Especial atención han llamado los mensajes de buena voluntad, comprensión y diálogo que dirigentes de todo tipo han expresado desde la tarde del viernes, luego de las históricas y pacíficas marchas que en todo el país, y fundamentalmente en Santiago con su millón y más en las calles, sorprendieron a Chile. Aunque para ser justos, no a Chile. La movilización y rabia contenida pillaron de sorpresa a cierta elite que no ve, entiende ni empatiza con el desencanto de muchos de sus compatriotas.
“Todos hemos escuchado el mensaje. Todos hemos cambiado” expresó la noche del viernes el Presidente Sebastián Piñera, cuando recién se recogía la marea humana que inundó por decenas de cuadras la Alameda.
A estas palabras, cual libreto del segundo piso, se sumó la diputada RN Camila Flores, admiradora de José Antonio Kast: “Hoy vimos una luz de esperanza en una multitudinaria y ejemplar marcha pacífica sin banderas rojas para crear conciencia en cambios urgentes y muy necesarios”. “Chile reclama nuevas condiciones de justicia al Estado con prestaciones al estilo australiano, neozelandés o alemán. Crecimiento y empleo deben convivir con amplia red de seguridad social. Partamos” manifestó, a su vez, el diputado Evópoli Luciano Cruz-Coke.
La misma senda recorrió la también diputada RN Erika Olivera: “Más de 1 millón de personas con un claro mensaje para todos los que hoy tenemos la responsabilidad de dialogar y cambiar las injusticias que viven miles de chilenos y chilenas”.
Sus expresiones son similares a los de dirigentes oficialistas y de la centroderecha en general: el descontento es con la clase política transversal. “Con todos nosotros” dicen.
La elite política está altamente cuestionada. Eso es cierto. Pero seamos claros, las responsabilidades son ponderadas.
Pensiones, salud, educación, abusos de las empresas, colusión, privatización del agua, ausencia del Estado en actividades económicas (subsidiariedad le llaman) y un sistema no democrático, son parte de las demandas de la ciudadanía. Algo de acuerdo hay ya en que para responderlas, necesariamente, se requiere cambiar la Constitución, dado que sus principios mercantiles están anclados en la Carta Fundamental. Es por ello cada vez que los celadores del modelo pierden en el Congreso amenazan con recurrir al Tribunal Constitucional.
Para entender la diferencia de responsabilidades es necesario hacer un poco de historia y comprender el entramado político-institucional que nos rige.
Cambiar la Constitución no es fácil. Nunca lo ha sido.
El sistema binominal, junto a los senadores designados, permitieron en un principio sobre representar al sector guardián de los fundamentos de la institucionalidad dictatorial. Y como los cambios a institucionalidad (derecho de propiedad como puntal) requieren quórum especiales de 3/5 o incluso de 2/3 (incluidas las leyes orgánicas constitucionales), no bastaba con mayoría simple. Es decir, aunque un sector tuviera mayoría en muchos casos no le alcanzaba el número mínimo para modificar el sistema económico, modelo de desarrollo mediante. Aunque ha habido cambios a la Carta Fundamental en estos años (incluida la recordada reforma con la firma de Lagos en 2005), no se han podido profundizar aspectos como la titularidad sindical, la mercantilización del agua, el fortalecimiento de los derechos del consumidor, la gratuidad en la educación, el sistema previsional, la despenalización del aborto, entre otras materias que hoy están abriéndose paso en la calle. Eso, sin mencionar las trabas al ejercicio democrático y de soberanía popular, en lo cual quienes adhieren al statu quo han tenido siempre de aliado al Tribunal Constitucional.
En estos 30 años, efectivamente hubo en la Concertación actores que se adaptaron a la cancha rayada por Pinochet en 1980, gracias a la genialidad antidemocrática de Jaime Guzmán. Marco que, a un año del plebiscito de 1988, fue modificado en lo que se conoció como las 54 reformas, aprobadas por un mayoritario 92,25 % de los votos. Fue la primera vez que la Dictadura, los partidos oficialistas y la oposición de la época levantaban las manos en símbolo de unidad. Y lo harían varias veces más.
El principal ideólogo de la transición pactada fue Edgardo Boeninger, quien en su libro “Democracia en Chile: Lecciones para la gobernabilidad” aclaró que la dirigencia política de oposición aceptó en 1989 “una reforma sustancialmente más modesta, para evitar la prolongación del conflicto constitucional al período de gobierno que se iniciaría en marzo de 1990, aceptando las consiguientes limitaciones a la soberanía popular y al poder de la mayoría”. Y añadió: “Si no se lograban las reformas indispensables, el gobierno de Aylwin enfrentaba la oscura perspectiva de desangrarse en una difícil lucha por una Asamblea Constituyente, para lo cual, a falta de consenso político y mayoría parlamentaria, habría tenido que recurrir a la presión social, con el consiguiente clima de confrontación e inestabilidad”.
Unos por temor a un nuevo golpe cívico-militar, otros por el trauma de sentirse responsables de los horrores de la dictadura y muchos por acomodarse muy bien al nuevo orden económico social, el tema es que muchos y muchas se apoltronaron en esta democracia protegida de corte neoliberal. Pero no fueron todos, hubo muchos que desde dentro sí intentaron encontrar las grietas que permitieran cambiar los ámbitos estructurales que hoy han emergido en forma de rebelión popular. Pero la pared institucional era sólida.
¿Pero quiénes fueron los que en bloque nunca dieron los votos para los cambios que hoy demanda la ciudadanía, la calle, además de algunos concertacionistas? La derecha. La misma derecha que hoy se sube por chorro bajo la consigna del “somos todos responsables”. Y que lo sigue haciendo, con todas las reservas de constitucionalidad que pide cuando en el Congreso se aprueban materias que atacan el núcleo del país que impusieron.
Donde sí no hay equívoco en la transversalidad del enojo es en el financiamiento irregular de la política y las prácticas clientelares instaladas desde hace mucho. En la impunidad y en la connivencia con sectores empresariales. Ahí no hay mucho que decir, ya que tanto la derecha como la Concertación profesionalizaron la cooptación de la política por el poder empresarial.
Entonces sí, todos son responsables. Pero en los cambios que se demandan son unos más que otros. Y es en Chile Vamos, como herederos de la matriz constitucional, donde recae hoy la principal cuota de responsabilidad en lo que ocurre extramuros de las instituciones. En eso no nos equivoquemos, porque es el modelo el que hay que cambiar y es preciso ver si para ello estarán disponibles quienes siempre lo han defendido, más allá que desde sus balcones (reales o virtuales) proclamen que han, definitivamente, escuchado y comprendido el clamor de la movilización social.
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