Padres del liberalismo en América Latina pueden haber muchos. Francisco Bilbao en Chile, Eugenio Espejo y posteriormente Eloy Alfaro en Ecuador, Ezequiel Rojas en Colombia o Domingo Faustino Sarmientos en Argentina. Todos ellos y otros, pueden tener dignamente la misma paternidad. Pero si tuviéramos que rescatar la figura de uno, creemos que el jurista y librepensador mexicano Benito Juárez se lo lleva.
A diferencia de lo que se cree, no todos los padres de estas ideas liberales pertenecieron a la aristocracia o una burguesía ilustrada. En el caso de Juárez, se trata de un indígena, nacido en una familia sin educación formal, quién desde la “estúpida pobreza” de su infancia en el Estado de Oaxaca, se convierte en Presidente, y en más que eso, en ícono de la República Mexicana.
Un hombre que se acercó tempranamente a través del estudio del derecho a la antorcha y las luces del pensamiento liberal. Seguidor de la Ilustración y de los principios del Derecho que se consagraron con el triunfo de la Revolución Francesa, aún en disputa en las nacientes repúblicas latinoamericanas, que todavía guardaban la impronta del régimen colonial. Sobre esto último Juárez denunciaba que España había heredado a México un sistema donde regía las “máximas antisociales”, donde España impuso doctrinas de obediencia ciega, donde corrompió, dividió, “crió clases con intereses distintos”, además de abandonar la preocupación por la educación de los mexicanos[1]. Como reacción a esto, Juárez, al igual que muchos otros liberales en América Latina, fue promover las clásicas “virtudes cívicas”, inspiradas en la ética laica del liberalismo.
Admirador de los independentistas mexicanos Miguel Hidalgo y Vicente Guerrero, el joven Juárez comienza su vocación pública con distintos cargos en el gobierno estatal y la justicia. En 1847 se convirtió en el Gobernador de Oaxaca, siendo el primero en la historia de México de origen indígena. En ese primer mandato, Juárez dejó impreso su estilo. Una nueva ética republicana, aquella de apego irrestricto a las leyes, las libertades y el progreso. “Hijo del pueblo, yo no lo olvidaré; por el contrario, sostendré sus derechos, cuidaré de que se ilustre, se engrandezca y se cree un porvenir y que abandone (…) la miseria a que lo han condenado los hombres que sólo con sus palabras se dicen sus amigos y libertadores, pero que con sus hechos son sus más crueles tiranos” dijo cuando se reeligió en Oaxaca donde fundó más de 50 escuelas públicas.
Los historiadores lo han llamado “el idólatra de la ley”. Veía en ella el refugio contra un poder sin límites, una manera de frenar los abusos de éste y también de garantizar un trato justo y pacífico entre los ciudadanos. Fue así como inmortalizó en 1867 su frase más conocida “Entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Hoy esas palabras repletan monumentos públicos e iluminan la sala del Congreso mexicano, consangrando así la vocación de Juárez por instaurar un régimen donde no imperara el dominio del más fuerte o del abusador.
Juárez fue republicano de corazón y un amigo de la libertad. Quería el orden, pero era enemigo claro del despotismo. Hacía frente a cualquier fanatismo a través de su carácter prudente, reflexivo, conciliador y suavemente firme.
Nadie, ni sus mas acérrimos detractores, tienen elementos para negar que Benito Juárez trascendió. Logró ser más que un predicador de ideas republicanas, las concretó. Promovió la aprobación e implementación de Leyes de Reforma que transformaron las funciones del Estado. Que por cierto fueron reformas sostenidas por pilares que todo liberal progresista persigue: la libertad individual, la justicia, la igualdad y el bien común. En definitiva, Juárez fue un hombre de potencia reformista.
En 1857 -luego de la revolución liberal de Ayutla que derroca la dictadura de Santa Anna- se convoca al Congreso Constituyente que instaura una Constitución de inspiración plenamente liberal. “La soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo. Todo poder público emana del pueblo y se constituye para su beneficio” se leía en sus páginas. Juárez, como presidente de la Corte Suprema, la defenderá con dientes y muelas frente a la amenaza presente del bando conservador que quería desconocer la soberanía popular.
En el mismo año la Ley Juárez se aprueba dejando constancia de su profundo apego por los contrapesos políticos. Con ésta, que en sentido estricto es reconocida como una reforma administrativa, en efecto, se fortaleció al poder legislativo y redujo los del poder ejecutivo tratando de evitar la concentración excesiva del poder por parte del presidente de turno. Es decir, Juárez como buen liberal, fue celoso en distribuir el poder dentro del Estado para evitar futuras tiranías, aun que eso le significara perder el suyo propio.
Juárez, gobernando desde Veracruz, actual provincia mexicana, empujó las Leyes de Reforma. Uno de sus objetivos era quitarle poder económico al clero. En 1859 Juárez promulga estas leyes liberales para terminar con privilegios de las élites, profundizar la democracia y avanzar hacia un Estado laico. Esto agudiza las cosas y la guerra de Reforma que enfrenta militarmente a los bandos liberales y conservadores, llega a su fin un año después con el triunfo de los liberales republicanos. Esa noche algunos cantaron la Marsellesa para celebrar. Con esto Juárez logra lo que pocos liberales lograron en América Latina: vencer a los conservadores que querían desconocer el poder constituyente. Sin ir más lejos, lo que generaciones de liberales chilenos como Freire, Bilbao o León Gallo nunca pudieron lograr y fueron barridos por el bando conservador y sus Constituciones antidemocráticas.
Para Juárez no sería la última vez en derrotar al bando conservador, ya que en los años siguiente este bando se aliaría con Francia y apoyaría la invasión militar francesa en suelo mexicano, lo que se llamó la guerra de Intervención, que termina en 1867 cuando Juárez y el ejército liberal vencen y restauran la República, expulsando a los franceses de México. Pero esa es otra historia.
Durante el periodo de Juárez se expide la Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos (1859) que establece la separación entre los negocios del Estado y los de la Iglesia. Textualmente, el artículo tercero de esta ley es bastante claro:
“Habrá perfecta independencia entre los negocios del Estado y los negocios puramente eclesiásticos. El gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cualquier otra[2].”
Pero con ello no culmina el proceso de gestación de las libertades en México.
Aunado a lo anterior, se suprimen las órdenes religiosas, la fundación de conventos, cofradías y congregaciones. Se logra la Ley del Matrimonio Civil y la del Registro Civil. Respecto al matrimonio civil, bien vale citar la figura jurídica que queda establecida en la ley:
“El Matrimonio es un contrato civil que se contrae lícita y válidamente ante la autoridad civil. Para su validez, bastará que los contrayentes, previas la formalidades que establece esta ley, se presenten ante aquella y expresen libremente la voluntad que tienen de unirse en Matrimonio”[3]. Si bien declarando indisoluble el matrimonio civil, esta ley -que es claramente de avanzada- admite el “divorcio temporal”.
Punto y aparte merece la ley que en 1860 establece sin lugar a dudas la libertad de conciencia como derecho natural y la inviolabilidad de su ejercicio; esto se refiere, tal como señala el historiador Jesús Reyes Heroles, a la libertad de cultos. Al respecto, Reyes Heroles recoge del ordenamiento lo siguiente:
“Las leyes protegen el ejercicio del culto católico y de los demás que se establezcan en el país, como la expresión y efecto de la libertad religiosa, que siendo un derecho natural del hombre, no tiene ni puede tener más límites que el derecho de tercero y las exigencias del orden público[4]”.
En suma, con la separación de la Iglesia y el Estado se logra consolidar, para la segunda mitad del siglo XIX en México, una institucionalidad que finalmente reconoce al Estado como el legítimo representante de los intereses de la sociedad en su conjunto. Las Leyes de Reforma cambiaron las reglas del juego. Liberales como Juárez, no sólo nos heredaron sus instituciones liberales, nos enseñaron, cosa no menor, el camino para conseguirlas y defenderlas. Juárez, junto a los liberales que lo acompañaron, fueron artífices del cambio histórico de correlación de fuerzas políticas para lograr un régimen liberal.
Pero la tarea está inconclusa. A la luz de la historia y de lo logrado por liberales como Juárez, resulta aleccionador darnos cuenta que pasado casi siglo y medio, aún se mantienen luchas que esperaríamos ya superadas. Como el simple hecho de poner al servicio de la sociedad el imperio de la ley, y que éstas sean justas, y producto de una pacto social legítimo y democrático. En cambio, en América Latina aún vemos democracias semisoberanas, Estados confesionales o una clase política dominada por intereses económicos ajenos al bienestar de la sociedad en su conjunto. Se hace difícil avanzar en agendas que velen por el respeto al derecho ajeno, como diría Juárez, porque aún se interponen prejuicios, intereses o dogmas que desde el Estado cuidan a una minorías en detrimento del avance civilizatorio y democracias verdaderamente liberales.
Entender la figura de don Benito quizás nos puede ayudar en América Latina a alejarnos de aquellos liderazgos orientados a provocar la ira, a aflorar el conservadurismo e intensificar los miedos irracionales. Juárez como buen padre del liberalismo puede ser una antorcha de las ideas liberales, del humanismo y de la tolerancia.