Son muchos los indicios de que en el Gobierno y su base de apoyo conviven dos almas en materia de política internacional. Una más bien apegada a la tradición histórica de la diplomacia chilena en tiempos de democracia, mientras la otra se identifica con las nuevas corrientes que campean en los regímenes y líderes neopopulistas de derecha, como Trump, Bolsonaro, Orbán y otros. En el Presidente Piñera, el artífice indiscutido de la política exterior de su Gobierno, parecen convivir las dos almas.
El Presidente Sebastián Piñera desplegó una intensa actividad diplomática durante la última semana de septiembre en Nueva York. Desde el punto de vista de las definiciones de la política internacional de Chile durante su mandato, sin duda el hito más significativo fue su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas.
Dieciséis minutos, de una alocución de veintiuno, fueron dedicados por el Mandatario a la cuestión del cambio climático. Su posición fue clara: “Es el gran desafío de nuestra generación cambiar el rumbo equivocado de ideas y de tratar a nuestro planeta de forma distinta para asegurar la sobrevivencia del ser humano”. Llamó, asimismo, a superar la dicotomía entre crecimiento y desarrollo sustentable: “El desarrollo va a ser sustentable o no va a ser desarrollo”. Además, afirmó que los compromisos de limitación de emisiones de efecto invernadero, asumidos en la Conferencia sobre el Cambio Climático en París en 2015 (COP 21), “no son suficientes y ni siquiera se están cumpliendo”.
Estás definiciones son coherentes con la decisión adoptada por el mismo Piñera de proponer a Chile como sede de la COP25, una vez que Jair Bolsonaro desistiera del compromiso que Brasil había asumido de realizarla en ese país.
La voluntad de impulsar una política activa en esta materia la reafirmó el Jefe de Estado chileno en una columna publicada por La Tercera a su regreso de Nueva York, al señalar que Chile espera avanzar en cuatro áreas en la próxima COP: lograr que más países, ciudades y empresas asuman compromisos más ambiciosos y más exigibles para luchar contra el cambio climático; incorporar la protección y conservación de bosques, océanos y polos; incorporar a regiones, ciudades, empresas, ONG y ciudadanía a la lucha por el cambio climático y finalmente poner en marcha los mecanismos de mercados de carbono.
Está política se inscribe en la mejor tradición de la política exterior chilena de participar activamente en los principales temas de la agenda internacional y realizar su contribución a través del fortalecimiento del multilateralismo y la búsqueda de acuerdos vinculantes entre los estados, en el marco de las Naciones Unidas. Tiene valor la posición del Gobierno chileno, además, en un escenario hemisférico muy desfavorable para la causa de detener el calentamiento global.
Estados Unidos, el segundo emisor de gases de efecto invernadero, y Brasil, que tiene la mayor capacidad de capturar carbono de la atmósfera, tienen presidentes que niegan que la humanidad enfrente un problema que amenaza su sobrevivencia. Para Trump, el calentamiento global es un invento de los chinos para perjudicar a EE.UU., y para Bolsonaro, de unas ONG apoyadas desde el extranjero que amenazan la soberanía de Brasil sobre la Amazonía.
La política medioambiental de Chile en el plano internacional debería construirse como una política de Estado que cuente con un sólido acuerdo interno. Es por ello que resulta contradictorio e inexplicable que, después de una intervención en la ONU sobre el tema que la mayoría suscribe en lo esencial, el Presidente haya reiterado su negativa a suscribir el Acuerdo de Escazú, del que Chile y Costa Rica fueron copatrocinadores. Se trata de un Acuerdo Regional de América Latina y el Caribe que establece compromisos en materia de acceso a la información ambiental, de participación pública en los procesos de toma de decisiones, y de acceso a la justicia ambiental.
Sorprende la inconsistencia de las razones que ha dado el Presidente y su Gobierno para no suscribir un Acuerdo del que Chile fue un activo impulsor. El Mandatario ha señalado que “todo lo que establece Escazú está contenido en la legislación nacional. No agrega nada”. Para una diplomacia que da importancia al fortalecimiento del multilateralismo esta es una razón de peso para tomar una decisión exactamente contraria a la asumida por Piñera: suscribir el Acuerdo, ya que el país no necesita adecuar su normativa interna para alcanzar los estándares exigidos, pero sí contribuye a establecer normas más homogéneas en la región de la que forma parte.
Se ha planteado una segunda línea argumental: que la suscripción del Acuerdo podría permitir que Bolivia recurra a tribunales internacionales para insistir en su reivindicación marítima. Este argumento es simplemente falso. Las controversias que pueden surgir entre los estados suscriptores solo se refieren a los temas de información, participación y acceso a la justicia ambiental en cada país que, además, puede escoger el mecanismo de solución de controversias al que se acoge: tribunales o arbitraje.
En esta materia el tema de fondo es que, al suscribir el Pacto de Bogotá, Chile está expuesto a ser sometido al Tribunal de la Haya. Su fallo sobre la demanda marítima boliviana fue enteramente favorable al país. Pero, es más, es Chile el que ha demandado en el mismo Tribunal a Bolivia por el litigio sobre las aguas de río Silala.
[cita tipo=»destaque»]La política medioambiental de Chile en el plano internacional debería construirse como una política de Estado que cuente con un sólido acuerdo interno. Es por ello que resulta contradictorio e inexplicable que, después de una intervención en la ONU sobre el tema que la mayoría suscribe en lo esencial, el Presidente haya reiterado su negativa a suscribir el Acuerdo de Escazú, del que Chile y Costa Rica fueron copatrocinadores. [/cita]
El ministro de RR.EE. ha agregado otro argumento insólito: no es obligatorio firmar Escazú antes de la COP25 de diciembre, lo que es evidente. La cuestión es que es necesario y útil para dar coherencia a la política medioambiental de Chile en el terreno multilateral y dotarla de la fuerza que otorga un amplio acuerdo nacional.
Cuesta discernir las razones que expliquen una conducta tan contradictoria del Presidente y su Gobierno. Quizá una pista la puede dar un argumento que, al pasar, insinuó la ministra del Medio Ambiente a una delegación del Foro Permanente de Política Exterior, en una entrevista en que fuimos a exponer nuestra opinión de que el Gobierno debería suscribir el Acuerdo de Escazú lo antes posible. En algún momento de la conversación, la ministra aludió a la dificultad de consensuar criterios en un Gobierno de amplia base.
Son muchos los indicios de que en el Gobierno y su base de apoyo conviven dos almas en materia de política internacional. Una más bien apegada a la tradición histórica de la diplomacia chilena en tiempos de democracia que considera que, para un país mediano como Chile, la defensa de sus intereses requiere el reforzamiento del Derecho internacional y el sistema multilateral. La otra se identifica con las nuevas corrientes que campean en los regímenes y líderes neopopulistas de derecha, como Trump, Bolsonaro, Orbán y otros, que afirman la absoluta primacía del Estado nacional y su soberanía irrestricta.
En Chile esta corriente es alimentada subterráneamente por el atávico rechazo al sistema de Naciones Unidas que la derecha cultivó durante la prolongada dictadura de Pinochet. En el Presidente Piñera, el artífice indiscutido de la política exterior de su Gobierno, parecen convivir las dos almas.
Con todo, Presidente, nunca es tarde para rectificar.