La iglesia católica y su destierro del ser humano
No hace falta ser sociólogo para comprender algunos mecanismos propios del funcionamiento de la sociedad como un todo. La sociedad es un orden colectivo que consta de dos momentos principales. El primero tiene que ver con las experiencias, reflexiones, vivencias y acciones ligadas a seres humanos concretos respecto del mundo. Este tipo de dinámicas dan cuenta del piso social-cotidiano a partir del cual participamos de nuestro entorno. Aquí se engendra el trasfondo simbólico de individuos que toman parte luego en un nivel posterior de organización, marcado por la diversidad de esferas sociales (piénsese entre otros en la economía, el derecho, la política, la ciencia y, por cierto, la religión). Con la generación de experiencias, reflexiones, vivencias y acciones, los seres humanos participan entrando y saliendo de tales esferas supraindividuales. El segundo, como se desprende de lo anterior, está relacionado con aquel proceso de formación y crecimiento de dichas esferas, las que, con cada insumo de los individuos que le dan vida, tienden a construir una institucionalidad omnipotente y externa a los mismos. Si hay algo que caracteriza la modernidad, así como la profundización de su dinámica histórica, es que la lógica particular a cada esfera social ha tendido a cerrar las puertas por dentro y volverse contra aquellos que han permitido inicialmente su surgimiento: los seres humanos.
Al interior de este proceso de empoderamiento emergente que destaca el curso concatenado por la modernidad no hay excepciones. Ni la religión en general, ni la iglesia católica o su máximo líder –el papa– en particular gozan de infalibilidad. En el presente puede constatarse incluso cómo el pensamiento religioso parece estar falto de toda comprensión acerca de este engranaje social, tal como se observa en el caso de la iglesia católica –sobre todo en Chile. Los dos momentos o dimensiones que supone la sociedad –tanto el cauce simbólico que va desde abajo hacia arriba como el curso institucional de ordenamiento y vigilancia que corre de arriba para abajo– habrían devenido no sólo en caminos mutuamente ajenos, sino que en una relación de manifiesto desequilibrio. La dimensión de sentido observable al nivel de las vivencias y acciones subjetivas, parece sometida a la dimensión institucional dependiente de cada esfera social, cada vez más autonomizada y echada a su suerte. El proceso de crecimiento de las distintas esferas sociales ha supuesto una simultánea generación de presión desde arriba hacia abajo, sin dejar mayor capacidad de respuesta para los individuos por ella sometidos. Esta condición molesta de la sociedad [die ärgerliche Tatsache der Gesellschaft], como le llamara Ralf Dahrendorf, queda así expresada en la posición de dominación que muestra dicha realidad institucional respecto de quienes la hacen posible.
Envueltos en esta circunstancia, los seres humanos que nutren a la sociedad de experiencias, vivencias y acciones de tipo diverso, comienzan a quedar a un lado del proceso de absorción que opera desde arriba, en un símil a un tipo de colador social. A través del filtro y posterior acumulación de operaciones y dinámicas propias, cada una de las esferas sociales adquiere nuevo peso relativo (sea este frente al resto de esferas o a los seres humanos que las ponen en movimiento). Cuando aquel proceso se agudiza, la aglomeración de poder interno se traslapa en lógicas de abierta asimetría entre quienes tienen acceso a dicho pináculo social-institucional y quienes no. Y es justamente esto último, lo que ayuda a explicar parte del problema en el que se ha visto inmersa la iglesia católica. Mientras en esferas equivalentes como la economía y la política, se trata de procesos de asimetría frente a rendimientos propios del dinero y el poder, en la religión estamos en presencia de una verticalización campante en relación a todo lo que enrola el ejercicio formal de la fe. A pesar de su discurso del más allá, la iglesia (como parte de la misma) tiene sus pies puestos en el más acá, esto es, en la sociedad. En esa línea, quiero sostener que la excesiva profundización de tales asimetrías en el manejo de la iglesia ha supuesto la fuga, si no el ahorro incluso del pensar. Allí donde es visible el vestido jerárquico –teñido de divinidad– solo resta callar y rezar.
La dimensión interna de los seres humanos que nutren a la sociedad de experiencias, vivencias y acciones de tipo religiosa, habría caído así en el olvido. Mediante la abierta e incontralada imposición de la superioridad del ámbito social-institucional –en este caso de la esfera institucional católica– el ser humano habría sido absolutamente desterrado. En la rigidez reglamentaria interna a la iglesia, en la distribución arbitraria de investiduras sagradas, en la apertura y clausura de las puertas del paraíso, en la manipulación sin límites de la conciencia, en la oferta de un futuro a elección, así como de un sentido trascendental que compense el sinsentido vital, la iglesia católica habría comenzado a cabar una tumba que hasta hace poco sólo parecía abrigar colores europeos. Si esta ha de necesitar la extrema unción o no, no se debe en todo caso al “desliz” de algunos que hacen de la iglesia una “iglesia pecadora”. Todo esto no puede comprenderse como resultado de mentes maquineas individuales, débiles a los embates del demonio. Eso hay que dejarlo mejor para novelas religiosas o escritos de teología. De lo que se trata es de estructuras institucionales que, solventando la dinámica propia de la sociedad de producir procesos de verticalización y asimetría, revisten las diferencias sociales de justificaciones no solo mundanas, sino que divinas.
Lo que algunos no han podido comprender –sobre todo al interior de la iglesia católica– es que detrás de aquellas justificaciones divinas generadas por la religión, está incubado el núcleo que sintetiza el devenir de la sociedad, a saber: que el producto creado, como se lee en el Génesis, se ha independizado de la voluntad del creador y, a pesar de lo que dice el primer libro del Antiguo Testamento, ha terminado por someterlo a su arbitrio. Ya Feuerbach sostenía que –contrario a lo afirmado por la religión– era el ser humano el que había creado a dios, para luego pasar a ser sometido por él. Aquella sentencia de casi 200 años viene a confirmar la posición de la religión en la sociedad y el por qué la crítica a ésta exprese ciertamente la premisa o presuposición de toda crítica (Marx). La verticalización jerárquico-técnica, revestida de autoridad celestial, aparece así como una suerte de poder o violencia objetiva por sobre los seres humanos, en tanto “elude su control”, “destruye sus expectativas” y “desbarata sus cálculos”, tal como señalaran Marx y Engels sobre la verticalización ligada al omnipotente dios capital. Esta condición de externalidad (alienación) se muestra así como una descomunal concentración de poder religioso-jerárquico que no tiene raíz ni divina ni metafísica –aunque sí revestimiento–, sino que netamente histórica social.
A partir de lo anterior, queda claro que es la sociedad misma la que tiende a producir problemas de asimetría de orden supraindividual. Así las cosas, el desafío general reside entonces en desarrollar mecanismos de control en que la esfera interna de la sociedad –los seres humanos involucrados– puedan hacerse de un lugar digno respecto de lo que producen. De lo que se trata es de devolverle parte del poder al creador respecto de lo creado; aquel poder que parece echado a su suerte sin control alguno y que ha supuesto un escenario de alienación altamente corrosivo –mediante una depredación que ha superado la “mera” conciencia, para incluir a los cuerpos. La disputa no puede circunscribirse entonces a este u otro “detalle”. El problema no es el celibato como tal (aunque también lo sea), la posición de la mujer (aunque también lo sea), la extrema opulencia eclesiástica (aunque también lo sea), el infantil dogmatismo moral (aunque también lo sea), la indiferencia frente al excluido (aunque también lo sea), la indolencia respecto a quien sufre (aunque también lo sea), entre muchos otros. El camino de salida (¿se necesita un camino de salida?) tampoco reside, como algunos creerán, en las posibilidades correctivas del rezo para evitar los abusos y así traer la paz al mundo terrenal –aquella paz que muchos esperan obtener incluso en otros ámbitos, como el económico (Larraín). La discusión y debate fundamental, como casi siempre, versa al fin y al cabo sobre la sociedad.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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