Sé que se levantó de madrugada y tomó su auto para irse a toda velocidad a La Moneda. No sé si mientras recorría las calles habrá calibrado la magnitud del horror que se dejaría caer horas más tarde, nunca se lo pregunté. Sé que ya estando en el Palacio de Gobierno decidió quedarse y acompañar a Salvador Allende hasta el final, tal como nos lo dijo en una llamada telefónica que nos hizo a mi madre, mi hermana y a mí entre las balas y el fuego. No sé si habrá tenido miedo, supongo que sí y mucho, pero imagino que en esa danza macabra que baila la incertidumbre cuando se convierte en tornado, uno se echa la vida en un hombro y la posibilidad de la muerte en el otro, y que no se trata de ser valiente sino de ser leal, lo que finalmente se convierte en el mayor acto de coraje.
El 11 de septiembre de 1973, el día parteaguas que hizo que la biografía de cientos de miles de chilenos y chilenas tuviera un antes, un después y un nunca más.
Para Carlos Jorquera, el Negro, periodista y jefe de prensa de Salvador Allende, la vida no volvió a ser igual. Lejos quedó la fiesta de la esperanza contra la evidencia, y el arrebato con el que parecía andar por la vida se convirtió en una alegría triste donde cabían más muertos que vivos. Y por más intentos que hicimos las hijas por espantárselos, ellos fueron más fuerte que nosotras.
Perdónate por haber sobrevivido, le dije muchas veces y él se reía de medio lado y me cantaba algún tango que siempre tenía entre el bigote y el cigarrillo.
A pesar de haber vivido muchos años separados, este padre nuestro se las arregló para estar siempre presente en la vida de nosotras las hijas. Viajamos mucho los tres solos y así aprendimos a conocer las mañas y las bondades del Negro, que como todo hombre tenía sus claroscuros y sus carcajadas roncas de nicotina. Desde muy niñas supimos de su desprecio casi religioso por el dinero y su repelencia hacia todo aquello que oliera a negocio o aprovechamiento. Conocimos su incapacidad absoluta para entrar en el terreno de las intimidades, de las que arrancaba con la velocidad de un campeón de 100 metros planos; su obsesión majadera por la decencia y su desapego total a las formas cortesanas; asimismo de su infinita inutilidad para las cosas básicas, su mamonería militante, sus supersticiones contra toda lógica y de su furia ante cualquier crítica hacia quienes fueron sus compañeros de presidio y sus amigos de vida.
Volvió del exilio con lo mismo que partió: un par de maletas y el pelo sin canas. Volvió sin iras y con más vocación por el testimonio que ímpetu por las batallas.
Cuando los padres mueren, algunos hijos tenemos la necesidad de escudriñar la parte de la biografía de estos seres a los que conocimos cuando ya llevaban un buen rato viviendo. Yo lo he hecho; he pasado un año leyendo sus cartas de Dawson, de Telecomunicaciones y del Hospital Militar, los tres lugares en que estuvo detenido. Pero también he ido más atrás en un viaje a ciegas, en el que he se me han ido develando momentos de ternura infinita, de risas y rabias. En este hurgueteo de hija solo logré encontrar tres acusaciones que se le hicieron públicamente: un artículo de la derechista revista SEPA en el que se le imputaba ser un burgués incoherente por vivir en plena UP en una casa en El Golf –la casa era de mi madre, mi papá jamás tuvo casa propia-; el anuncio de un juicio hecho por los militares mientras estaba preso –algo que jamás prosperó porque nunca hubo cargos-, y la acusación que le formuló la periodista Mónica González (CNN Íntimo, 14 de julio de 2019) de haber publicado sin autorización de ella y mientras él estaba exiliado, una entrevista realizada al entonces suboficial de la Fach, Andrés Valenzuela en 1984, que derivó en uno de los hechos más dolorosos de nuestra historia reciente: el asesinato de José Manuel Parada, Manuel Guerrero y Santiago Nattino, en marzo de 1985. Mónica González sabe que en su relato faltó a la verdad. Lo sabe ella y nosotras también.
Las hijas lo culpamos de muchas cosas mientras estuvo vivo y podía defenderse de nuestros ataques, que más se parecían al de un par de madres que intentaban corregir en vano a un viejo malcriado. De haber envejecido feo y malhumorado, de vestirse como un mendigo andrajoso, de la melancolía que lo fue cubriendo como un velo que muchas veces no nos dejaba reconocer al papá irónico y divertido, de abandonarse, dejándose caer sobre una pena herida de muerte.
Puedo decir, sin embargo, que mi padre fue un hombre extraordinariamente querido, con tantos amigos que podría haber llenado un estadio, un periodista respetado hasta por sus adversarios políticos y reconocido por todos quienes pasaron por su vida que duró 94 años. Y esa herencia de honor e integridad fue el mejor regalo que nos dejó a mi hermana, a mí y a sus nietos, Valentina y Vicente.
Es septiembre una vez más. El mes parteaguas. Los 30 días en que entre las guirnaldas dieciocheras, los rostros de los muertos, desaparecidos y de cada una de las víctimas de la dictadura de Pinochet vuelven con más bríos que nunca.
Que se queden siempre y que nos sigan recordando que los muertos buenos no callan jamás.