El 19 de septiembre se celebran las Glorias del Ejército, un día feriado que, usualmente, es usado por muchos como extensión de las celebraciones del 18 de septiembre. Se instauró en 1915 para recordar las hazañas militares de la independencia y la guerra del pacífico. Sin embargo, hoy no vale la pena celebrarlas. Es más, me parece que es un imperativo ético rechazar todo tipo de celebraciones al ejército. Dos motivos me sugieren esta resolución.
En primer lugar, aún está muy presente en la memoria el lamentable rol de las instituciones armadas en las violaciones sistemáticas de los derechos humanos más esenciales de nuestros compatriotas por casi veinte años. Más allá de que sólo esté en la memoria – lo que justificaría suspender indefinidamente cualquier tipo de celebración – las fuerzas armadas no han cumplido los deberes más mínimos de reparación. Estos deberes consisten, esencialmente, en dar toda la información posible sobre el paradero de los detenidos desaparecidos. Hace un tiempo atrás el comandante en jefe del ejército señaló que su institución ya no posee más información sobre la cuestión. Su respuesta es, a lo menos, mediocre.
La clarificación de la verdad acerca del paradero de compatriotas, poseedores de dignidad y derechos esenciales en virtud de su condición de personas, que fueron objeto de torturas físicas y psicológicas, debe ser una política institucional, si acaso fuera verdad que existe un compromiso con los derechos humanos, como se ha dicho (y en términos generales, con una conducción realmente ética de la institución). En ausencia de dicha política, el ejército deja de cumplir una condición esencial de legitimidad ético-política en un contexto democrático. Mi referencia a la democracia debe entenderse, no en un sentido de regla de la mayoría sino en el respeto a ciertos valores esenciales de la convivencia social. Así, el ejército, con su omisión injustificada, éticamente impermisible, se pone fuera de todo tipo de legitimidad social, política y moral.
El segundo motivo es más general, y dice relación con la naturaleza del rol de las fuerzas armadas como actividad humana. En este sentido debemos preguntarnos: ¿cuál es la finalidad o el sentido de la existencia de fuerzas armadas profesionales? Esta pregunta debe ir vinculada, esencialmente, al rol social que posee dicha actividad: ¿cómo se beneficia la sociedad con ella? Mi respuesta a esta pregunta es la siguiente: la única finalidad ética que pueda atribuirse es la defensa de los compatriotas frente a fuerzas enemigas externas.
Si bien no poseo las competencias históricas para referirme con rigor a la cuestión siguiente, especulo que, desde el punto de vista histórico, el ejército no cumplido esta finalidad en ningún momento de la historia (salvo, quizás, la guerra de independencia), y, es más, ha atentado gravemente contra este fin en más de una oportunidad. La guerra del pacífico podría interpretarse como un acto de agresión motivado por intereses económicos. No en vano países vecinos han apelado constantemente a este hecho. Y la dictadura militar ha sido, entre todos, el episodio más negro de las instituciones armadas. En este punto, no vale la pena siquiera mencionar la “normalización” de la vida social después de la UP. En estricto rigor, la normalidad nunca volvió, salvo varios años después de democracia y mucho dolor de compatriotas.
Volvamos a la respuesta de la pregunta. Filosóficamente hablando, la actividad militar no es, stricto sensu, buena, sino éticamente permisible en ciertos contextos. No hay bondad que surja de la actividad militar. A lo sumo, puede tener justificación moral bajo circunstancias muy específicas y delimitadas. Es una actividad, éticamente hablando, muy modesta y muy riesgosa. Modesta porque no se orienta hacia un bien (sino que se limita a contrarrestar un mal), y riesgosa porque supone la posibilidad de un gran mal si no se usa el poder que implica de modo racional.
Un análisis moral serio de la situación vivida en dictadura podrá arrojar luces de que no hay, en general, ninguna justificación para la crueldad gratuita. Cualquiera que lea textos fundamentales de la ética bélica, se dará cuenta que no se cumple ninguna de las hipótesis del ius in bello y del ius at bellum. Cualquiera que diga que “estábamos en guerra”, como motivo para justificar la violencia gratuita, hace el ridículo. Cualquiera que diga que “Pinochet nos salvó de ser como Venezuela”, ha errado incluso el flexible cálculo utilitarista. Los males que causó la dictadura no se remedian con ningún “bien” que se le pueda atribuir.
En ausencia de ciertas condiciones de virtud y prudencia, la actividad militar no puede sino generar grandes males. Y en el caso de Chile, la actividad militar ha generado grandes males. Pensemos en los diversos relatos de torturas del Informe Valech: sólo una mente moldeada por la formación militar puede “dar luz” a horrores tan profundos. Por ello, las FFAA no merecen el más mínimo reconocimiento. Antes bien, requieren un poder político hábil y prudente que haga efectivo el cumplimiento de los deberes mínimos que ellas se han empecinado en incumplir.
Las FFAA están al debe en Chile. Junto con un estatuto privilegiado de pensiones en relación al resto de los chilenos, han sido, al menos, negligentes en todo tipo de resarcimientos al daño causado durante su gobierno (ante tal mal ni siquiera vale la pena considerar el “pacogate” o el “milicogate”). Es imposible esperar alguna reparación total (porque nadie puede revivir a los muertos, sólo Dios); pero al menos, cabe esperar un compromiso institucional en el esclarecimiento de la verdad. Muchos piden sólo eso: verdad. Pedir justicia, después de tantos años y tanta impunidad – y con la complicidad del poder político – parece una quimera.
Las FFAA no merecen reconocimiento. E incluso bajo la hipótesis de que hayan ejercido su rol de manera virtuosa y prudente (en un mundo posible que nunca fue), sólo merecerían un respeto mesurado. Se entiende, entonces, que por motivo de su negra historia, con mucha menos razón deberían ser celebradas. No me atrevo a decir que deberían ser despreciadas, puesto que nadie merece ser despreciado, ni siquiera quien desprecia la vida de los demás. Deberían ser, me parece, objeto de un silencio reprobatorio. Sólo de esa manera, haremos justicia al respeto que el dolor de sus víctimas merecen.