Hace dos milenios uno de los grandes patriarcas de la filosofía occidental, Platón, concibió un modelo de nación al cual llamó “Estado Ideal” y que tenía a la cabeza al filósofo-rey. Platón era, en efecto, idealista. El idealismo es una de las dos grandes corrientes que han predominado en la historia de la filosofía y el pensamiento universal (la otra es el materialismo) y significa que la realidad última está compuesta por una suerte de formas puras, las denominadas “ideas”. No se trata en modo alguno de pensamientos ordinarios, sino de cosas aún más abstractas (los objetos reales por antonomasia que están detrás de las cosas que se aparecen a nuestros ojos y cuyo poder trascendental las determina). Para muestra de lo fehaciente que resulta el planteamiento me permito citar al propio Platón en su obra Fedón: “Nos engañamos con la idea de que habitamos en la superficie de la Tierra, lo cual es como si un ser vivo que estuviese en el fondo del mar imaginara que está en la superficie del agua, y que el mar era el cielo a través del cual veía el sol y las demás estrellas, no habiendo llegado nunca a la superficie a causa de su debilidad y pereza, y no habiendo jamás alzado la cabeza, ni sabido ni oído de alguien que hubiese visto cuanto más puro y bello que el suyo es el mundo de arriba”. (Lo más cercano a este Estado Ideal que conozco es la fórmula del “Tecnato”, un gobierno constituido por una élite tecnocientífica, que fue propuesto por el movimiento tecnocrático de principios del siglo XX. Y aunque sesgado por la idea de un imperio global de la Técnica en el mundo, la pretensión científica de conocimiento y la ordenación de los seres humanos conforme al mismo era innegable en aquel modelo de administración civilizatoria.)
Por el contrario, el Estado de Chile, en su componente Ejecutivo, lejos de ser un Estado Ideal (un Estado que busque la verdad subyacente a las cosas, los valores universales que rijan para todos los humanos), se parece más bien a aquel pez perezoso del Fedón (se conforma con su realidad inmediata). Su élite patrocinadora, si bien en parte reconoce y goza al igual que el intelectual puro de los productos de la alta cultura, asistiendo a los estelares del Teatro, engalanando las paredes con selectas réplicas de los retratos de Descartes, Spinoza, Kant y Hegel (por ej.), escuchando La Stravaganza de Vivaldi o el Canon en re mayor de Pachelbel, y citando a conveniencia o por vanidad a uno que otro intelectual, es en verdad presa de la racionalidad económica, de la ignorancia cuadrada de la econometría. Lo que prima al final del día no es el humanismo. No impregna el espíritu de aquella pretendida aristocracia el heroísmo lírico del Cantar de Mio Cid, ni el placer mortal del Fausto de Goethe que busca la contemplación de la más grandiosa obra de que un hombre es capaz, ni mucho menos, en su presunta religiosidad, la persecución racional del Bien Supremo como se lee en los hermosos y épicos versos de El Paraíso Perdido (Loft Paradise, en inglés antiguo) del inglés que secunda acaso a Shakespeare, me refiero a John Milton, aquel racionalista que luchara por la abolición de la monarquía y que contribuyó a la instauración de la Mancomunidad de Inglaterra de Oliver Cromwell, de la que fue ministro, tras el regicidio del monarca Carlos I de la Casa Real de Estuardo.
Lo que prima al cabo es el rédito económico-financiero, la utilidad personalista. El Poder Ejecutivo del Estado de Chile, el Gobierno chileno, es víctima de sus sesgos ideológicos. Su dios no es, por ponerlo en una metáfora, el Dios del universo cristiano, sino los mercaderes, el sistema al que rinde tributo bajo la máxima maquiavelista de que el fin justifica los medios. Ha incurrido en lo que la literatura corporativa, sobre la base de los desarrollos de la psicología cognitiva, ha venido a llamar “sesgo de taller” (en los términos más sencillos de la neurociencia: prevalece la actividad de los circuitos de amenaza por sobre los de recompensa, y el miedo frente a la novedad es tan fuerte que inhibe la posibilidad de nuevos aprendizajes y anquilosa la mente con la cosmovisión que se tiene del mundo, la cual se vuelve intransable al cabo). En otras palabras, en el vértigo de sostener la operación (su plan, hoja de ruta o ideario), la organización o empresa que encarna el Gobierno chileno empieza a tropezar, como el hámster apremiado dentro de la rueda giratoria, con sus propios pasos, con el peligro de derrumbarse. Lejos está de someter a reflexión su accionar y por eso incurre una y otra vez en las mismas estratagemas y falla.
Por eso no es raro que ni bien empezado marzo, promulgando la Ley Gabriela, el Presidente esgrima que la violencia es tanto culpa de los hombres violentos (¿violentistas?) como de las mujeres que se dejan violentar (¿mujeres masoquistas, entonces?). Ni es de extrañar tampoco que una ministra Rubilar, con algo más de kilos en el cuerpo (ojalá que no producidos por esa ansiedad de mantener la operación a como dé lugar), parezca amedrentar a potenciales manifestantes con la garantía de que el Presidente hará uso de los recursos que hagan falta (incluso si eso conlleva un nuevo Estado de Emergencia) para garantizar el orden y la seguridad del Estado (¿policial?).
Por todas estas cosas concluyo que a La Moneda le falta filosofía, si no al menos un psicólogo (o un neurocientífico que dé remedio a su neurosis operacional). Porque −y ya dando término a la figura retórica de la que me he valido−, todos sabemos que más peligroso que un mono con navaja es, de hecho, un loco armado.