde cierto punto de vista (cuando se mira el asunto solamente desde la perspectiva de la funcionalidad), pareciera que la carencia de institucionalidad – de sentido interno de las instituciones – no es una falta sino una virtud. La situación actual parece ser la de un sistema que funciona y da resultados gracias a su propia carencia interna. Sin embargo, ¿qué implica esto de que las instituciones puedan carecer de institucionalidad?

Una de los secretos de esta funcionalidad del sistema – de esta ideología de los resultados – es que, al operar sobre la base de una carencia de esencia (la institución ya no es la expresión de un sentido propio), la confusión entre finalidad interna y resultados externos se traduce en una confusión entre burocracia e institución. Mientras la burocracia es un conjunto de reglas y de prácticas que hace posible un orden y un control, la institución no responde solamente a la necesidad de controlar individuos, sino también de asegurar derechos. En este sentido, la burocracia es un medio, la institución es un fin.

La burocracia es un aparato que hace posible el control a través de una serie de limitaciones; la institución (que siempre requiere de una burocracia) asume la limitación dentro de un orden que busca, sobre todo, garantizar la libertad. En el contexto actual, sin embargo, la burocracia, no es más un medio de las instituciones, sino que tiende a reemplazar la institucionalidad de estas últimas. Si la condición de posibilidad de las instituciones universitarias no es más inherente a ellas mismas, sino que depende explícitamente de condiciones externas (su acreditación por parte de la CNA, su obtención de financiamientos externos a través, por ejemplo, de fondos concursables, su ubicación en los rankings), entonces lo que prevalece es necesariamente el aparato burocrático, que permite alcanzar tales fines externos a las instituciones.

Si tomamos, por ejemplo, el caso de los programas de posgrado, la expectativa de resultados por parte de las agencias acreditadoras condiciona evidentemente la formación otorgada. Lo que prevalece no es la calidad de una tesis, sino el tiempo de ejecución (el cual, como en todo trabajo de investigación, es siempre variable – y, si un trabajo de investigación ha de implicar una parte de originalidad, de impredictibilidad, debe seguir siéndolo). Del mismo modo, la manera en la que es evaluado un profesor no depende más de sus competencias respecto a la disciplina que supuestamente transmite o de su campo de investigación, sino de su capacidad de conformarse a los criterios (¡siempre cambiantes!) de la CNA.

No son más (por lo menos no únicamente), entonces, las necesidades inherentes a cada disciplina e inherentes a la investigación las que definen las exigencias formativas y las que definen los fines de las instituciones en general. Los fines internos, la institucionalidad, se subordinan a los fines externos. La universidad queda entregada a una burocratización que ya no tiene fin y que precariza las condiciones de la actividad académica. Un profesor puede llegar a perder su trabajo no porque este último sea de por sí insatisfactorio, sino porque no cumplió con los criterios (externos y variables) establecidos por la CNA.

En este contexto, llama la atención el hecho que, en algunas circunstancias, los investigadores están expuestos a tener que definir su relación de trabajo a través de convenios que estipulan obligaciones, sin que éstos garanticen correlativamente derechos, como ha de esperarse de todo contrato. Es lo que ocurre con los convenios relativos al otorgamiento de fondos concursables. Estos definen obligaciones de cumplimiento estrictas para el investigador; en cambio, en varias circunstancias, no se les garantiza un trato digno.

Investigadore/as con licencias médicas por enfermedades graves o por postnatal pueden llegar a tener que renunciar a hacer uso de tales licencias para satisfacer los requisitos de las bases. Además, si bien se espera de ellos cumplir los plazos, sucede que sus consultas llegan a quedar meses sin respuesta. Corren entonces el riesgo de no poder cumplir a tiempo con sus obligaciones. De manera general, la externalidad de los fines expone cada vez más los académicos a condiciones precarias y asimétricas, basadas en el desempeño según indicadores, en vez de sujetárselas a un estatuto que establezca, a la vez, deberes y derechos. En la confusión entre burocracia e institucionalidad, las nociones de cumplimiento y no-cumplimiento sustituyen a las de deberes y derechos.

Mientras la falta a un deber se entiende siempre dentro de un marco jurídico definido por el derecho, la falta de cumplimiento se entiende dentro de un marco en el que no es claro si aún somos sujetos de derecho. En el caso de Fondecyt, por ejemplo, los investigadores que se adjudicaron proyectos (lo que implica un trabajo considerable) reciben fondos de investigación a cambio de la firma de un pagaré, convirtiendo así al investigador en un endeudado. Los “investigadores” quedan, de este modo, sometidos a la burocracia de forma incondicional.

Como vemos, esta confusión entre burocracia e institución destruye subrepticiamente los principios de un Estado de derecho. La institucionalidad, que parte de la idea de que las instituciones son auto-fundadas, es decir que su finalidad obedece a un principio interno, se vuelve dependiente de una finalidad externa. Lo que antes garantizaba la independencia de las instituciones respecto, por ejemplo, del aparato estatal (y, algo que en este caso no es menor, de las universidades respecto de las políticas de Estado), queda destruido. No es que las instituciones se vuelvan dependientes del Estado, como en el caso de las dictaduras, sino que ninguna institución es más soberana, ni siquiera el Estado, el cual es, a su vez, sometido a exigencias de evaluaciones externas.

Frente a esta situación, es fundamental encontrar nuevas formas de garantizar el derecho y la independencia de las “instituciones” y de los académicos. Si bien los principios de la institucionalidad llegaron a un fin (y respecto a esto no hay vuelta atrás), abandonarse al reino de la burocracia es decretar también el fin de la democracia y entregarse a un totalitarismo (donde la burocracia no es más un medio sino un fin, allí no hay más independencia institucional, todo es sometido a evaluación, es decir, a un principio externo) que ya no remite a un Estado porque lo ha disuelto, disolviendo, así, toda capacidad política de luchar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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