La encendida discusión en torno a la reforma curricular de los últimos años de la enseñanza media no solo se ha levantado desde el sesgo que impone un problema comunicacional que omite la presentación de su contexto y sentidos, como marco y justificación de una trascendente decisión de política que nunca es neutra y siempre será ideológica además de técnica y deseablemente situada. La ausencia de este marco y el fragor de las reacciones han invisibilizado un problema mayor y anterior.
Ciertamente la definición del currículum es clave en el proyecto ciudadano de una nación, pero totalmente insuficiente si su implementación omite la articulación con otras políticas fundamentales que eleven la probabilidad de cumplir los objetivos propuestos. Podemos mantener Historia y Educación Física, o incluso aumentar sus horas de dedicación, pero en las actuales condiciones de implementación de esas clases no vamos a lograr algo distinto haciendo más de lo mismo. Nuestros estudiantes muestran magros resultados en Historia o en uso de la historia para analizar situaciones, construir argumentos y contextualizar, y altos índices de sedentarismo y obesidad, pese a que estas asignaturas han sido históricamente obligatorias durante los 12 años de escolaridad.
Hay consenso acerca de la actual implementación de una pedagogía que privilegia un aprendizaje memorístico, cortoplacista y escasamente desafiante. Zúñiga (2015) y González y Gárate (2017) publicaron los resultados de sus investigaciones acerca de la enseñanza de la Historia en la educación secundaria chilena: alta valoración de los jóvenes, reconocimiento de vinculación entre los problemas históricos y su propia vida, pero prevalencia de prácticas de enseñanza y evaluación tradicionales.
Si con la reforma los aprendizajes esperados se recortan y concentran ahora en 10 años en lugar de 12 pero el abordaje de ellos en las aulas sigue siendo el mismo, no hay ninguna razón para pensar que obtendremos distintos o mejores resultados, más bien todo lo contrario. Indudablemente la reforma permeará performativamente los planes de estudio de las pedagogías medias de estas especialidades en las universidades, pues deberán ajustarse a la normativa, sin embargo, nada garantiza en este ejercicio obligado y simplificado que esto implique un cambio en la forma de enseñar ese currículum.
El que tenemos es un problema que excede lo curricular. Un cambio de este tipo requiere articulación consciente con una formación inicial y permanente de los profesores, orientada al desarrollo y actualización constante de capacidades profesionales que permitan el aseguramiento de itinerarios formativos sostenidos por formadores de formadores idóneos que enseñan a enseñar considerando las líneas teóricas más robustas y los hallazgos investigativos más recientes. Podemos hacer los más sofisticados y vanguardistas cambios curriculares, pero mientras no dispongamos de procesos formativos de docentes que aseguren el desarrollo y fortalecimiento de capacidades profesionales que les permitan ser capaces de hacerse cargo responsable, autónoma y profesionalmente de la toma de decisiones pedagógicas basadas en un amplio y actualizado repertorio de saberes profesionales, disciplinares y didácticos para la implementación contextualizada del currículum, poca incidencia en los resultados tendrá el currículum en forma aislada. Es más, podría inducirnos en unos años a juzgar inapropiadamente la política, sin considerar que los problemas probablemente serán más bien atribuibles a las condiciones de su implementación.
Sin duda la flexibilización curricular es una bienvenida noticia, pero es preciso articular las políticas. Solo el aseguramiento de procesos formativos robustos de docentes permite generar condiciones para una reforma curricular exitosa.