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Comienzo paradójico Opinión

Comienzo paradójico

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El acuerdo parlamentario de la madrugada del 15 de noviembre, que extiende a la ciudadanía la posibilidad de decidir sobre una Asamblea o Convención Constituyente, representa un avance inédito. Aunque la autorreferencia de nuestros políticos profesionales haya puesto el énfasis en su capacidad de llegar a consensos, lo cierto es que es principalmente un logro de la mayor movilización social de la historia reciente que paralizó el normal funcionamiento de la ciudad por más de un mes. Este acuerdo, no obstante, nos vuelve a enfrentar con los viejos fantasmas de la izquierda: que ante un avance democrático, la derecha se organice para evitar una derrota mientras el progresismo se deshace en voces disidentes y acusaciones cruzadas. Muestra de ello fue el intento de Allamand de relativizar los términos del acuerdo de forma temeraria mientras Convergencia Social se desangra por la actuación de un parlamentario a título personal.

Entre las voces disidentes, no pocas sostuvieron que el acuerdo se negoció en una suerte de “cocina”, a espaldas de la ciudadanía. Esta idea ha sido debatida profusamente, bajo un ejercicio algo arrogante de “pedagógica política” que nos explica que los cocineros eran parlamentarios que nosotros elegimos y que la cocina en realidad era el Congreso Nacional, un espacio dedicado al logro de acuerdos. En este sentido, desacreditar una propuesta por haber sido negociada, en el Congreso Nacional, por parlamentarios en ejercicio y sin atender objetivamente a sus contenidos, diría mucho más de la idea de democracia de quien la condena que de la propuesta como tal. Lo anterior es cierto en la mayoría de los casos, principalmente cuando la opinión proviene de nuestros representates. Nos deja la impresión de que, por perseguir victorias absolutas, no se escatima en el riesgo de desacreditar aún más el hoy endeble ejercicio democrático. A esto se suman quienes fantasean con ver a la oposición o al movimiento social imponiendo (o más ingenuamente al gobierno aceptando) condiciones de rendición para un acuerdo nacional, aunque en política no existan victorias absolutas y todo lo que se pretenda como tal quede por fuera de la misma.

Esta tendencia es propia de esa izquierda neoliberal que nos recuerda Gumucio, que busca capitalizar aunque con ello se atente contra el espacio institucional que hará posible la transformación social y política de la sociedad. Pero no todo se reduce a esto: sería ingenuo no reconocer el importe neutralizador de la deliberación de quienes buscaron 30 años dotar de rostro humano al neoliberalismo, a la postre sus más exitosos defensores, quienes en 2005 hablaron de una nueva constitución democrática para reconocer 14 años después que siempre hubo una misma camisa de fuerza. El deterioro acumulado de la capacidad de representar de nuestra clase política explica bien cómo llegamos hasta la actual frontera entre la transformación radical o la desesperanza radical, en la que toda la política aparece para muchos como una sola y gran cocina. Desde esta frontera, la defensa de los avances ante la derecha que busca relativizar sus términos y la tendencia de capitalizar sin tranzar de ciertos dirigentes de la primera línea es una y la misma empresa: resguardar la política democrática como el único instrumento de transformación social a gran escala con el que cuentan las mayorías sociales.

En los días que vienen, será importante reconocer decididamente el aporte de los alcaldes. Si la conducción errática del Presidente de la República durante las últimas semanas ha legitimado en los hechos cierto parlamentarismo, la debilidad del Estado durante décadas ha fortalecido el rol social activo de los municipios. No olvidemos que, mientras los parlamentarios construían un acuerdo a matacaballo en la mitad de la noche, los alcaldes ya habían llegado a un consenso transversal varios días antes, en términos más transparentes que los de “convención o convención mixta”. En esos mismos municipios no sólo se abordan cotidianamente las consecuencias de la desigualdad en los territorios; también se vive la incertidumbre del fracaso del gobierno en mantener el orden público, cuando muchos funcionarios de Carabineros y Fuerzas Armadas, desbocados y cobardes, optaron por atizar la rabia de los vecindarios.

No sabremos si la conducción del proceso por los alcaldes hubiera logrado reconstruir la confianza con las organizaciones sociales o apalancado cuotas más altas de legitimidad entre la ciudadanía. Tampoco si era viable, menos si hubiera llegado a puerto. Sí sabemos que el impulso democratizador del municipalismo puede entroncarse con el desarrollo del proceso constituyente realmente existente (ya han dado muestras de esto). El acuerdo ha dejado cabos sueltos, pero no hay disponibles cheques en blanco para ningún partido, ni parece viable mantener los mismos niveles de movilización social (o al menos los mismos medios) por los próximos dos años. Durante este periodo, la realización de consultas municipales puede colaborar a mantener la participación, priorizar la agenda de reformas sociales, recoger las preferencias de la ciudadanía sobre asuntos como la paridad u otras características de la Asamblea Constituyente e incluso ayudar a resolver discrepancias que produzca el propio proceso como en experiencias exitosas de otros países.

Otro beneficio del municipalismo y la participación territorial está en abordar con mayor probabilidad de éxito un sentimiento muy extendido por estos días: el miedo a la normalidad. Para muchos, uno de los grandes conflictos de retomar la vida cotidiana se asocia a mantener las mismas cuotas de incertidumbre que antes del 18 de octubre sobre asuntos como las pensiones, la salud pública, el endeudamiento, la educación, el sueldo mínimo, la seguridad social, entre otros. Para otros, la normalidad envuelve impunidad respecto a las violaciones a los derechos humanos, las mutilaciones y otras numerosas vejaciones. Parte del rechazo en redes y cabildos al acuerdo logrado la madrugada del 15 de noviembre tuvo que ver con el intento del gobierno de Sebastián Piñera de presentarlo como el colofón de las movilizaciones para hacer borrón y cuenta nueva. En aras del éxito del propio proceso, será importante que esta visión se descarte desde la oposición y los movimientos sociales conjuntamente.

Será un desafío complejo retomar la vida de la ciudad sin mínimas luces sobre los cambios que contendrá la denominada agenda corta social. Para ello, los municipios, los cabildos e incluso el uso de ciertas plataformas podrán colaborar en ordenar el programa que los parlamentarios no han logrado priorizar en meses. Para las familias que extrañarán a un ser querido, los chilenos que perdieron su vista, todos los heridos y todos los vejados, el Congreso Nacional puede cumplir también un rol en la acogida de denuncias y la apertura de una agenda de justicia y reparación.

La apuesta parlamentaria es un comienzo de varios posibles para canalizar este momento constituyente. Y, como cualquier apuesta, está abierta al naufragio. El Congreso no está exento de los riesgos de sobredimensionar y atribuirse una legitimidad hoy esquiva para toda la institucionalidad u oficiar de sustituto del soberano, tentándose a determinar según una lógica constituida los resultados de un proceso constituyente. Es por ello que la tarea de reconstruir los puentes de la representación será sutil, lejana de discursos ampulosos, además de requerir del concurso de todas las fuerzas vivas de la sociedad. Quizás así podamos convenir transversalmente, ojalá pronto, que nada ha sido en vano, que nadie será olvidado y que esto no sólo no ha terminado, sino que a duras penas, y rodeado de una sensación de gran paradoja, acaba de comenzar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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