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El deterioro del contrato social en Chile: estudiantes no confían en la democracia Opinión

El deterioro del contrato social en Chile: estudiantes no confían en la democracia

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Jaime Ramírez Fuentes
Por : Jaime Ramírez Fuentes Analista en Políticas y Asuntos Internacionales, Universidad de Santiago de Chile.
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El pasado jueves 16 de mayo el Ministerio de Educación hizo públicos los resultados del Simce 2018, en conjunto con los Indicadores de Desarrollo Personal y Social. Al interior de estos indicadores aparecen 2 elementos interesantes de relevar: primero, 1 de cada 3 jóvenes sostiene que la democracia no es la mejor forma de gobierno posible; y segundo, 1 de cada 3 estudiantes dijo que la violencia resulta un método efectivo para lograr lo que uno quiere.

Las respuestas a estos resultados son múltiples, cruzan muchas áreas del conocimiento y están muy interrelacionadas entre sí. La presente columna no busca en ningún caso dar solución a estos problemas, pero sí ampliar la lupa, dar cuenta de que esto no es solo un problema educacional o de comportamiento de los jóvenes, sino más bien una cuestión estructural. Estamos asistiendo al progresivo derrumbe del contrato social del Estado chileno.

La democracia, nos dice Norberto Bobbio, es un conjunto de reglas y procedimientos, dentro de los cuales el principal, no el único, es el respeto a la decisión mayoritaria. Justamente en este punto nuestro país presenta graves problemas. Los ciudadanos no participan de la política, se sienten ajenos a la democracia, dado que perciben que formar parte de los procesos democráticos resulta infructuoso, puesto que no generan ningún cambio real, ya que la institucionalidad democrática busca mantener la estabilidad, inhibir la transformación, en lugar de propiciar y potenciar la voluntad mayoritaria.

Desde la perspectiva institucional la democracia chilena sustenta sus cimientos en dos pilares. Primero, la existencia de supermayorías, con el objetivo de que cualquier cambio constitucional importante deba ser resultado del consenso entre las fuerzas políticas, dado que es casi imposible que un sector por sí solo alcance la mayoría necesaria para realizar los cambios que pretende. Y segundo, el Tribunal Constitucional, que tiene como función cautelar la constitucionalidad de las leyes que se aprueban y, en la práctica, opera como una tercera cámara, resguardando la “estabilidad institucional”.

Conjuntamente al inmovilismo institucional que caracteriza a nuestro país, durante ya bastantes años, asistimos también a un derrumbe en la confianza de nuestras instituciones representativas. Una baja confianza en las instituciones democráticas implica un cuestionamiento al régimen, junto con una pérdida de legitimidad de estas. Desde el año 2011 hasta hoy, la confianza viene cayendo de manera fuerte y sostenida en el tiempo, lo que ha consolidado el número creciente de críticas a la democracia chilena.

En Chile, la confianza en los partidos, según muestran los datos, siempre ha sido baja, con fluctuaciones, pero baja al fin (no superó nunca el 35 %). En cuanto al Congreso se refiere, desde 1995 hasta 2016, la confianza en él ha tenido fluctuaciones permanentes, pero particularmente a partir del año 2011 existe un derrumbe permanente en la confianza que los ciudadanos tienen sobre dicha institución. Por último, el caso de la confianza en el gobierno es el más llamativo. El año 2009, el gobierno había exhibido un 65% de confianza por parte de los encuestados, pero 2 años más tarde (2011) la confianza cae al 37%.

Al poner los datos sobre la mesa, los resultados que arrojan el Índice de Desarrollo Personal y Social parecen bastante lógicos, ¿verdad?, y es que, si ya muy poca gente confía en las instituciones democráticas como impulsoras de un mejor vivir, ¿por qué razón los jóvenes deben hacerlo? Resulta entendible que los jóvenes se desencanten de un sistema que no les muestra un futuro mejor que el que tuvieron sus padres. Si a esto le agregamos, además, que crecieron y se educaron en un sistema escolar profundamente violento, respaldar la violencia parece natural, y es que, mal que mal, para ellos resulta una forma más confiable para gestionar el cambio que lo que ha demostrado ser la misma democracia.

Hoy estamos asistiendo al deterioro del contrato social por parte del Estado chileno, y es que la idea de que los ciudadanos delegan libremente su soberanía a un todo colectivo, con la convicción de que vivir juntos implica progreso para la comunidad en su conjunto, se encuentra bajo cuestionamiento.

El modelo chileno y su propuesta de “progreso” se muestra desgastada, los ciudadanos, y particularmente los más jóvenes (como lo exponen los resultados de los indicadores de desarrollo personal y social), están desencantados y frustrados por el futuro que les espera, el sistema político no ha sido capaz de dar una respuesta adecuada a dicha frustración, generando así, por un lado, la disminución de respaldo de la democracia por parte de la ciudadanía y, por el otro, la búsqueda de mecanismos alternativos de solución de controversias que la democracia no ha podido solucionar, como por ejemplo, la violencia.

Resulta imperativo, entonces, avanzar hacia un sistema democrático transformador, gestor del cambio, que les haga sentir a las personas que su participación importa y que el Estado los acompaña en la consecución de sus propios objetivos. Dicho de otra manera, necesitamos formular un nuevo contrato social.

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