No cabe duda que la ministra Cubillos ha hecho mucho daño a la posibilidad de abordar la crisis de nuestra educación. Es un Gobierno sin ideas ni proyecto sustantivo, pero que, en lugar de guardar silencio, utiliza la herida educativa del país para desquiciar aún más el debate. Su frenética búsqueda de alza en las encuestas tiene el efecto opuesto: ni popular ni educativa, su agenda se ahoga en una ineficaz demagogia.
El 2019 ha sido un año complejo y crítico para el debate educacional. Desde reclamos docentes, feministas y de jóvenes por su salud mental, la sociedad chilena sigue sangrando por su educación herida. Sin embargo, el Gobierno ha profundizado la línea de Trump y Bolsonaro, asumida desde la llegada de Marcela Cubillos al Ministerio de Educación: una apuesta deliberada por hacer imposible cualquier discusión racional sobre educación.
Los ejemplos saltan a la vista. Las imágenes de Fuerzas Especiales copando salas y techos de escuelas públicas; las giras y campañas nacionales para promover iniciativas con fines comunicacionales, explotando las expectativas y miedos de las familias; poner a “los niños primero” como objeto de un nuevo lucro en la educación preescolar; o negarse a resolver los problemas de diseño en el financiamiento a la educación superior, promoviendo en cambio el endeudamiento estudiantil.
Es un Gobierno sin ideas ni proyecto sustantivo, pero que, en lugar de guardar silencio, utiliza la herida educativa del país para desquiciar aún más el debate. Su frenética búsqueda de alza en las encuestas tiene el efecto opuesto: ni popular ni educativa, su agenda se ahoga en una ineficaz demagogia.
Pero la oposición, más allá de las intenciones, no es capaz de alterar este clima. Tiende a reducir la discusión educacional a arremetidas mediáticas en el marco del juego parlamentario, como parte de estrategias de tal o cual grupo, para navegar en el escenario de descomposición de la ex Nueva Mayoría. La búsqueda de identidad política para cada grupo o personalidad –porque ya es difícil hablar de partidos propiamente tales– termina siendo más importante que los dilemas de los ciudadanos a los que se dice defender.
La crisis del Partido Socialista y de la Demoracia Cristiana producen escenarios donde las diferentes posiciones, en educación y en otros planos, se relacionan más con la cambiante y dispersa disputa por ese espacio político que con una posición coherente sobre los problemas país. El telón de fondo de este ir y venir de intentos de acomodo y proyección es un fuerte divorcio entre la política y la sociedad.
Los esfuerzos de articulación de la oposición en la batalla educativa, entonces, si no enfrentan el problema de fondo, corren el riesgo de orientarse únicamente por los próximos desafíos electorales. Las fuerzas emergentes no han podido, aun con sus intentos, cambiar el tenor general de la oposición. La respuesta al giro demagógico de la derecha podría caer en el mismo problema que se denuncia: la instrumentalización del debate educativo, evadiendo las discusiones políticas que permitan elaborar soluciones de fondo.
No cabe duda que la ministra Cubillos ha hecho mucho daño a la posibilidad de abordar la crisis de nuestra educación. El juicio político a su gestión en el Parlamento está justificado. Sin embargo, la articulación opositora no puede agotarse en remover ministros, debiendo instalar una agenda que aborde precisamente aquellos problemas que el Gobierno no resuelve.
Sobre eso hay poco acuerdo. Más allá de la coyuntura, los límites de la reforma anterior nos muestran que no tenemos, al día de hoy, una agenda que nos permita superar el mercado y sus dolores. No sabemos cómo construir la educación pública en el siglo XXI. Hay experiencias locales loables, ideas que refrescan y disposiciones puntuales positivas; no obstante, todavía esos ingredientes no cuajan en una nueva síntesis.
Incluso, no sabemos todavía qué aspectos de la reforma anterior son efectivamente los que hay que defender, y cuáles deben ser corregidos. La consigna de “defensa del legado” puede ahogarse como demagogia, en la medida que se orienta más a proyectar tal o cual identidad de burocracias del Gobierno anterior, que en genuina preocupación por la educación. Hay que mirar de frente este problema, de lo contrario resulta imposible –más allá de golpes mediáticos– un ejercicio de oposición significativo.
La sociedad civil no puede seguir mirando este escenario. Todos los actores tenemos la responsabilidad de construir una mirada hacia el futuro, que permita trazar una línea programática que apunte a desmercantilizar realmente la educación. Ello, para tener iniciativa y propuestas en los temas inmediatos, como también para proyectar los desafíos del largo plazo. De lo contrario, si la acción de las fuerzas democráticas se agota en descabezar ministerios, y peor, se suma a las recriminaciones mediáticas y efectistas solo que con otros colores, estaremos siendo en los hechos incapaces de salir de la mera demagogia.
Hay que mirar de frente la profundidad del problema. Durante cerca de cuatro décadas los derechos sociales en general, y la educación en particular, han estado sometidos a un régimen neoliberal sin precedentes en el mundo, apuntalado a su vez por la protección y los subsidios del Estado. Esta lógica no solo ha transformado radicalmente la institucionalidad, deteriorando y abandonando la educación pública, sino que ha implicado también la producción de sujetos con un tipo de cultura y acción nueva. Esta nueva sociedad no tiene una lealtad a priori con el mercado, más bien ha estado obligada a vivir en él; pero tampoco tiene una lealtad a priori con lo público.
Se trata de un terreno en disputa, donde los planteamientos que apelan a un mayor tiempo libre y espacio para la vida sintonizan con los ciudadanos –como, por ejemplo, ocurre con el proyecto de jornada laboral de 40 horas de la diputada Vallejo, o la demanda de No + AFP–. ¿Qué expectativas tiene esa sociedad respecto de la educación? ¿Cómo la educación puede pasar de ser agobio y necesidad para ser una experiencia de libertad?
Es hora de que enfrentemos estas preguntas, que ya no pueden evadirse en aras de más subsidios focalizados o fiscalizaciones al mercado. Para que el problema educativo no se hunda en el ruido ensordecedor de una política cada vez más inorgánica, es preciso discutir en serio, procesar democráticamente las diferencias que existan e imaginar formas de superación del neoliberalismo, tanto para impulsar cambios concretos inmediatos como un nuevo horizonte de largo plazo.