La instalación de la corrupción en Chile ya no se discute. La exposición de nuevos casos avanza permeando los límites de toda institucionalidad vigente y ahora tenemos mejores escaparates y herramientas para visibilizar la corrupción, lo que le otorga el carácter de fenómeno relativamente reciente. Mientras la corrupción en Chile se extiende transversal y verticalmente en nuestras instituciones, la severa desigualdad social también recorre nuestro país. Ambas son enfermedades crónicas de gran parte de Latinoamérica, heredadas desde los tiempos de la colonia, de las dictaduras y de las lesionadas democracias venideras.
No es necesario cercar conceptualmente aquí lo que significa la corrupción y desigualdad social, ni exponer nuevamente los reportes del PNUD o de Chile liderando el ranking de desigualdad social de la OCDE. Su simple presencia y sus efectos son moralmente condenables: expresan el abuso de poder y de privilegios de las elites, la condena de los más desfavorecidos y el deterioro de las instituciones públicas. La corrupción y la desigualdad social crecientes son efectos corrosivos del capital neoliberal; y si bien hay distintas formas de corrupción, éstas no se distancian mucho entre sí, compartiendo a la base la presencia de asimetrías de poder y recursos, de desigualdades evitables e injustas. Hay consenso para una condena social y jurídica universal porque, en cierta medida, corrupción y desigualdad son un atentado a la confianza ciudadana y a la democracia. En última instancia, una profunda agresión a la justicia.
Michael Sandel, profesor de la cátedra de justicia en la U. de Harvard hace décadas, ha señalado que la corrupción interpela al significado moral de los bienes y servicios en juego, y a las normas que deben regirlos. Los mercados no tratan solo de dinero, incentivos y mecanismos de intercambio, también encarnan ciertos valores que progresivamente han comenzado a desplazar a valores no mercantiles y a normas sociales que requieren ser preservadas. Cuando esto ocurre, estas últimas comienzan a degradarse, contaminarse, corroerse, como bien señala etimológicamente la palabra corrupción.
La desbordante extensión de la economía de mercado supone que instrumentos útiles para la actividad productiva del capitalismo, han invadido y desplazado progresivamente sectores de nuestra sociedad que no deberían regirse por valores de mercado: la política, la actividad cívica, la educación, la salud. En salud y educación se hace evidente esta premisa. Frente a la educación, la posición de Sandel es clara: vender educación como si fuese un mero bien de consumo es una forma de corrupción [sic]. En salud, esta consideración encuentra un símil bastante equivalente, particularmente entre nuestros prestadores y seguros privados.
Si los valores del mercado y la perspectiva primordialmente utilitarista se incorporan a nuestra cotidianeidad, penetrar luego nuestra inter-subjetividad es el paso siguiente, atravesando nuestras relaciones familiares, personales y comunitarias. Aquí, los mercados, el marketing y la publicidad, extraen los buenos réditos desde la psicología y las neurociencias, trabajando unidas.
La colonización por estos valores, como bien apunta Sandel, tiene 2 efectos mayúsculos: Primero, si todo se concibe como un bien o servicio a la venta, el trabajo de ser pobre se hace cada vez más difícil y la brecha de la desigualdad social aumenta. Segundo, el denominado capital social se erosiona y la confianza comunitaria se hace más vulnerable a adoptar formas de supervivencia que reproducen la degradación de normas y valores no mercantiles, vale decir, se corrompen. Como señala Byung Chul Han y Lipovetsky, fracasar en un mundo neoliberal y no cumplir con el rendimiento esperado, trae vergüenza y ansiedad, miedo y violencia, componentes habituales del malestar social y de los trastornos de salud mental altamente prevalentes en Chile y en los países con altos grados desigualdad social.
Estudios recientes sobre corrupción y desigualdad, están situando a la primera como un determinante importante de la desigualdad de ingresos, evaluada mediante el conocido índice de GINI. Estudios con datos agregados de más 50 países (existe otro reporte en marcha con países OCDE) han asociado fuertemente el rol de la corrupción sobre la desigualdad social, evidenciando el daño en la efectividad del gasto público, y favoreciendo el desigual acceso a servicios básicos, en particular vivienda, educación y salud.
Por su parte, la evidencia que asocia desigualdad social, por un lado, y salud y problemas sociales, por otro, es abundante. Desde la literatura en economía y ciencias sociales hasta aquella más vinculada a salud pública y epidemiología, hay más de 30 años de robusta evidencia que señalan que a medida que aumenta la desigualdad social, se incrementan los problemas sociales y empeora la salud de la población. Se ha reportado mayor mortalidad y menor expectativa de vida; mayores tasas de violencia, delincuencia y homicidios; peor rendimiento escolar, mayores tasas de deserción escolar y menor movilidad social efectiva. En la infancia y adolescencia, se asocia a mayor mortalidad infantil, mayores tasas de obesidad y más problemas de salud mental. El ciclo de privación material y deterioro de su salud mental se mantiene en la adultez, presentando mayor prevalencia de trastornos, incluyendo depresión y otras manifestaciones del espectro psicótico.
La desigualdad social y la privación material relativa actúan como estresores con una expresión biológica clara. El organismo reacciona con una fuerte respuesta de cortisol frente a estresores ambientales que percibimos como amenaza a nuestra autoestima o estatus social. Frente a estresores crónicos, la exposición es permanente, dejando sus huellas desde edades tempranas: deteriora la memoria y aumenta el riesgo de depresión, disminuye la respuesta del sistema inmune y altera el sistema endocrino, aumenta la presión arterial y el riesgo de enfermedad cardiovascular. Algunos estudios, han mostrado que los telómeros, componente estructural de nuestros cromosomas que se han utilizado como marcadores de longevidad, son más cortos en niños que han vivido en ambientes socialmente desaventajados comparados con aquellos que viven en entornos más prósperos.
Paralelamente, la corrupción interviene en la formación de las personas y su condición de ciudadanos, actuando como una respuesta social esperable a una percepción amplia de desigualdad social e injusticia, de normas sociales vulneradas e instituciones deslegitimadas. La corrupción de las altas cumbres del poder también se reproduce en poblaciones más desfavorecidas, quienes, buscando un mayor bienestar, se involucran frecuentemente en actividades corruptas en su origen e ilegales. Las personas más pobres cuentan además con menos habilidades emocionales y recursos cognitivos debido a una exclusión social crónica, con mayor probabilidad de experimentar sentimientos de inferioridad y vergüenza. Estudios en distintos estados de E.E.U.U. y de países europeos, han mostrado también que los países más desiguales también presentan mayor ansiedad por el estatus en todos los grupos económicos, menor preocupación por la armonía social y menor solidaridad.
La evidencia y el sentido común extraviado nos recuerdan nuevamente la necesidad de enfrentar corrupción y desigualdad social, fenómenos que se retroalimentan. Reducir la desigualdad social mejoras los indicadores agregados de bienestar y salud de toda la población, no solo para aquellos más desfavorecidos, como ha indicado Amartya Sen. La inversión social en nuestra infancia y adolescencia, y la inversión en salud, mejoran el llamado capital humano a largo plazo y aumentan la expectativa de vida. En salud, hemos de ser cuidadosos, en vista de estudios que han señalado que el incremento de la inversión en el sector privado, en relación al gasto total y público sanitario, se ha asociado a un aumento del índice de GINI y de la desigualdad de ingreso.
Cuando agentes políticos con poder de decisión en el ejecutivo y en el legislativo se mueven por intereses propios en su rol público, niegan la existencia de la abundante evidencia para rencauzar algunas políticas públicas o simplemente la ignoran, corrompen y descomponen la correcta representación de los ciudadanos. Quizás solo es una forma más sutil de corrupción, que perpetua una institucionalidad política deslegitimada y vulnerable al poder antidemocrático del dinero y el tráfico de influencias.
Las políticas públicas se pueden reconocer por su presencia, por sus fallas y sus ausencias. Independiente del sector social donde se gestionan, todas deben apuntar a recomponer el tejido social, evitando o disminuyendo las desigualdades evitables. Las reformas sectoriales son interdependientes, cohabitan en un mismo territorio y están afectas a su propia secuencia, por lo que cualquier reforma sectorial que pretenda ser efectiva para reducir la desigualdad social, primero necesita de la revisión del modelo de desarrollo país que tenemos y queremos, y de los diseños institucionales de nuestra macro-estructura económica y productiva. No solo se requieren modificaciones tributarias de redistribución de la composición de los impuestos, sabidamente regresivos en Chile, sino también requiere reducir las diferencias de ingreso previo a impuestos. También requiere descentralización efectiva del poder político, también asociada a menor corrupción según la evidencia disponible. Luego, recuperar el soporte del espacio público y colectivo en Chile, desmantelado con especial fuerza en los sectores laboral, educacional y sanitario.
El Papa Francisco, en su destacable rol político, ha forjado una dura crítica a las economías de exclusión y desposesión, y a la desigualdad social subsecuente. Él mismo sentenció hace unos años que el pecado se perdona; la corrupción, sin embargo, no puede ser perdonada [sic]. La viabilidad de soluciones a largo plazo es densa y compleja, pero soñar con el poder agencias públicas y privadas, laicas y religiosas, encarando y domesticando la corrupción y la desigualdad social hace más amable el camino.