En estos días es común en el Reino Unido como en muchos de los países que forman parte de la Commonwealth, ver a personas luciendo una flor de amapola en recuerdo de los cientos de miles de hombres y mujeres que han perdido sus vidas, en distintos conflictos armados librados por ese país.
Es así como el 11 de noviembre resulta ser un día de profundo respeto y muestras de unidad en ciudades grandes y pequeñas, aldeas o villas, con comunidades asistiendo a ceremonias civiles y militares en donde se realizan emotivas ceremonias, con ofrendas florales depositadas ante monumentos que llevan marcado en letras de bronce la frase “no lo olvidemos” (“lest we forget”). A la vez, flores de amapola hechas de papel son ubicadas próximas a las lápidas de mármol que llevan los nombres de oficiales y soldados. Impacta ver sus cortas edades, nombres, regimiento y, en ocasiones, uno que otro mensaje de sus familiares.
Recuerdo, por ejemplo, haber visitado hace pocos años dos camposantos en Papúa Nueva Guinea, repleto de tumbas de australianos, canadienses, indios y algunos holandeses, con cartas de hijas que jamás conocieron a su padre o de nietos que rendían un homenaje a su bisabuelo caído en acción durante la Segunda Guerra Mundial, tan lejos de sus hogares y familias.
En los Estados Unidos, el último día de mayo de cada año es el Día de los caídos en guerra o “Memorial Day”. En aquella jornada se honra a los caídos en combate sirviendo a su país en tierras tan distantes como Tripoli, Cantigny, Da Nang o Inchon. Conmueve ver las decenas de miles de tumbas en cementerios como el Nacional en Arlington, Virginia, con banderas y flores.
Más aún, la solemne ceremonia que se lleva a cabo rigurosamente cada media hora ante la tumba del soldado desconocido en aquel mismo camposanto en donde descansan los restos del Presidente John F. Kennedy, con la guardia de honor cumpliendo 21 pasos de ida e igual número de vuelta, evocando así los 21 cañonazos que se rinden a un dignatario extranjero o nacional, como la máxima muestra de reconocimiento y honor.
Por su parte en el Perú, todos los meses de enero se rinde un reconocimiento a hombres, mujeres, niños y ancianos que lucharon heroicamente en la batalla de San Juan, en el Morro Solar del distrito de Chorrillos, con la colocación de ofrendas florales a nombre de instituciones civiles y militares. Es en estos días que, por medio de un proyecto de cine, se está rescatando la vida y muerte del mayor Luis García Rojas, considerado el último héroe que ha tenido el Perú, caído en la Guerra del Cenepa y cuyos restos descansan en la Cripta de los Héroes, emplazado en el Cementerio Museo General “Presbítero Matías Maestro”, en Lima.
En Argentina, hace pocos días retornó una figura de Nuestra Señora de Luján, de 35 centímetros, que luego de la derrota de las fuerzas de ese país en las Islas Malvinas/Falklands, fue llevada a la Catedral Militar Católica de San Miguel y San Jorge en la localidad de Aldershot, en el sur de Inglaterra. Durante la ceremonia de su entrega en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, el pasado mes de octubre, la imagen de quien fue venerada por veteranos soldados argentinos, fue bendecida por el Papa Francisco, junto a una lápida de mármol negro que será llevada al cementerio militar en Stanley, en donde aún yacen jóvenes desconocidos que perdieron sus vidas durante la guerra librada en 1982.
Con todo, existen demasiados ejemplos de monumentos, sitios, criptas e iniciativas en otras latitudes, dedicados a enaltecer el ejemplo, el valor y el significativo homenaje que está asociado al haber ofrendado la vida en defensa del país. Constituye muchas veces el hilo conductor, lo que une y proyecta un orgullo sin par, motiva a sentirse partícipe en la construcción de una sola nación. Y ello se llega a percibir definitivamente por quienes desde otros países son testigos cuando se llevan a cabo ceremonias o reflexiones en fechas conmemorativas.
Sin embargo, durante las últimas semanas parece que ello no está del todo presente ni se siente como algo de valor, propio, necesario, útil en Chile. Tanto así, que una de las áreas más vapuleadas por efecto de los miles que se han congregado en donde se encuentra ubicada, es la tumba al soldado desconocido que está a los pies del monumento al General Manuel Baquedano.
Un recorrido por el área junto a algunos turistas extranjeros durante el pasado fin de semana, muchos impactados y en silencio sacándole fotografías a un área que ha sido escenario de celebraciones y muestras de alegría sin par, nos permitió ver la lápida de bronce sucia y recubierta del hollín propio de haberse usado para quemar madera, papel y lo que estuviera disponible en el momento. Manchados sus costados ya cubiertos con grafiti, por medio del efecto del vino tinto y la cerveza, con latas y restos de botellas testigos de lo que fue una otrora jornada para expresar descontento y molestia. A Baquedano le habían puesto una olla de aluminio sobre su cabeza y a su corcel, Diamante, ya poco le quedaba sin habérsele pintado cubierto de papel, cuerdas y cintas de distintos colores.
Lo anterior me hizo meditar en el mismo lugar cuál es, en efecto, el verdadero hilo conductor que nos une a nosotros como nación. Si acaso a diferencia de otros países incluyendo a vecinos, aparentemente no queremos ni tal vez nos motiva guardarle respeto alguno a quien, muy seguramente caído muy lejos de su tierra natal, ofrendó su vida por Chile, por su historia y su transitar hacia el futuro. Y si acaso con saltar sobre su tumba, usarla para fogatas que son apagadas con lo que queda de la botella que acompaña el jolgorio, somos en verdad capaces de hacernos cargo de construir responsablemente, un indispensable sentido de unidad democrática, avanzando hacia una necesaria estabilidad que es clave para pensar y crear en grande.
Seguimos.