La primera vez que viajé a Washington DC, hace años, vi a los “homeless” instalándose en las noches entre las columnas de mármol de los bancos del imperio, con camas y petacas -que eran pocas-, para pernoctar. En la mañana a veces nos los volvíamos a encontrar, pues ocurría que no se habían levantado todavía cuando caminábamos por la Pensilvania Street. -Son los “homeless”- me comentaba la Task Manager del Banco Mundial. Eran una institución. En aquellos entonces, eso me sorprendió mucho. Gente viviendo al margen, a otro ritmo, con otras lógicas, totalmente fuera del sistema en la economía más rica del planeta. Comprendí el más profundo sentido de la marginalidad.
Más tarde, hilando fino, conoceríamos los detalles del sistema de salud americano. El libre albedrío, con dos focos de protección muy específicos para viejos y para carentes de recursos, medicaid y medicare -no sé si puedo decir respectivamente-, sobre cuya suficiencia y protección efectiva nunca estuvimos enterados, no hasta que años después Hillary Clinton nos habló de 40 millones de desprotegidos. El resto de la gente se situaba en el mercado y a veces protegida por arreglos voluntarios de empresas con sus trabajadores, producto de los cuales recién emergía en esos años el denominado “managed care”, materializado en organismos como la Kayser Permanente, en California.
Los gringos tienen en la salud una gran industria, responsable de casi un 18% del Producto Interno Bruto. Se transan anualmente decenas de miles de millones de dólares en seguros de salud, prestaciones médicas y medicamentos a consecuencia, entre otras cosas, del desenfreno que deriva de la inexistencia de un ordenamiento básico en el uso de la medicina. Los consumidores soberanos, tal como se establece en la Constitución de ese país, hacen ejercicio de sus libertades en el mercado. Los médicos, por su parte, ofrecen servicios y quizás, con el perdón de mis colegas, inducen demanda innecesaria, por el riesgo jurídico según se argumenta. En la práctica lo que tenemos es un sistema como el que en Chile montamos en los 80 -las Isapre-, facilitado en nuestro caso por el uso de cotizaciones obligatorias que antes se destinaban a la seguridad social tradicional -SNS y Sermena-.
[cit tipo=»destaque»]Los gringos tienen en la salud una gran industria, responsable de casi un 18% del Producto Interno Bruto. Se transan anualmente decenas de miles de millones de dólares en seguros de salud, prestaciones médicas y medicamentos a consecuencia, entre otras cosas, del desenfreno que deriva de la inexistencia de un ordenamiento básico en el uso de la medicina. Los consumidores soberanos, tal como se establece en la Constitución de ese país, hacen ejercicio de sus libertades en el mercado. Los médicos, por su parte, ofrecen servicios y quizás, con el perdón de mis colegas, inducen demanda innecesaria, por el riesgo jurídico según se argumenta. En la práctica lo que tenemos es un sistema como el que en Chile montamos en los 80 -las Isapre-, facilitado en nuestro caso por el uso de cotizaciones obligatorias que antes se destinaban a la seguridad social tradicional -SNS y Sermena-.[/cita]
Si bien en Estados Unidos se despliegan como en ningún otro lugar del mundo los intereses de lo que la Medicina Social denominó “el complejo médico industrial”, tales intereses encuentran espacio para desplegarse en todos los países del mundo en mayor o menor grado, casi sin excepciones, en particular los intereses de la industria farmacéutica -que implican casi tanto y más recursos que los de la industria de la guerra, hoy un poco alicaída por baja actividad según el nuevo profeta Noah Harari- y que son, a mi juicio y producto de mi experiencia ejerciendo como empecinado salubrista, los que comandan y mueven realmente al sector.
Lo que pasa y preocupa es que los gringos marcan la pauta y ya nos cogieron de las mechas con sus “malls” y fantasías de “self-made men” con el modelo neoliberal que trajeron a Chile los Chicago Boys, durante la dictadura militar y también han sido sostén ideológico de la persistencia por 40 años de nuestro sistema asegurador previsional de salud tan “sui géneris”, que son las famosas Isapres. Entonces, “ad-portas” de nuestra reclamada y ya anunciada reforma -cuya viabilidad tiendo a pensar que ha sido siempre baja, en la medida que arriesga sacar a la clase media chilena de su zona de confort- la declaración en algún estado norteamericano de inconstitucionalidad del Obamacare, el más serio intento de instalar solidaridad en un país con un sistema de salud extremadamente individualista, puede ponernos de nuevo frente a la disyuntiva de si las cotizaciones obligatorias para salud son o no son un bien de apropiación colectiva y, por decir lo menos, puede entorpecer la erradicación de las carencias, las pre-existencias y la tarificación de los planes de salud por riesgo. Los individuos sanos o con baja probabilidad de enfermar dirán nuevamente: hoy por mí, mañana también.